29/5/08

THE DEAD GIRL: emoción a jirones

Convendrán conmigo en que el ilustrado y a la vez inmundo doctor Lecter inseminó hace ya unos añitos los códigos de un thriller de la postmodernidad que otros caníbales menos brillantes han intentado ratificar hasta la extenuación. Coleccionistas de huesos, acuchilladores vaginales, fetichistas de lencería bañada en sangre, portentosas mentes capaces de burlar con acertijos al tenaz cuerpo policial y ganarse al respetable a golpes de encanto. La fórmula, achicharrada por rutinaria, recuperó el pulso con la reciente ZODIAC, del inquietante David Fincher, ejercicio de autor muy cercano a la maestría que viraba el timón del efectismo hacia una absorbente y puntillosa narración de pulido clasicismo.

La californiana Karen Moncrieff se sirve en THE DEAD GIRL -su segunda película tras BLUE CAR (2002)- de un atroz homicidio como eje narrativo de un relato coral segmentado en cinco bloques.

Relacionadas de alguna forma con el crimen, otras tantas mujeres se encaran con el dolor y la pérdida, con la desesperación y la culpa, en un pequeño aunque eficaz discurso que evita plasmar la procelosa tarea de investigación sobre los motivos del suceso. Antes bien, la directora centra su mirada en el ámbito donde las sufridas féminas se desenvuelven, elaborando un paisaje sombrío, descorazonador, tan sórdido como sigue siendo la profunda Norteamérica que el gran cine se ha encargado de inmortalizar.

El problema de las historias troceadas es la garra dramática que exigen para que su hilo conector no se quiebre a la menor ocasión.Más en este film, concebido como una sucesión de pequeñas estampas con autonomía, apenas imbricadas entre sí, sin seguir la estructura narrativa de vidas cruzadas tan recurrente. Es una película seca, tan desnuda que transmite una sensacion de gran realismo por la falta de ornamentos, pero también de una brevedad tal que el dibujo emocional de los personajes se queda cojo. Los minirrelatos que vertebran el metraje pretenden abarcar la psicología de sus protagonistas a partir del trágico acontecimiento nuclear, pero no es fácil cuando apenas disponemos de tiempo para conmovernos o de una excusa de mayor hondura que acabe entralazándolas. El conjunto hereda, en la estética y en el tenebroso fondo, formas televisivas, el reducto que ha estilizado los asesinatos en serie y nos lo sirve de postre para la cena.

Sobrios rótulos nominales abren cada capítulo, introduciéndonos en la rutina de la extraña que descubre el cuerpo, la madre de la víctima, la esposa del homicida, la joven empeñada en identificar a la muerta como su desaparecida hermana y la propia chica asesinada. Diversas líneas por las que describir un ambiente de suciedad moral que no es nuevo, y que aquí queda reflejado con austera escenificación. Lo que importa en THE DEAD GIRL no es resolver o justificar o valorar el impulso criminal, sino mostrar distintas actitudes ante lo que se escapa a la lógica, aquéllo que nos sobrepasa y termina hiriéndonos -relación entre madres e hijas, machismo, fanatismo religioso, drogadicción, desamparo infantil-. Un crimen en mitad de una llanura desolada como vínculo fantasma para hablarnos de cosas de siempre. Muy yanquis, muy nuestras.

Moncrieff se vale de tonalidades frías, ásperas, en perfecta sintonía con lo que nos cuenta. Demasiada tristeza, eso sí. Finaliza la proyección, debidamente marcada con la oscura banda sonora, y se posa en el espectador el patetismo y la angustia de estos trozos de vida, con este minúsculo ramillete de mujeres, algunas pusilánimes, otras luchadoras, todas tocadas por el peso del pasado y la muerte. Excelente reparto en la siniestra función, al que sacan lustre la maravillosa Marcia Gay Harden y una recuperada Piper Laurie -la infernal progenitora de CARRIE (Brian de Palma, 1976)-, que se ceba sobre el espíritu débil de Toni Collette. Son tres de los rostros por los que filtrar la desazón, la pesadumbre, el mal rollo que engendra una sociedad absurda, enferma de monstruos disfrazados de ciudadanos respetables, los causantes del sabor estropajoso que acaba inundando nuestra garganta.

EL EDIFICIO YACOBIÁN: mosaico de miserias

Con el aval del rotundo éxito de ventas de la novela original, aterriza en las pantallas -escasas, eso sí- españolas EL EDIFICIO YACOBIÁN, título penosamente predestinado al ostracismo comercial, como viene siendo habitual en algunas producciones. El autor del texto, el egipcio Alaa Al Aswani, goza de gran renombre editorial al obtener beneplácito crítico y respaldo popular tras muchas ediciones publicadas de su obra. Es precisamente esta génesis literaria lo que define el carácter ambicioso de la película, cuyas pretensiones de fresco social, político y religioso la sitúan en lo más exportable de un cine parco en estrenos.

