13/1/09

MI NOMBRE ES HARVEY MILK: las calles rosas de San Francisco

Cuando las expectativas inflaman el deseo de ver una película suele producirse un efecto rebote que acaba por desactivar los logros irrefutables. Conste que confiaba en Gus van Sant como el director idóneo para trazar el perfil del activista gay del título, más si apoyaba la propuesta en alguien del carisma de Sean Penn. Téngase en cuenta mi personal adhesión a esa riada de cine comprometido con la causa homosexual, enfrascado en polémica o con acento combativo. Un cine basculante entre el cliché en torno al colectivo y cierto regusto de marginalidad, genuinamente outsider, en ocasiones germen de una transgresión narrativa que la gran industria nos suele escamotear.

Se sumaba en este caso el hecho de ser un biopic, vertiente dramática habitualmente nutrida con retratos demasiado amables o embarrados en un tipismo hagiográfico bastante irritante. Era de esperar, van Sant comandando la nave, una traslación contenida de las grandezas del político. No defrauda el conjunto, dicho quede. El autor de aquella magnífica DRUGSTORE COWBOY (1989) denota querencia por una figura a punto de quedar atrapada en las redes engañosas de la beatificación. Los minutos finales, que de paso acentúan la carga emocional del relato, muestran la frontera con la idealización del mártir, por otra parte plenamente justificada visto el paso de gigante que el engranaje institucional dio tras su muerte. Pero todo lo que antes ha transcurrido se ajusta a una mirada respetuosa, pulcra, sobre el primer cargo público en la política yanqui salido de un armario muy oscuro. Más aún, el precursor de una nueva legalidad en un país modélico en el ámbito de la doble moral, de los ídolos de barro y los falsos sueños de libertad.

No le falta coraje a van Sant. Su película circula racheada por vientos de cine valiente, sin coartadas comerciales, exenta de las mojigaterías que sí empañaron otros retratos queer. Para no ceder al bombón sensiblero, no se hace notar tras la cámara. Sólo los insertos de coloridos rótulos recuerdan los aires rupturistas de uno de los adalides del cine independiente que brotó a finales de los 80 en línea paralela al mainstream. Mediante esa funcionalidad narrativa encauza los puntos álgidos en la escalada social y laboral de Milk, quien ya fuera objeto de un documental premiado por la sacrosanta Academia -THE TIMES OF HARVEY MILK (Rob Epstein, 1984)-. Han pasado algunos años, y parece que el terreno le era propicio al director para plantar un documento ficcionado que no soltara aromas de épica tendenciosa, en términos mercantiles. Radica el mayor acierto del film en su equilibrio visual entre la fórmula industrial y el aliento de experimentación, de búsqueda de un lenguaje propio, un modo insobornable de entender el oficio de cineasta. Una dualidad sobre la que viene orbitando la obra de un autor iconoclasta y siempre atrevido, tan venerado como objeto de rechazo.

Película notable por su balanza estilística, grande por su honesto recuento de pasadas leyendas, aunque la parroquia de adeptos fuera minoritaria. La llama encendida del último tramo es tal vez el más arriesgado desliz dentro de un vigoroso ejercicio de homenaje que, gracias a la complicidad de un nutrido plantel de estrellas, sortea complacencias y deja que la historia fluya. Es por la locución para la posteridad del propio personaje -brillante Penn- por la que accedemos a los episodios de una lucha titánica en pos de la igualdad y el respeto. Algún secundario desdibujado y ciertas caídas de interés no ensucian una óptica atrincherada en las buenas maneras, no en soflamas a la defensa de la autoafirmación. Cine político, si se quiere, pero nunca politizado, pues revela un intento de testimoniar esa etapa de pañales democráticos, de revueltas, de motivos para esgrimir el diálogo como arma de persuasión. Fue el tiempo en que aún se combatía por esa dignidad tan prostituida treinta años después. Y no importa la inclinación sexual.

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