31/3/08

LA NOCHE ES NUESTRA: en honor a los clásicos

Es difícil que un género tan estandarizado como el policíaco ofrezca títulos que lo salven del agotamiento. En cuestiones de narrativa, ya se sabe que la industria yanqui es capaz de lo mejor si acompaña su potencia visual con temáticas atractivas. Por infrecuentes que sean, se agradece el estreno de obras que mantengan a flote fórmulas dramáticas corrompidas por su reiteración en el formato televisivo. La lucha contra el desorden público y la delincuencia, el combate entre lealtad y traición, el sentido de la responsabilidad ética, la redención de íntimas culpas o la cuestionable solidez de los lazos familiares

siempre han sido valores seguros para guionistas y productores, y cada cierto tiempo asoma una digna revisión de viejos asuntos. Aún careciendo del siempre estimulante potencial reformulador, sirven para refrescar un grueso de producción mecánico y sin alicientes.

El universo de LA NOCHE ES NUESTRA despide un aroma a clasicismo en todos los niveles. James Gray ha confesado la influencia de obras legendarias cuya estética poderosa ha sido mimetizada hasta el cansancio. Obras que ensalzaron el magnetismo de atmósferas sombrías con personajes al excitante margen de la ley. Un cine que daba cabida a carismáticos jefes mafiosos al frente de complejas redes de corrupción, extorsiones y asesinatos tan jugosos para el público. Enfrente, los defensores de una legalidad de límites dudosos empeñada en abrillantar una Norteamérica oscura, desprestigiada, violenta. Todo este territorio inolvidable resurge aquí, aunque quizá reclame los niveles artísticos de otro director y un texto mejor rematado para erigirse en obra maestra de un cine negro genuinamente contemporáneo.

Los dos hermanos protagonistas encarnan la dualidad bien-mal, pero Gray matizará pronto un esquema tan básico en un guión que dosifica con elegancia su material desde la desprejuiciada asunción de sus códigos referenciales. Joseph, hijo modelo que sigue los pasos profesionales de su padre, un veterano jefe de policía, se enfrentará a la mafia rusa que mueve la droga a gran escala en Nueva York. Su hermano Bobby -que mantiene oculta su relación familiar- trabaja en un club nocturno regentado por un pez gordo y frecuentado por el sobrino de éste, un siniestro traficante que hará peligrar una vida placentera e independiente. De carácter vitalista y alérgico a las normas, pronto se verá inmerso en una dinámica criminal que alterará su visión de la familia, la relación con su chica y el sentido de la justicia. La historia actualiza el bíblico enfrentamiento entre hermanos opuestos bajo la figura ejemplar del padre, y, sin alcanzar la brillantez, es capaz de elaborar un discurso tenso y enérgico que antepone los diálogos a la acción desmedida. Un discurso que acabará derivando en la defensa obvia de este lado de la ley, el que promueve y ensalza el orden frente al caos, la victoria de los afectos por encima del desarraigo vital. Quizá sorprenda una solución tan convencional y carente de riesgo, pero el regusto a buen cine elimina posibles recelos.

LA NOCHE ES NUESTRA nos brinda un relato pausado que va absorbiendo al espectador con secuencias diseñadas desde la sobriedad formal, sin los ímpetus adquiridos por títulos coetáneos de semejante identidad genérica. En su eficaz interrelación del drama familiar y la intriga criminal, la película desgrana el conflicto valiéndose de tonos fríos, oscuros y metálicos que explotan los rincones sórdidos de una ciudad pletórica de nocturnidad. Abundan los planos abiertos, con profundidad de campo, para insertar a los personajes en esos espacios de desasosiego y asfixia, de una violencia contenida. La simbiosis entre densidad emocional y una tenebrosa ambientación es perfecta, el marco escénico envuelve con precisión una progresión dramática firme, sólo fallida en su tramo final. Si obviamos esta última parte del guión -efectista, anticlimático y torpe-, el conjunto otorga corrección a unos patrones tan manidos, con puntuales destellos de excelencia tanto en la evolución psicológica del protagonista como en la resolución de ciertas secuencias. Logra especial impacto la persecución en mitad de la lluvia, planificada desde el interior de uno de los coches, con un dominio maestro del ritmo y la carga adrenalítica. Es aquí cuando asoma sin complejos la herencia múltiple de Gray, su respetuosa mirada a una iconografía medular en nuestros sueños cinéfilos.