Evocando a un Robert Altman con fragancias del Nilo, o, más recientemente, al humanista Fatih Akin en su puzzle turco-germano AL OTRO LADO (2007), el debutante Marwan Hamed ha elegido la estructura coral en un relato que esboza los grandes males del Egipto más contemporáneo. Para ello sitúa la acción en el inmueble del título, otrora residencia de la alta sociedad árabe, rancia aristocracia, nobles ricachones y burguesía intelectual de un país anclado en el pasado. Tras un inicial inserto documental, la película apenas ahonda en el seísmo republicano de Gamal Abdel Nasser como epicentro político del cambio, aunque en general desprenda un trasfondo crítico hacia el responsable de la degradación moral del país.

Sobrevuela en este valiente caleidoscopio un afán por radiografiar esa corrupción poliédrica y fascinante, por aquéllo de que las miserias dan más prestancia que las bondades. Y más morbo. Habla el director de las diferencias de clases -los pudientes en las lujosas dependencias del bloque, los parias hacinados en los trasteros de la azotea-, pretende lidiar con las diversas caras de la corrupción de políticos y empresarios -también inmiscuidos en materia de drogas-, arremete contra la intolerancia religiosa, contra la prostitución, la homosexualidad, el machismo. Temas neurálgicos que construyen un intenso trazado -casi tres horas de tapiz humano-, microuniverso revelador de este tiempo de mediocridad de la mano de unos personajes cuyo desengaño -laboral, afectivo, familiar- les mueve a buscar otras vías de escape.

Hamed no se arredra al reflejar una sociedad tan podrida, y mira, no sin un matiz compasivo, a los moradores del insigne edificio. La joven que intenta mantener a su familia y es acosada por sucesivos jefes; el joven aspirante a policía que es seducido por un grupo radical y acaba humillado por las fuerzas del orden; el viejo heredero de gran linaje, vividor, mujeriego y con una hermana desquiciada; el lujurioso y polígamo empresario metido a parlamentario que intercambia influencias con ministros; el intelectual y redactor jefe del diario francófilo Le Caire, homosexual adicto a los jóvenes efebos. Todos van otorgando a la historia el necesario cariz polimorfo de una sola y sórdida realidad, que no por insólita y decadente está menos presente. Quizá lastradas por su acento discursivo, las secuencias combinan en equilibrio dramático las múltiples experiencias personales para terminar configurando un todo patético, lánguido, oscuro, un espejo lúcido de tinieblas con ligeras concesiones a las medias sonrisas.
Para nada despreciable en las intenciones, adolece EL EDIFICIO YACOBIÁN de una estética en exceso acartonada, con una omnipresente banda musical que subraya el tono melodramático de ciertos pasajes. Si obviamos el recurso al folletín para elaborar alguna trama, la enfática realización -bravo por Hamed, entusiasmo le pone- o un cierto postalismo de El Cairo, queda una correcta y bien interpretada adaptación al cine de la obra literaria. Aún más. Una digna caligrafía de los siniestros errores de esta nueva era de civilizaciones que nos arropa, con toda su doble moral, su abanico de fanatismos y sus falacias de progreso. Una pena que siga siendo el cine minoritario el que venga a recordárnoslo.

23/5/08

HONEYDRIPPER: la magia del enchufe

Puede presumir John Sayles de ostentar un título -el de autor- que pocos revalidarían en el panorama cinematográfico actual. Quizá sea el mejor representante de la independencia frente a los grandes estudios, pese a la desvirtuación del concepto que hemos vivido en los últimos tiempos. Aunque se encubran con la adecuada pátina de excentricidad o pequeñez presupuestaria, ciertos títulos no dejan de revelar la artimaña comercial que ha permitido su estreno, y que acaba enfilándolos en la misma saca recaudatoria. El director de LIANNA (1983), CIUDAD DE ESPERANZA (1991), LIMBO (1999) o CASA DE LOS BABYS (2003), impermeable al virus pecuniario, se desmarca de esta tendencia y regala con periodicidad obras marcadas por el fuego de la autonomía más radical, temática y estilísticamente ajenas a las modas.

HONEYDRIPPER le permite explorar el territorio sentimental que abona con mirada respetuosa y nostálgica hacia la profunda Norteamérica de los años 50. En esa época se gestaba la eclosión de un nuevo modo de hacer música, el rock eléctrico que pujaba por ensombrecer las formas populares de expresión musical, blues, soul, gospel... Y ninguna tierra más emblemática que la de la tórrida Alabama para mostrar este proceso de mutación progresiva, tierra con olor a algodón y a whisky y a noches húmedas que tantas ficciones ha inspirado. La película nos presenta a Tyrone, ex-pianista y propietario de un ruinoso garito acuciado por los impagos, que decide contratar al célebre cantante de blues Guitar Sam para salvar el negocio. Sobre él pivota un relato coral en torno a los sueños de toda una comunidad, un variopinto abanico de personajes que enhebran el homenaje de Sayles a este microuniverso nutrido de un espíritu vitalista desde el primer fotograma.

