Si la laureada GOMORRA (Mateo Garrone, 2008) se planta a pie de suburbio para echarnos el aliento emponzoñado de la Camorra napolitana en su actividad tentacular por todo el estado, IL DIVO focaliza su atención en Giulio Andreotti, modelo de polémica, figura tan desconcertante como objeto de una fascinada mirada, en este caso de una película extraña. Pienso en el escaso cine político que gotea en las pantallas, si obviamos el que escoradamente roza asuntos de género. Alzar un personaje oscuro e insondable como el varias veces jefe de gobierno al podio de las estrellas mediáticas convierte el empeño en tarea digna de aprecio. Llama la atención que el biopic, hablando con propiedad, no sea tal, tiznado como está el relato de brochazos caricaturescos, podría decirse que propios de una gran farsa. La intención que late tras un montaje frenético parece ser la de extraer la vis cómica de un individuo con convicciones, dueño de un mundo interior que el film no termina de precisar. El enigma orbita alrededor del protagonista, embadurna los moldes de una crónica densa, por momentos atropellada, en la que nombres y cargos circulan en tropel hasta desgranar lo que se adivina parte de un iceberg inabarcable.
Comparte con GOMORRA el aliento reflexivo al airear los atropellos éticos de las grandes esferas. Pero mientras aquélla elaboraba un mosaico de trazas documentales, grano fotográfico y cámara en el cogote de los menos tocados por la fortuna, IL DIVO no abandona la alta alcurnia política y la escruta con cámara inquieta, disfrazados los turbios recovecos del sistema con ropajes grandgignolescos que podrán irritar o entusiasmar a igual proporción. No oculta el festín visual un deseo de explorar la perversión hecha burocracia, el engranaje de relaciones e influencias para mantener el estatus, la óptica corrosiva al abordaje de una de las siluetas políticas más opacas del siglo. Ese abismo -relativo al empaque formal, no tanto al espejo de suciedades planteado- no impide que ambas películas ejerzan de alarmantes radiografías de una malsana trastienda que el humilde, el que ve sangrada su economía a golpes de impuesto y precariedad, apenas calibra.
Es posible que la caústica estampa de este tipejo protegido por la ley como por ensalmo logre hacernos sonreír ante la frase ingeniosa o el gesto exiguo. Habrá logrado el director relajar la tensión hacia el testimonio de depravaciones y convertir al corrupto en leyenda del nuevo milenio. Los riesgos de hagiografía tan del gusto yanqui quedan también camuflados bajo el peso de un texto agudo, a ratos brillante, casi en todos sus tramos desolador. Sin embargo no conviene olvidar lo elocuente de un mal endémico extrapolable -y no es excederse- a cualquier otra realidad. No es raro que la sonrisa mute a tibia mueca al reconocer el alcance de los desmanes, los pliegues estrujados de una justicia con vendas, a todas luces inútil para confirmar sospechas y echarle el guante -todo seda y pulcritud- a este menudo y achaparrado Andreotti. De escalofrío, vaya.
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