Aunque comienza el relato lleno de lugares comunes, enseguida toma impulso gracias al esfuerzo del director por dimensionar unos roles un tanto estereotipados. Sin embargo, la historia terminará dándole una mayor entidad a Bobby, cuyas peligrosas relaciones con la organización rusa acarrearán efectos catárticos para él -la sombra del padre fallecido le impulsa a retomar la senda de lo correcto, lo que se espera de un hijo-. En este sentido, ha contado con unos actores que aportan credibilidad y oficio al asunto. Pero será Joaquin Phoenix quien acapare la acción y la presencia ante la cámara, su personaje se enriquece con la mirada turbia, atormentada, de una intensidad que abruma. El actor hereda con dignidad el halo mítico de su hermano River y lo engrandece en cada papel que interpreta -glorioso su angustiado Cómodo en GLADIATOR-. Es el actor perfecto para dotar de aristas al clásico antihéroe y eclipsar a quien comparta plano con él. No extraña que su amigo James Gray vuelva a reclamar su talento -tras LA OTRA CARA DEL CRIMEN, otra vez junto a Mark Wahlberg- para lubricar con su presencia este sólido, puntualmente eléctrico thriller que recorre los laberintos de una sociedad crispada, turbulenta, brutal, el paisaje enfermizo de contiendas más personales.

30/3/08

ACROSS THE UNIVERSE: explosión de nostalgia

El plano que abre esta vitalista película es toda una declaración de intenciones. Un joven mira al mar sentado en la orilla. La cámara se acerca en lento travelling mientras él gira la cabeza y, sin una nota musical, comienza a entonar la primera de las canciones que vertebrarán la historia. Con la invocación a cámara, es evidente que estamos punto de asistir a una calculada recreación de la realidad. Pronto descubriremos que el teatro, las artes plásticas, el vídeo e incluso el music hall integrarán un todo frívolo para algunos, vibrante para otros. El espectador es invitado de esta forma a recorrer un enfático pero apasionado trayecto por una época convulsa, plena de cambios y propicia para el amor. Y para la música.

No sé si mucho más, pero pulmones le sobran a Julie Taymor. Ya lo demostró en sus anteriores obras, el colorista biopic sobre FRIDA Kahlo y la barroco-delirante-antropofágica versión del bestial TITUS de Shakespeare. Ambas denotaban la osadía que le brindaba una experiencia multidisciplinar curtida en los escenarios de Londres -famosa su adaptación de El Rey León-. Eran cintas infladas por su espíritu de grandiosidad, cuajado en algunos aciertos plásticos y otros tantos excesos denostados por la crítica. Cine visionario e innovador. Aparatoso e irritante.
Ahora se tira a la piscina con el musical. Y es tan astuta como para usar a los Beatles como motor narrativo. Astuta y un punto arrogante. Ella que puede.

Bañada con un gozoso optimismo, ACROSS THE UNIVERSE no engrosará los anales del género, aunque intente oxigenar sus códigos de forma tan ampulosa. La película no se ajusta a la senda del musical tradicional -resucitado por títulos como CHICAGO- ni a la de un musical de diseño plastificado que representa MOULIN ROUGE, ni, por supuesto, a la timidez de una obra maestra como ONCE. Pero al menos insufla aire fresco durante poco más de dos horas, cosa de agradecer. Más allá de su historia de amor, tan clásica como predecible, Taymor concibe la función como un paquete audiovisual de exquisita factura, perfectamente envuelto y más preocupado por excitar sentidos que por ahondar en sus propias ideas dramáticas. Por eso se le critica el vacío revelado por su enérgico y complaciente papel celofán. Aún así, reconozco que la propuesta logró seducirme. Sin ser especial seguidor de los Beatles, pude contagiarme de la deliciosa banda sonora, los 33 temas que configuran la trama con desigual resultado. El reto es más atrevido que brillante, pero aporta un entretenimiento seguro.

A veces hay que dejar atrás rancios purismos y ortodoxias al enfocar el análisis de ciertas películas. Abandonados a su virtuosismo, ver y escuchar ACROSS THE UNIVERSE supone un placer. La epidérmica excusa romántica se cubre de colores vivos - saturados a veces-, con un montaje brioso y coreografías tan postizas como exultantes. A la directora le interesa demostrar quién cocina el pastel, pretende dejar clara su rúbrica con cierto aire grandilocuente, aunque pletórico de buen rollo y frescura. Sobreexposiciones, imágenes que se aceleran y ralentizan, decorados de cartón piedra, formato digital inserto en espacio real. Un collage inspirado en las tendencias poppy que triunfaron en aquellos años, con planos que podría firmar el mismo Warhol y un impulso rupturista en plena comunión con la banda británica. Todo vale para suscitar una emoción básica e inmediata, una argucia más próxima a la creatividad publicitaria que aquí reluce sin complejos. Es el espectáculo puro, fastuoso, la fachada luminosa y abigarrada de un realidad esbozada con brochazos de puro artificio.
Otra duda es si es útil el leit motiv beatlemaníaco. La película quiere reinventar a los cuatro de Liverpool espolvoreando de canciones una historia de amor contextualizada en un período de agitación crucial en USA -aparece todo lo más emblemático que pueda imaginarse-. Sin embargo, a veces se percibe una sucesión de secuencias concebidas y articuladas en torno a las letras, y no al revés. Me emocionaron algunas versiones de temas legendarios -Let It Be a lo gospel y All You Need Is Love desde una azotea-, pero en otras se fuerza su valor narrativo y no terminan de hacer progresar la acción o de identificarnos con ciertos personajes. En este sentido pierde fuelle la parte central, en la que el tono surrealista se acentúa para ajustarlo a la época más ecléctica de los Beatles -la aparición de guest stars como Bono y Joe Cocker son puro desenfreno autoparódico-. Es el mayor lastre para que el conjunto desprenda algún ápice de naturalidad, ya que en esos paréntesis musicales fallidos nos percatamos de la gran farsa. Una refrescante y entusiasta farsa encorsetada en sus propios márgenes expresivos.