No es nuevo para el director hacer un retrato humano desde la honestidad y el buen tacto en las formas. Su nueva película engrosa una trayectoria curtida sobre el rechazo a la estridencia, mirándose en el clasicismo narrativo para construir sus hermosas fábulas no exentas de fino sentido analítico. Experto en esbozar con sobria caligrafía visual las intensas relaciones entre miembros de una pequeña comunidad -PASSION FISH (1992), EL SECRETO DE LA ISLA DE LAS FOCAS (1994), HOMBRES ARMADOS (1996) o SILVER CITY (2003)-, Sayles logra filtrar en firmes cuerpos dramáticos sus ideas en torno a los más diversos matices de la compleja especie humana. Personajes cercanos y tridimensionales puestos al servicio de tramas alejadas del estereotipo y la óptica epidérmica, sensibles cantos de amor a un entorno natural que integra el mosaico emocional
expuesto con mesura, interesantes conflictos -raciales, sentimentales, familiares, políticos- cuyas pieles de lectura nos sitúan en la encrucijada ética, ese punto que permite relativizar las cosas y crecer como espectadores. En mi opinión, es en su obra maestra LONE STAR (1995) donde la riqueza argumental y el vigor psicológico obtienen rango de genialidad, la lucidez bañando una pieza de excelente cine negro.

HONEYDRIPPER aborda un intenso relato sobre la identidad de un pueblo y el valor de la música como motor expresivo de su vida en común. La película transmite la calidez de un tiempo mítico, contagia con agudeza el colorido de este trozo del sur estadounidense. Sayles hace uso de una puesta en escena algo teatral para destapar la intrahistoria de unos lugareños ávidos de ritmo y novedades, el pequeño enclave que refleja la grandeza de un tiempo convulso y apasionante. Y lo hace desde la sinceridad, echando un enérgico y sólido vistazo hacia un pasado cuyos moldes revisten de melancolía un guión simple pero efectivo, articulado con auténtico cariño hacia sus protagonistas. Danny Glover encarna de forma contenida al entrañable empresario, que acabará por claudicar ante el futuro que el cableado impone a su modus vivendi, y que el tímido joven recién llegado cristaliza a golpes de guitarra. No se aleja este personaje del que el excelente actor interpretaba en REBOBINE, POR FAVOR, la última ocurrencia del iconoclasta Michel Gondry que también alegaba en pro de lo tradicional -el cine casero- frente a la invasión de la gran industria.

En perfecta comunión con la materia del drama, el apartado técnico resalta esplendores pretéritos y logra la plena movilización de nuestro ánimo. HONEYDRIPPER -nombre del mortecino antro, foco de congregación de todos los sectores sociales del entorno- destaca por un ensamblaje melódico y, por momentos, surrealista de todas sus piezas. Las escenas del profeta ciego iluminan con comicidad sobre la personalidad de Tyrone, revelando mínimos detalles de su mundo anterior que justifican reacciones del presente. Un presente precario que el pianista intenta conservar pese a los abusos de la ley imperante, las puntuales camorras en el local o su naufragio matrimonial, estimulado por la vulnerabilidad religiosa de su esposa.

Con un equilibrado uso de la tensión, este cuento de negritud jubilosa consigue el propósito -quizá ingenuo, siempre honorable- de transmitir su discreta oda al triunfo de los sueños -individuales y comunitarios- pasada por el tamiz del conflicto racial promovido por una clase blanca explotadora que imponía al arbitrio las relaciones laborales con los jornaleros del algodón. Es el trasfondo crítico que late bajo el vivificante dibujo de una idiosincrasia recurrente en nuestra cinefilia, asimilada como cercana desde hace años.
Es de agradecer que un superviviente como Sayles siga parapetado en su cine de trincheras, abogando por el lenguaje más genuino, carente del agente contaminante que lo aleja de su genética función. Esta nueva película impone su vindicación de la fabulación más enriquecedora, y elige un discurso limpio, perfectamente lacrado bajo el sello de un cineasta de oficio, para mostrar este punto neurálgico y seminal de una manera de entender el mundo, la vida en toda su magnitud a través de una buena conjunción de instrumentos. Y, en el camino, deja que nos arrastre su torbellino apasionado y -aún más- fascinante.

21/5/08

EL CIELO DIVIDIDO: ¿qué me quieres, amor?