La obra tiene pretensiones de pieza total, de gran relato generacional, y se vale de melodías impresas en nuestra memoria para trazar sus bloques, bastante descompensados en ritmo y peso dramático. Más allá de la pareja protagonista -buena química entre Evan Rachel Wood y Jim Sturgess-, los personajes responden a estereotipos y carecen de una entidad que les despegue del poderoso entorno estético que les rodea. Sus vivencias no fascinan por sí mismas, más bien se agotarían de no estar supeditadas a ese andamiaje formal tan elaborado.

¿Es válido este uso libre de tanto pastiche? ¿Enriquece la historia o nos aleja de ella? Buen debate sería definir el alcance de esta conexión de formatos para contarnos un cuento tan convencional. Que cada cual experimente este psicotrópico viaje por lo esencial de la historia norteamericana y responda. Al menos Taymor pudo hablar de revoluciones y psicodelia, de drogas y liberación, de pacifismo y futuro. Y lo hace con un discurso ligero y trivial como los estribillos que tatareamos, rutilante y desenfadado como esas décadas prodigiosas, tan hinchado que algunos sólo verán hueco en su interior. Su experimento es un respetuoso y nostálgico tributo a la banda inglesa con lo más granado de su discografía. Son ínfulas de gran autora, es verdad, pero amoldadas sin prejuicios a un tiempo cuyo mito aún nos cautiva.

27/3/08

AHLAAM: la vida aniquilada

La escena final de esta película estremecedora ofrece en segundos el bálsamo poético que necesitamos para apaciguar la sobredosis de horror bebido a chorros. Es un instante breve, apenas sugerido en el rostro enajenado de la joven protagonista. El encuentro abrupto con la muerte la va a liberar al fin, clavando de paso la pureza acuática de su mirada en nuestro cerebro atónito. Es el cierre más clemente para ella, confinándola al espacio donde recalarán todos los demás cuando su calvario acabe. Sólo si acaba. Un broche rotundo que permite tomar ese golpe de aliento denegado en dos horas de función macabra.

Porque, aunque ella haya podido escapar, aún nos ahoga el hedor a muerte, cuyo rostro afilado se empeña en acompañarnos mucho tiempo después de abandonar la sala. Supongo que la naturaleza misma del proyecto convierte a AHLAAM en una de esas experiencias audiovisuales que trascienden un análisis convencional. El director iraquí Mohamed Al-Daradji ha pormenorizado la odisea real que el terrible rodaje supuso para el equipo, algo que nadie pondrá en duda mirando estas imágenes dolorosas. Habrá que calificar el intento, al menos, de respetable. Más allá de su apariencia de documento vivo y los evidentes debilidades de algunas soluciones narrativas, empaña nuestra aproximación la angustiante certeza de estar ante hechos que realmente ocurrieron ante la cámara. Pero no es una realidad hecha ficción con herramientas propias del cine de filiación realista -cuyos códigos lingüísticos acaban mutando a veces la espontaneidad en vacuo efectismo-. Sabemos que estas atrocidades tenían lugar durante la grabación, Al-Daradji plantó su objetivo en mitad de una Bagdad moribunda y pudo registrar los estertores desde el campo de batalla. Es un cine-vida que asesta uno de los mazazos más brutales que se pueden recibir en algo tan inocuo como una sala de cine, un efecto estomagante quizá deudor del mejor Rossellini, el maestro que en su día -aciago para el devenir histórico, bendito para los cinéfilos- describiera la carnaza bélica desde la tripa misma para hacerla poesía indeleble.

Hacía falta algo como AHLAAM en una cartelera enferma. Es una obra más que necesaria, es imprescindible no sólo para aportar picos de lucidez en medio de la mediocridad. También para revelarnos desde su radical imperfección esos sombríos esquinazos que los medios de comunicación son incapaces de mostrar. El conflicto bélico más sangrante del siglo XXI invadió nuestra plácida rutina en

masivas dosis informativas, adhiriéndonos desde el principio a la causa de estas pobres cobayas del destino. Pero nunca habíamos escuchado la voz más elocuente, la que surge desde el abismo desolador. Es el pueblo iraquí el que ahora expresa un tormento asfixiado en su propia náusea, son sus víctimas reales las que gimen y se sobrecogen ante nuestros ojos. Es el turno de los más capacitados para hablar, los deseheredados de una tierra saqueada y vejada. Son aquéllos que hasta ahora sólo eran masa fantasmal y numérica, puro recuento de bajas sin alma.

Cualquier perspectiva yanqui que se estrene en salas comerciales e intente reconstruir este infierno carecerá de la honestidad, la valentía, la ilusión suicida por retratar la crueldad que AHLAAM rebosa. Porque sabemos que la historia cambia si la cuentan los perdedores, y esta película nos dispara en el entrecejo para confirmarlo. Será difícil igualar bombardeos tan atronadores ni escuchar tiroteos tan luminosos. Nunca palparemos así los escombros, no podremos tragar tantas lágrimas como esta obra nos permite. Uno tiene la sensación inútil de observar el espectáculo sin poder evitar las humillaciones, los expolios, las violaciones, toda la pesadilla que despliega sus garras sobre una ciudad borrada. Carece Al-Daradji del virtuosismo técnico y la trascendencia mediática que merecería su grito desgarrador, pero consigue sin esfuerzo asaltar conciencias y exprimirlas con estas vidas rotas, con el dibujo certero y salvaje que sólo un irakí podía hacer.

El director expone los hechos desnudos, tan cortantes como una navaja. Todos los recursos sirven a una puesta en escena naturalista, alejada del artificio que define la creación cinematográfica. La expresividad de AHLAAM reside en su fealdad sin impostura, veraz, desmaquillada. Ni montaje ni iluminación ni apoyos estéticos refinados. La suciedad, el espanto, el caos dantesco eclipsan cualquier atisbo de color. Personajes en carne viva por actores que no lo son, figuras que emergen de las ruinas físicas y mentales para azotarnos con su desconcierto. El valor artístico de una película como ésta brota de su impacto dramático, con secuencias a veces inconexas, delirantes incluso, pero siempre demoledoras. La anécdota desarrollada en el largo flashback articula un guión demacrado que no termina de precisar ciertos puntos, aunque al final asimilemos esa flaqueza como parte de un todo cuyo alcance reflexivo lo engrandece. Y, de paso, a nosotros.

Hace falta un cine visceral como el que Al-Daradji nos ofrece. Cine parido con la agónica sinceridad de un exiliado, alguien que huye de la barbarie y vuelve con enérgico impulso para divulgarla. Es el testimonio del genocidio que quiebra esperanzas, de la sinrazón que aniquila cualquier esbozo de futuro. Sólo desde este lado de la guerra podía esgrimirse una denuncia sin concesiones al melodrama. La obra escruta con vocación televisiva la desgracia ajena en el escenario mismo de la contienda. Y lo hace extendiendo una capa de lirismo sobre instintos tan bajos, es la poética del terror que nos conmueve y subleva. AHLAAM nos lanza un estimulante dardo envenenado con verdades espesas, apestosas, espeluznantes. Una furiosa crítica contra poderes que rebasan los límites de la lógica. Una épica de la derrota en decorados de ceniza que todavía hoy sangran. Es, en fin, un gratificante, liberador homenaje a corazón abierto hacia esta gente oprimida, conducida a una locura que nada podrá mitigar.

DESEO, PELIGRO: enemigos íntimos

Debo admitir que el cine de Ang Lee me atrae y desconcierta a partes iguales. A la fuerza de sus historias se suma una extraña sensación de frialdad ante lo que narra con sobrado virtuosismo. Ya sea en la Inglaterra victoriana, en la sociedad yanqui de la liberación setentera, en plena China imperial o en el más profundo oeste americano, su forma de entender este oficio me despierta emociones tan templadas que a veces dudo de ellas. Son películas que tengo que revisar para captar el tortuoso esqueleto de sensaciones que visten sus imágenes poderosas. Las historias que cuenta reflejan impulsos reconocibles, ancestrales como el propio ser humano. Pero no siempre traspasan los límites de una estética impecable. No siempre logran apasionar.
De vuelta a sus orígenes, al universo que tan bien conoce, el taiwanés opta por el melodrama de época de clara vocación clasicista. Un nutrido fresco que recorre un tiempo convulso, el del Hong Kong sitiado por los japoneses en los años 40, que enmarca un romance vivido de forma abrupta y tormentosa. DESEO, PELIGRO nos cuenta con maestría, con belleza hipnótica y afligida una historia de altos vuelos, y la cuenta empañando las acciones con el delicado poder de las sensaciones. Quizá acabe siendo tan importante para nosotros la relación entre el señor Yee y Wong Chia Chi como cada gesto tímido que percibimos -perfumarse la muñeca-, toda esa realidad que no puede hablarse, que sólo se respira, casi puede rozarse, en un portentoso ejercicio de plasticidad.