En su espléndida HEDWIG AND THE ANGRY INCH, John Cameron Mitchell ilustraba a ritmo de rock y estética underground la leyenda mitológica de la génesis de la identidad sexual en el ser humano. Cuenta el mito que el mundo estaba poblado por seres andróginos, con dos partes integradas en fecunda plenitud reproductiva. Ante su creciente desafío a los dioses en forma de orgullo, el inclemente Zeus decidió escindir a sus criaturas, configurando los autónomos sexos masculino y femenino, a los que condenó a una eterna búsqueda mutua para hallar la felicidad.

El mexicano Julián Fernández parece sentirse inspirado en el poder de la fábula y nos vuelve a hablar del amor en su segunda película, tras aquella arriesgada y estimulante MIL NUBES DE PAZ CERCAN EL CIELO, AMOR, JAMÁS ACABARÁS DE SER AMOR (2003). Este título supuso la revelación de nuevos cauces estéticos en la industria nacional para albergar temáticas alejadas de los patrones más exportados hasta entonces. En un hermoso blanco y negro asistíamos a un lacerante sentimiento amoroso como fuerza aniquiladora, cuya expresión audiovisual era tributaria de ilustres maestros europeos. Con EL CIELO DIVIDIDO (2006), ignorada por nuestros distribuidores durante dos años, apelade nuevo a los más nobles instintos para contarnos la tortura que un amor idealizado ejerce sobre los amantes. Una propuesta fascinante aunque difícil, que pide a gritos la mayor de las complicidades para no convertirse en puro vacío.
Porque el dibujo de emociones entre Jonás y Gerardo, estudiantes en el México actual, nace y crece con una intensidad estampada a fuego, caminando en el ínfimo alambre que podría tornar en pretencioso ejercicio esteticista un cuento tan antiguo como el mundo. Más que ningún otro, este experimento audiovisual acusa su lenguaje hipnótico y envolvente para ir alumbrando los inquietantes perfiles de la pasión vivida por los jóvenes. Apuesta el director por violar los modos clásicos y encauzar su historia sin apenas diálogos, dramatizando el uso de los silencios entre los protagonistas. Silencios que serán más elocuentes que las palabras, y que delatan desde las primeras secuencias una discutible elección narrativa, acentuada con la extraña partitura creada para la ocasión. El resultado ofrece una estructura dramática irregular pero de indudable filiación elegíaca. Es ésta una obra profundamente lírica, sofocada, desplegada en un tempo moroso y con un discurso visual que reitera sus formas para dejar claro su retrato del impulso más angustioso, aquél que puede llegar a anularnos en un eterno viaje de búsqueda y proyección en el ser amado.

Hernández se lanza sin red en esta película a contracorriente, casi suicida, más conceptual que descriptiva, un auténtico remanso de belleza que encuentra en su cadencia su mayor virtud, pero también el lastre capaz de exasperar a quien espere encontrar una infección de convenciones. Si entramos en el juego, cabrá reconocer el aliento trágico de la experiencia amorosa, el poderoso alcance de un relato alegórico que respira la homosexualidad sin panfletos reivindicativos ni folclorismo de saldo. Muy en la línea de cierto Visconti, sombreado del poeta Passolini y algún Fassbinder que otro, con su mismo empeño idealista, con su doliente teatralidad.

Pero no es EL CIELO DIVIDIDO una película gay para un público gay, ya que explora rincones de fragilidad y aflicción ante los que cualquiera podrá verse reflejado.Nadie podrá negar su honesta, heterodoxa, asfixiante escenificación de la desnudez, de los besos y las miradas, de los encuentros furtivos, de la entrega sin peajes, de la obcecación y el recelo, del desamor, de la culpa y el perdón. La película supera la carnalidad gratuita y se adentra en la pureza espiritual, terreno que no entiende de géneros y que el director puntúa con planos enfáticos e insertos explicativos de voz en off -¿quizá el implacable Zeus contemplando el naufragio de los deseos humanos?-. No sabemos si proseguirá sendas tan desconcertantes, de momento testifica Julián Hernández su talento con una obra preñada de humanidad, a la par espesa y edificante, afectada y sugerente, ceñida en sus propios riesgos expresivos pero libre. Un título valiente, capaz de suscitar el sopor y el arrebato, que logra dignificar las flaquezas de los amantes y revestirlas de filosofía vital. Y sí, con un cierto aroma a utopía que se agradece en estos tiempos desinflados de compromiso. Quizá sean sus imperfecciones las que la acerquen al montón de grandes piezas del mejor cine, uno que dez vez en cuando asoma y reclama con humildad su olvidado trono artístico.