Ang Lee nos entrega su pasión a fuego lento, con una melancólica cadencia, sofocada, de elegante musicalidad. Es la suya una obra orgánica, pretende -no siempre logra- que saboreemos cada segundo de estos impulsos vívidos, que absorbamos el misterio que alimenta el relato. Un relato pletórico en detalles, hermoso, doliente. Pero es también un relato distante, de contenida incandescencia, con pulsiones encendidas incapaces de abrasar. Nos adentramos así en los procelosos fangos de una adicción entre dos seres que se engañan mutuamente. El enigmático señor Yee y la idealista Wong Chia Chi -articulados con el talento y sensualidad de Tony Leung y Wei Tang- se refugiarán en la mentira, o en las verdades ocultas que las circunstancias obligan a asumir. El entorno y las respectivas responsabilidades definen su relación de manera tempestuosa, incendiada, brutal, con encuentros clandestinos donde aflora la enemistad más cruel y afilada, la que se disfraza de placer. Pocas veces se ha visto el sexo tan carnal, escenificado sin el recato que se le supone a su autor -constatado en su obra anterior, BROKEBACK MOUNTAIN, refinada pieza sentimental que esquivaba la visualización de la intimidad física de los vaqueros-. Son los planos más violentos, perturbadores y magnéticos, los instantes en los que se condensa la advertencia del título, envolviendo en sedosas telas de ansiedad los síntomas solapados de su destrucción mutua -deseo, peligro-.
La película bascula entre los códigos de un thriller de tintes políticos y el drama clásico, imbricando los elementos de ambos sin que el guión se decante por ninguno. Su largo, denso, colorista metraje despliega el arsenal dramático con saltos temporales y un ritmo irregular, aunque el conjunto termine equilibrando las luchas internas que nos guiarán por el suspense con las esporádicas escaramuzas de los amantes. Lee regala un fragante, asfixiado, espeso recorrido por estos senderos que se interconectan, por un paisaje enfermizo con seres humanos arrastrados a obedecer su voluntad, a materializar quimeras sociales -el tramo conspirador del argumento- y personales -los furtivos orgasmos de los amantes-. Es una obra que traza una aterciopelada simbiosis entre descripción histórica y erotismo, entre vigor reflexivo y sutileza psicológica, reflejando en ambos extremos los límites difusos que pueden saltarse para lograr aquéllo que nos consume.

La obra contiene uno de los finales que mayor desasosiego podría transmitir a la historia, un final derrotado, sin concesiones, con el abismo entre los amantes abriéndose cada vez más, con la garantía de que sus vidas quedan escindidas para siempre. Hasta entonces, DESEO, PELIGRO construye la atmósfera irreal, fascinante que embota nuestros sentidos e impide a veces que la identificación con estos personajes heridos sea plena. Aún así, sobran los recursos artísticos explotados por Ang Lee para revestir su esmerado tejido emocional y seducirnos, para que este paisaje vulnerable, ardoroso, visceral quede en el recuerdo.

26/3/08

AL OTRO LADO: cruzando el puente

Confieso no haberme asomado a la obra anterior de Fatih Akin, aunque cumpliré obligada penitencia tras gozar -en los cinco sentidos físicos del término- de esta hermosa, escalofriante, dolorida AL OTRO LADO. Su última y laureada obra de arte tejida con jirones de una realidad compleja, poliédrica, desoladora, que el director convierte en un generoso canto de amor hecho cine.

Nos habla en susurros esta película estimulante, nos va contagiando su vitalismo cadencioso, la riqueza de su armazón simbólico, la entusiasta elocuencia de sus paisajes, la herida sangrante de unas emociones que hacemos nuestras. Akin elabora un puzzle narrativo que va montando con el delicado pulso de un orfebre. Estas vidas cruzadas con aromas del Bósforo siembran su recorrido de estupor y liberación, de tolerancia y hermandad, de encuentros marcados por el fatalismo, de redenciones logradas con la sagrada llama de los afectos. El resultado proporciona un chute insólito de esperanza, su belleza nos reconcilia con la vida y alumbra rincones de nosotros mismos que apenas intuíamos.

La sabiduría del director presenta personajes cuya carnalidad fluye desnuda a través del cauce cultural que los define. Son seres tocados por la soledad, la culpa, el arrepentimiento, el consuelo, el perdón, por todo aquéllo que los humaniza y los hace tangibles, de una cercanía abrumadora. Y Akin les da cuerpo y voz y alma en mitad de unas coordenadas geográficas, entendemos la densidad de sus pasiones a través de su forzoso viaje de ida y vuelta, captamos la fragilidad de lazos de unión perfilados con la fuerza magnética de las raíces. El paisaje turco-germano salpica con su exótico verismo de postal entornos emocionales intensos, igualmente gozosos. Las madres, las hijas, el padre y el hijo que entrelazan sus destinos se mueven con el peso brutal de sus dolores respectivos, una carga asfixiante para la que siempre se hallará alivio. Es sobrecogedora la profundidad de un relato tan sugerente, todavía me estremezco recordando uno de los planos finales más tiernos, elegantes, arrebatadores del cine moderno. Un plano de cierre -de diseño casi pictórico- que deja sueltos todos los flecos de este tapiz exquisito para que el espectador los reconstruya. Invoca esta imagen sabrosa y pesquera la inteligencia del espectador, incapaz de reponerse del hechizo cuando aparecen los créditos.

AL OTRO LADO tiende sus invisibles puentes entre dos civilizaciones que el director muestra con pletórica veneración. Akin asume y explota el valor de una nacionalidad doble, y así nos lo transmite, se siente orgulloso, nunca juzga ni condena a quienes sintieron la necesidad de exiliarse. La suya es una perspectiva multicultural que va más allá, enunciando grandes conceptos, es el ángulo ambicioso de un emigrante que elabora con sus historias mínimas un discurso pleno, ardoroso, de una integridad ética demoledora. Pero no alcanza esta postura la peligrosa pretenciosidad de otros cineastas menos dotados. La película es un portento de sensatez, un sentido tributo a la propia idiosincrasia, a las nacionalidades que no saben de fronteras definidas. La misma génesis de la obra como parte de una trilogía conceptual confiere a la trama fragmentaria una unidad superior. Y se percibe a lo largo del nutrido metraje, a través de los recovecos inauditos que van revelándose, de los pliegues que se deshacen para unir a personas y ciudades en sutil simbiosis. Es así como el relato alza el vuelo, liberando su carga idealista tan poderosa. Pero nada huele a postizo, todo sigue el curso marcado sin atisbo alguno de artificio, sin hacernos dudar de los sentimientos plasmados. El autor de CONTRA LA PARED deja que vayamos descubriendo su entramado con nostálgica serenidad, en un guión imperfecto pero de fascinante nivel artístico. Su oficio le brinda los recursos con los que trazar la arquitectura de un tiempo convulso y unos seres humanos a la deriva. Y el resultado es la más alentadora y descarnada elegía hacia esas almas errantes en busca del ansiado equilibrio personal.

Este material narrativo alcanza así gran hondura metafórica, y el conjunto final deja el sabor agridulce de un cuento triste y lastimoso arropado con el calor de su propia grandeza. Akin rueda las secuencias con precisión y un soberbio dominio del ritmo. Su caligrafía es de una musicalidad que embelesa, nada enfática. Hace de la cámara el testigo mudo de tanta desolación angustiosa, sin darse a notar, permitiendo que estos pedazos de vida broten y lleguen a conmovernos. La colorista banda sonora aporta los sabores y aromas que la imagen pide a gritos. Los actores imprimen con su solvencia el sello de brillantez que pocos obtienen, aunque -lógicamente- quedará para el recuerdo cinéfilo el rostro de Hannah Schygulla. Pocas actrices podrían desnudarse ante un personaje con la entrega, la profesional transparencia de la musa europea. Tardaré en olvidar una escena de calado espiritual, casi mágico. En ella, su personaje, en el delirio de su tormento personal, cree ver el rostro intacto y sonriente de su hija asesinada. Destila la escena tanta hermosura que la emparenta con los grandes nombres del cine religioso europeo, alcanza Akin en este instante un virtuosismo refinado, de pureza ascética que cabe atribuir sólo a los genios.

AL OTRO LADO nos espera la vida, que continúa dejando los caminos abiertos para explorar. Más allá de la muerte azarosa y absurda podemos seguir sintiéndonos vivos, aunque sea en un estado permanente de búsqueda. Esta película nos regala los cimientos de toda una filosofía del humanismo y la interconexión en múltiples niveles, del choque y fusión entre Oriente y Occidente con personajes que deambulan por los dos extremos de esa realidad tan desconcertante como cautivadora. Almas perdidas impulsadas a reconciliarse, a encontrarse al fin. Y, arrastrándonos a hacer con ellos este trayecto de desasosiego y melancolía, no queda más remedio que plegarse ante tanta lucidez.

25/3/08

THIS IS ENGLAND: orgullo nacional

El cine británico sigue dejándose ver cada cierto tiempo, y sigue enarbolando su arma más golosa y rentable: la temática social. Habla de las clases más humildes, de sus conflictos, su lucha cotidiana con un presente amargo, su falta de esperanza en que nada prospere. Y con mucha astucia nos envuelven el discurso -más o menos virulento- con excusas narrativas curiosas, brillantes incluso. Padres que matarían por comprarle el traje de comunión a su hija, alcohólicos deslenguados que se salvan del naufragio con milagrosa dignidad, hijas adoptivas en busca de su madre biológica, jóvenes adictos al caballo, desemplados strippers o chicos que prefieren la danza al boxeo. Pequeñas anécdotas que ensanchan sus contornos diciendo más de lo que parecen decir. Son la radiografía de un país y su tiempo.