14/5/08

ABRÍGATE: ni frío ni calor

Mira que me enerva reconocerlo, pero no queda más remedio con ciertas películas. No puedo evitar sentir cierta vergüenza ajena ante títulos cuyas pretensiones están tan, tan hinchadas que no son más que un despropósito tras otro. No importa el género, apenas cuenta la nacionalidad, nada que ver con el director. Cuando algo falla, difícil es enmendarlo. El problema de ABRÍGATE es que su intentona por otorgar de coherencia y -algo crucial en este arte de mis amores- un mínimo de interés a la historia queda en agua estancada. Y lo más curioso es que no siento pena ni dolor por lo que pudo ser y no fue, sólo dejo constancia del desatino.

El proyecto hermana a España y Argentina en coproducción, aunque no tan lucida como en otras ocasiones. El gallego Ramón Costafreda debuta aquí como director de largos, y supongo que unirse al guionista de Juan José Campanella le hizo pensar en la fórmula mágica para triunfar. La idea es lícita, lo que no está claro es que anteriores éxitos sean garantía de nada, por mucho EL HIJO DE LA NOVIA y LUNA DE AVELLANEDA que brotaran de la pluma -¿o mejor del pc?- mágica del renombrado Fernando Castets. Podemos comprobar de esta forma los requiebros que da la vida -perdón, la industria-. ¿O será el gusto del público?

Sea lo que fuere, sólo me queda claro que este relato de pérdida y reencuentros, de lazos familiares rotos por la muerte o el paso del tiempo, de amores inesperados no cuaja. Y no lo hace porque -repito- quiere ser más de lo que acaba siendo. Primer problema. El tono de la historia pretende mezclar la comedia costumbrista -híbrido entre lo mediterráneo y lo porteño- con la comedia sentimental más surrealista, hiperbólica, lírica incluso. Sí, en la línea de AMELIE (Jean-Pierre Jeunet, 2001) o de la más reciente ODETTE, UNA COMEDIA SOBRE LA FELICIDAD (Eric-Emmanuel Schmitt, 2006), pero sin una gota de su encanto, de su espíritu optimista. La película se articula en una sucesión de escenas más insípidas que esperpénticas, algo erráticas, donde la gracia apenas se atisba y el fondo dramático carece de suficiente fuerza. Una suerte de fábula que no roza el mínimo poder de seducción para atraparnos.

Segundo problema. Los personajes, según lo anterior, no aportan ni comicidad ni melancolía ni ternura ni ninguno de los pliegues de la emoción que se pretende reflejar. Van conformando el hilo narrativo sin lograr una entidad que permita hacer memorable alguna de sus reacciones. El libreto de Castets y Castafreda -que incluye partes habladas en gallego- se revela incapaz de dar cuerpo a su peregrina inspiración, con lo que el equipo de actores -un sucedáneo de gallegos y argentinos encabezados por Manuela Pal, Félix Gómez, María Bouzas y Celso Bugallo- intenta transmitir con profesionalidad una evolución ante la que cuesta implicarse. Al final, no pueden superar unos diálogos muchas veces artificiosos, ni una puesta en escena plana e impersonal, ni ese halo general de poesía hasta molesto de puro impostado.

Me parecen suficientes estos impedimentos para que una obra como ABRÍGATE pueda obtener la complicidad con el espectador que su punto de partida haría suponer. Antes absurda que nostálgica, irritante que evocadora, desabrida por encima de todo. Una obra que estrena la que espero sea una filmografía más acertada, que al menos pueda cristalizar sus propuestas con acierto. Dicen que esto del gusto estético no permite dogmatismos, que el cine propone y cada cual valora. De acuerdo. Sólo remito -bajo a esta ópera prima para constatar el desajuste entre intenciones y resultados, el conflicto que surge cuando se busca ese toque de magia que la vida esconde y sólo se consigue aburrir.

LARS Y UNA CHICA DE VERDAD: amor de látex

El cine independiente siempre ha funcionado como revitalizante frente al opio servido por la industria yanqui. Los críticos siembran elogios hacia historias cuya génesis se produce a costa de modestia y alguna marcianada narrativa. El espectador medio empieza a calibrar qué le compensa más y parece rendirse poco a poco a las seducciones de lo pequeño, que, como bien se sabe, condensa fragancias más intensas. Craig Gillespie aprovecha la coyuntura y nos ofrece una película insólita que parte de su peculiar anécdota argumental para construir un agridulce estudio de la condición humana, toda una rareza tan deliciosa como bien empaquetada.