Pero a veces su propuesta no trasciende más allá de una anécdota vibrante. Creo que es así con THIS IS ENGLAND, nueva dentellada de Shane Meadows con aspiraciones revulsivas, otro botón de muestra en una industria sólida que escruta las miserias nacionales y las sirve sin condimentos. Ahora se encuadra en el castrante régimen thatcherista, resaltando de paso el carisma de una década de agitación, de revoluciones y excesos. Los años 80 estamparon su sello transgresor en muchos ámbitos, y acentuaron fervores nacionales que a veces derivaron en actitudes deplorables. La ola skinhead terminó desvirtuando los valores históricos que la sustentaban y se convirtió en el recurso violento de ciertos jóvenes para manifestar su repulsa a un sistema en el que no encajaban.

Meadows nos cuenta una experiencia reveladora, la del joven Shaun, quien conocerá desde dentro las contradicciones y sinsabores de este movimiento urbano en su pequeño pueblo. Su historia es la del despertar a la vida adulta, la de una justa necesidad de pertenecencia a un grupo, de integración en un círculo de amigos que le hagan olvidar el dolor, la desorientación, la culpa por pecados ajenos. La película arranca con pulso, matizando con pinceladas la rutina del impulsivo joven -encarnado con desarmante frescura por Thomas Turgoose-, pero desinfla el vigor de su propuesta a medida que avanza. Tras una primera parte enérgica que dibuja con verosimilitud un paisaje mil veces visto, el material narrativo deriva en el esquematismo y un final errático con el regusto amargo de algo incompleto. Buen acercamiento del británico a unas heridas aún sin cicatrizar, aunque su visión no llega al sobresaliente.

Sin embargo, tiene gancho este relato de inocencia mutilada por la sucia realidad. Si los yanquis nos han inyectado en vena sus fantasmas bélicos fustigándonos con un cine que glorificaba una guerra absurda, toca ahora el turno a los ingleses. Su actuación en las Malvinas giró a terrenos del sinsentido bajo divino mandato de la dama de hierro, y el padre de Shaun fue una de las víctimas. La película lo enuncia en las escenas más habladas e intensas, a través del skin radical que sale de prisión para seguir liderando al grupo. Es el personaje catalizador que provocará rencillas y empujará al protagonista a una abrupta madurez. Su aparición traza la línea que inaugura una segunda parte más convencional y de ritmo irregular. Es aquí cuando las sombras oscurecen el vitalista tramo inicial -con deliciosa banda sonora-, surgen aquí las tinieblas de fanatismo y brutalidad que intuíamos y que ese personaje otorga. Pero creo que el guión se queda corto al definir sus impulsos, no se alcanza la identificación plena con un individuo atormentado y más visceral que ninguno, aunque el director intente humanizar la vehemencia de sus principios, darle entidad a posturas tan extremistas. En ese sentido, se pretende provocar el impacto con escenas más estridentes que sutiles, con un mensaje que se torna un poco más grueso, aunque efectivo.

A Meadows le sobran ímpetu, naturalidad, atrevimiento. Pero también hay que añadir que carece del toque maestro para rematar su faena. THIS IS ENGLAND es consciente de su condición realista, de su poder testimonial de un momento y un lugar. Explota para ello los matices grisáceos de paisajes tan británicos con magistrales brochazos de autenticidad. Tampoco esconde un sentido del humor muy típico del cine inglés -las escenas del protagonista con la gótica enamoradiza-, y los diálogos funcionan con credibilidad. El pequeño Shaun se erige así en la humilde voz que pregone desde este apagado rincón del país las verdades como puños. Aunque sea perdiendo su ingenuidad de un plumazo -el plano final encierra un simbolismo obvio, pero emotivo-.Es una pena que el resultado final no alcance las alturas que tanta honestidad concentrada merece.

20/3/08

LOS FALSIFICADORES: el precio de la supervivencia

Darle una vuelta de tuerca a los pisoteados campos de concentración en la Alemania de los horrores ya vale un esfuerzo. Si, además, se hace desde la integridad y un uso del cine honesto, diáfano, sin rincones traicioneros, entonces el aplauso es obligado. Más allá de salvaciones masivas a lo Schindler, creativos intentos de fuga o penalidades en el guetto, una fuente de inspiración tan fértil daba para más. Estamos cansados de acompañar a hombres dóciles que ponen la otra mejilla ante verdugos uniformados y algo simiescos. Toca ahora un aspecto igualmente dramático aunque no tan efectista.

Los casposos académicos han premiado en este 2008 con su hombrecillo dorado -cada vez más perdido entre tanta estupidez- a un sincero viaje por la brecha de mezquindad que abrió el nazismo en la bendita Europa. Dudo de que hayan visto la película, pero alabo su intuición al condecorar la sencillez de Stefan Ruzowitzky y su pequeña historia de supervivientes. LOS FALSIFICADORES nos remite al universo vergonzoso que tantas veces hemos olido en una pantalla, pero se centra en la peripecia de un prisionero muy peculiar. Sorowitsch, que burla al sistema alemán falsificando todo lo que cae en sus manos, acabará colaborando con el gobierno del Führer mediante la emisión masiva de moneda falsa en el barracón donde lo destinan. Objetivo: hundir la economía aliada y reflotar la divisa nacional.

Me sorprendió mucho el tema elegido para hablarnos de asuntos de fondo que pueblan nuestra memoria cinéfila. El apoyo del protagonista -de origen soviético- al régimen cristaliza en un relato de héroes anónimos dispuestos a sujetar el clavo ardiendo que se les tiende para no morir. Son los elegidos, su demostrada pericia les ha otorgado ese sospechoso trato de favor. El lacónico y reservado Sorowitsch lidera al grupo con inquebrantable fé en sus principios y un inexplicable carisma. Con esta base, asistimos a una elaborada trama que moja su templado canto a la vida con gotas de un suspense básico pero muy entretenido. La herencia genérica de LOS FALSIFICADORES la convierte en una propuesta humanista que deja poso, un cuento bien contado, sin ambiciones ni esplendores, donde la anécdota oculta un sombrío y edificante homenaje a las víctimas de una histórica aberración.

Y me gustó que el director no crucificara a sus personajes para arrancarnos los escalofríos. La narración, sin ser brillante, es bastante sólida y equilibrada, nunca se regodea en el tormento de estos hombres. Se viste con la tensión justa para identificarnos con su vivencia, sin melodramas, sin pregonar angustias y miedos, con admirable contención. Demasiada a veces, tanta que cuesta empatizar con el protagonista o con momentos más emotivos del relato. Aún así, nos implicamos con esa rutina que permite alargar la guerra y, de paso, su vida. Con los brotes de odio entre ellos, con sus íntimas ilusiones o el desgarro de perder a un familiar. Es una obra que no evita la dureza, pero sí la carnaza. Tampoco evita posicionarse junto a sus hombres, los dibuja como un bloque firme, unidos por una misma lucha. Sin embargo, surge en el relato el usual personaje cuyo idealismo pone en peligro la estabilidad del grupo, las convicciones políticas de este "rojo" convencido arriesgarán la misión -y a la postre evitará la victoria nazi-. Su desmarcación del grupo produce el necesario elemento narrativo que hace virar el guión a cauces de una ideología elemental pero muy valiosa en estos tiempos difusos.

LOS FALSIFICADORES es directa, materializa un guión eficaz desde la inmediatez. Ruzowitzky va rápido al grano, sin escarbar en la paja. No hay adornos ni caretas, lo que vemos y oímos cumple su función de brindarnos los hechos desnudos y atroces. Sin embargo, no profundiza en los personajes, y Sorowitsch es apenas definido con unos detalles, aunque ¿hace falta más? Puede no ser deslumbrante, pero la cinta conoce sus limitaciones y no se avergüenza. Al menos logra que unos personajes tan estereotipados y dados al simplismo estén llenos de vida y nos contagien su hambre de dignidad.

Y lo consigue con una austeridad insólita, con el estilo frío e hiperrealista de un documento vivo, clavando la cámara en medio del dolor, absorbiendo el aroma del barracón, pegándose a los actores para que su aliento nos empape. El director austríaco exprime lo más vendible de las pasiones y se queda con el germen, con un esqueleto emocional comedido pero valiente. Un ejemplo clave de cine respetable, de una raza poco frecuente hoy en día. ¿Habría hecho falta meter más leña, inflar las miserias, definir más el sufrimiento? Creo que cada espectador debe encontrar su respuesta.

Pongo en duda que mr. Oscar de Hollywood case siempre con calidad y sanas intenciones. Pero con esta película se ha premiado el rigor ante el pasado, la honradez frente a la apetitosa manipulación, la puesta en escena sobria y precisa, el sentido del ritmo, la funcionalidad de una historia épica de buenos y malos -algo predecible- que nunca moraliza, el impulso ético que mueve toda la película y la engrandece por encima de su parquedad. Por todo eso recomiendo recorrer estos recintos de calvario y brutalidad, sin duda lo más estimulante de una cartelera mustia. Garantizo que se encuentra aquí un noble intento por dar entidad a lo epidérmico, por afilar un poco más -no demasiado- el perfil ingrato que la realidad nos ha ofrecido, por hacer con los desgraciados monigotes del destino un meritorio discurso sobre la solidaridad y la esperanza.