LARS Y UNA CHICA DE VERDAD ha sido concebida por la fecunda actividad neuronal de Nancy Oliver, quien fuera artífice de algunos episodios de la espléndida serie de la HBO A Dos Metros Bajo Tierra. Un portentoso ejemplo de creatividad literaria que exponía las miserias y grandezas de la funeraria familia con maestro dominio de las emociones, y cuyo espíritu ácido y heterodoxo vuelve a relucir aquí. ¿Hay algo menos convencional que emparejar a un freak con una muñeca de plástico programada para orgasmar? Un original punto de partida con el que el director construye un tierno relato sobre la soledad, la necesidad de afecto y el valor del individuo frente a la comunidad donde vive. Lo cierto es que no hace falta mucho sentido analítico para captar el trasfondo corrosivo que envuelven imágenes tan diáfanas, con un tono oscilante entre la comedia costumbrista y la crítica social que equilibra el conjunto y lo rellena del necesario -e inesperado- poder de identificación.

La película utiliza ese arranque estrambótico para encauzar su pequeño discurso sobre los márgenes de lo que se considera normal. Gillespie va dibujando al personaje de Lars con cariño, lo mima sin alcanzar la peligrosa compasión y sirve el plato con las adecuadas dosis de melancolía e hilaridad, siempre garantes de buenos resultados. Pese al desconcierto inicial de los lugareños -y también de todos nosotros-, el affaire que el personaje se agencia vía red de todas las redes es aceptado no como algo lógico, pero sí posible. Si Lars es feliz así, ¿por qué criticarlo o demonizar su inclasificable tendencia? Antes que dramatizar con material tan proclive al tratado médico, la guionista se escuda en la bondad de un pueblo entero, en su capacidad para asumir lo distinto como motor narrativo de una fábula amable, que endosa bajo capas de liviandad una aguda reflexión sobre la mezquindad que a veces guía el comportamiento humano.

Con ritmo pausado y gran sencillez escénica se desarrolla una trama que quizá evoque el universo capriano, el fascinante mundo cinematográfico donde los pequeños conflictos siempre hallaban resolución a base de indulgencia y buenas intenciones. Rozando el sarcasmo y la mala uva, pero sin adentrarse demasiado, LARS Y UNA CHICA DE VERDAD juega con lo minúsculo de su propuesta y plantea interrogantes curiosos, de ésos que nos reflejan sin apenas percibirlo. Es éste un cuento moderno acerca de nuestra capacidad para afrontar lo extravagante, un candoroso homenaje al triunfo de la personalidad sobre lo establecido, un cálido retrato de humanas reacciones frente a lo marginal y -sólo en apariencia- digno de rechazo. La escena de la discusión en la parroquia ilustra mejor que ninguna otra el mensaje -porque ternerlo, lo tiene, y muy honrosamente- del conjunto, que al final cede el terreno al gobierno del respeto y la tolerancia más allá de actitudes peculiares. Un espejo de realidades quizá no tan lejanas.
Excelente cuarteto de actores para poner en pie este nueva muestra de cine indie no tan transgresor como cabría suponer, aunque efectivo. Pero destaca el emergente Ryan Gosling, quien brilla sin sombra de duda como el tímido y entrañable Lars, arriesgándose con un personaje que en ningún momento bordea la caricatura y al que el actor entrega una interpretación casi genial, uno de esos regalos que la profesión suele ofrecer de vez en cuando. Con él accedemos a una personalidad tan inusual como fascinante, rica en quiebros dramáticos y compleja frente a lo naif de su planteamiento. Un personaje que se autoinflige la separación del resto -incluso su familia más cercana-, alimentando una misantropía cuyas motivaciones muestra Gillespie con cierta ambigüedad, sin juicios morales ni dictámenes condescendientes. Sólo el sentido del humor y el buen rollo de implicarnos en la aventura del amor virtual, en la búsqueda de una vida sentimental aún comprada ésta en el stock de una web de mujeres de látex.

Una obra que habla de algo tan universal como la persecución de la felicidad de uno mismo superando el qué dirán. ¿Es Lars un enfermo sólo por eso? Un sutil y en cierta forma edificante conflicto semántico entre la realidad y la imaginación, entre las ilusiones que alimentan nuestra autonomía y los actos que el resto ve como síntomas de demencia. Todo ello regado con un certero dardo a las insanas costumbres provincianas -infectadas de prejuicios y falsas apariencias-, a un microcosmos reconocible que esta agradable película reviste con estallidos de optimismo y libertad. La mejor medicina contra la estupidez.

12/5/08

COSMOS: universo de conexiones

Manuel Gutiérrez Aragón revelaba hace poco los efectos del miedo al terrorismo en la sociedad vasca con su excelente película TODOS ESTAMOS INVITADOS, auténtico islote en el acotado marco temático de nuestro cine. Sin ahondar en el discurso político, el cántabro escogía la senda introspectiva para hablarnos del silencio como arma protectora frente a los infames. Con semejante riqueza reflexiva llega a la cartelera una nueva propuesta que sin duda estimulará un debate cuyos flecos siguen sueltos. COSMOS es el sugerente título con el que el navarro Diego Fandos debuta en el largometraje, una película donde el interesante planteamiento no queda empañado por las evidentes -pero tolerables- limitaciones formales.


La historia traza una línea argumental en la que varias vidas quedan enhebradas bajo el mismo sentimiento de soledad y necesidad de comunicación. El empresario donostiarra liberado tras su secuestro infernal, el cosmonauta soviético perdido en el espacio por diatribas burocráticas, el maduro profesor ex jesuíta, la joven camarera que vive con el pánico de creerse asediada por un extraño. Son los ejes con los que Fandos comienza a articular esta obra singular, tan extraña como atractiva, cuyo catálogo de emociones quede quizá lastrado por la tonalidad grisácea del conjunto y un aire artificioso en algunos diálogos. El relato nace y se abre a nosotros con los rasgos -a veces forzados- de una fábula, lo que el director define como "drama espiritual" con personajes distanciados sólo en el plano físico. Con buena alternancia de secuencias, pronto sabremos que esa lejanía no impide que acaben sintiendo afinidades decisivas, los sutiles puentes de conexión que un cierto orden cósmico tiende entre desconocidos.


Más conceptual que narrativa, y con pretensiones líricas que no han sido plasmadas con total acierto, COSMOS podría ser digna tributaria del universo alegórico del citado Gutiérrez Aragón. Personajes asaltados por la angustia de saberse acorralados, el miedo al encierro -espacial o mental- que conduce a una insólita fraternidad, el desconcierto que hace brotar los lazos solidarios. Buenas ideas que atrapan nuestra atención aunque pidan a gritos mayor solidez en su puesta en escena -demasiado fría y desangelada- para entusiasmar. Queda al final un regusto agridulce, no sé si por las flaquezas en la realización o por el sombrío paisaje que refleja -esta Euskal Herria azotada por la neblina, también del alma-. Conviene por ello retener los méritos y obviar las debilidades de este noble ejemplo del realismo mágico que tan poco asoma en nuestra producción.


Si no mucho más, al menos Fandos y su equipo logran evitar el posicionamiento político, inflamar de oratoria este cuento de seres con la misma sensibilidad ante el mundo. Un cuento mágico en una sociedad sin fronteras definidas, que se extienden de San Sebastián a Rusia, desde Rusia hasta el espacio estelar. El rescate del empresario sirve de excusa dramática para desplegar esos deseos compartidos de libertad, de hacerse entender, de imbricarnos en intuitiva armonía. Por eso la película gana más puntos de los que su arranque podría prometer. Por hablarnos de las coincidencias que marcan nuestra vida, de los impulsos irracionales que esconden una lógica absurda pero fascinante, de esa especie de red ingrávida que cambiará el curso de nuestros días.


COSMOS cuenta en el reparto con los veteranos Ramón Barea y Xabier Elorriaga, a los que se suma la espléndida Ohiana Maritorena, curtida en el terreno televisivo autonómico, quien sabe transmitir la inquietud ante el misterio en que se convierte su vida, toda la gama de sensaciones que su personaje experimenta hasta el ambiguo final. Un broche que el director no ha querido dotar de sentido cerrado, dejando que el espectador termine de hilar este tejido de esperanzas alentadas y destinos encontrados bajo el signo de lo inexplicable. Sólo por esta prueba de confianza merece nuestro mayor respeto.

10/5/08

ANTES QUE EL DIABLO SEPA QUE HAS MUERTO: negocios de familia

Hace unos meses Woody Allen brindaba en CASSANDRA´S DREAM su ración anual de cine con un relato -para muchos decepcionante- de las miserias humanas pretendidamente trágico, trazando los dilemas que brotaban ante lo que parecía el crimen perfecto. Dos hermanos intentaban huir de la mediocridad cometiendo un asesinato por encargo de su millonario tío, aunque, como en toda tragedia que se precie de serlo, el rumbo de lo previsto se torcía por las flaquezas de uno de los jóvenes. Parecía el genio neoyorquino el más dotado para clavar el bisturí en la psicología afectada en torno al homicidio premeditado. ANTES QUE EL DIABLO SEPA QUE HAS MUERTO vuelve a demostrar que el poder de los proverbios puede materializarse en forma de cine sólido y sin fisuras, es la prueba que Sidney Lumet aporta para validar los recursos de la experiencia. No deja de ser ilustrativo que sea el maestro -ya octogenario- quien revele una acrobática resistencia contra el tiempo hablándonos de impulsos tan humanos con semejante lucidez. Porque hay que andar sobrado de vueltas para reformular el lenguaje del mejor cine negro clásico trasladando en imágenes un conflicto de dimensiones trágicas tan evidentes. Su nueva película es una potente, reflexiva, inmisericorde alegoría sobre la corrupción moral a través de una historia de perdedores que huele a buen cine en cada fotograma. Nos adentra Lumet en la odisea de hermanos fracasados, encarnación postmoderna del antihéroe que daba brillantez y carisma al noir de los años dorados de Hollywood. Y nos cuenta con ellos la historia de un robo fallido cubierto con más sangre de la prevista, un asalto que vertebra una trama argumental de fascinante estructura narrativa y un complejo subtexto que va desplegándose en paralelo a nuestra capacidad de asombro.

El director desentraña la tormentosa empresa delictiva de Andy y Hank sin mostrarse compasivo ni urdiendo victimismos ante lo que se nos cuenta. Ambos pretenden sablear el negocio paterno para ahuyentar un negro futuro de deudas y penosas cargas familiares que quizá ellos mismos atraigan. Una realidad absorbente digerida a base de sendos flirteos con el alcohol y las drogas, y que empieza a pesarles como una losa. Dos personificaciones del derrumbe de esquemas vitales -laborales, conyugales, sentimentales-, que cada cual intenta sortear aún a costa de su integridad física y moral -uno busca refugio semanal en casa de un dealer de heroína, el otro se sirve del sexo frecuente con su cuñada para resarcir un matrimonio naufragado-. Lejos pues de ser patrones de conducta, ni por asomo.

Con el proverbial título de ANTES QUE EL DIABLO SEPA QUE HAS MUERTO, el maestro Lumet se marca un tenso y afilado trayecto por los recovecos del alma humana, un trazado sórdido y negrísimo, azabache, en torno a la progresiva degradación de estos aficionados delincuentes. Los dos dan cuerpo a los designios del fatum que, otra vez aquí, se cebará sin clemencia anunciándose a nosotros desde el primer segmento de la película. El tono y el timbre de la misma no inducen a engaño. Todo preanuncia la desgracia, el irrefrenable descenso sin paracaídas al que se lanzan los protagonistas, hermanados más que nunca en su común desastre.

El relato va adquiriendo proporciones mitológicas de claro matiz bíblico, asistimos pasmados al detalle de una traición al padre -excelente Albert Finney, el célebre Poirot de la adaptación que Lumet hizo de ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (1974)-. Imbuido de aire bíblico, parece querer dejar constancia de las funestas consecuencias de un hecho tan vil, el más vil de todos. Padre creador, progenitor que defraudó esperanzas, padre justiciero que vengará la avaricia de los vástagos. Hay dos escenas clave para entender el alcance simbólico de la historia. Una conversación entre el anciano y su primogénito, núcleo de afectos que se adivinan quebrados por mutuas frustraciones. Y un broche estremecedor, uno de las conclusiones menos piadosas que podrían finiquitar la tortura, y que no revelaré en beneficio de quien se adentre en estos fangosos terrenos.

En un acertado juego temporal, esta obra se mueve adelante y atrás, despedazando las convenciones narrativas para descamar sus pasiones hasta el clímax final. Nadie mejor que el veterano Lumet -atiborrada maleta de oficio desde la extraordinaria DOCE HOMBRES SIN PIEDAD (1957)- podría captar con tan irónica agudeza el vaivén emocional de estos personajes, el aroma filosófico de una propuesta que dignifica los viejos patrones sin que apesten a naftalina.
Lujo actoral que ayuda a enhebrar el tejido de sensaciones en juego. El ubicuo -gracias al Dios que sea- Philip Seymour Hoffman, tan versátil, tan equilibrista como siempre, tan magnético, capaz de enterrar bajo rostro afable lo más mezquino de las personas. Ethan Hawke -uno de los sosos de la industria- borda su acomplejado padre, hundido en la miseria existencial e incapaz de reconducirse, siempre a la sombra de un hermano mayor junto al que levanta sueños de felicidad. La quimera de una salida posible que el azar truncará. En medio, y repartiendo orgasmos, la imponente Marisa Tomei en el papel de Gina. Se revalida como excelente actriz dramática con esta seductora femme junto la que ambos planean reiniciar su vida -huyendo a Brasil o asentando una relación amorosa-, el molde curvilíneo de esas ilusiones que jamás cristalizarán.

Thriller sobrio y desesperanzado, escrito a la antigua usanza aunque desempolvado con los bríos del nuevo lenguaje de género. Obra angustiosa y brutal que, a modo de puzzle milimétrico, ensarta sus piezas para obtener uno de los policíacos más oscuros de la década. Obra maestra -nunca mejor dicho- que vehicula con serenidad, con el temple que le otorga su herencia iconográfica una poderosa metáfora sobre lo más enfermizo que todos escondemos, un espejo de depravaciones y ruindades varias para las que no hay redención. Lógico que lleve la firma del gran artesano Lumet. Sólo alguien de su categoría puede despellejar a sus criaturas y, además, hacerlo con estilo. Ventajas de la edad.