16/1/09

LA MUJER DEL ANARQUISTA: amor en tiempos revueltos

Empieza a ser un incordio escuchar al implacable detractor del cine patrio abordar sus razonamientos para una condena que viene coleando ni se sabe desde cuándo. Y va a tener razón. El objeto del desaire suele ser la esclerosis genérica por la que discurre el sector de la producción en nuestro país. Pero gana por goleada el que puede ya asumirse como subgénero guerracivilista, cuyo constreñido esquema dramático permite airear los viejos fantasmas de una sociedad no tan escindida como el circo político se empeña en proclamar. Tal vez -si hubiera que hacerlo- podría culparse a la misma cuadrilla que fomenta la distribución de caspa y cartón mediante las candidaturas a esos miméticos premios de la mimética academia. Se mimetiza, claro está, el glamour yanqui, o el prestigio galo, o la exquisitez british, no necesariamente igualados. Y es que parece delirante el mimo desmesurado a dramas bélicos -los de aquí, de nuestra horrible contienda- o posbélicos cuando se demuestra el escaso aporte artístico de la mayor parte de esas obras, por encima de súbitos repuntes taquilleros -LAS TRECE ROSAS (Emilio Martínez Lázaro, 2007)-.

Pudiera ser fruto de la errónea, tozuda, casi suicida visión de inversores, que siguen estancados a contracorriente de un mercado ávido de fórmulas innovadoras, sean orfanatos espectrales, edificios en cuarentena o apocalipsis soleados -y ni aún con éstas parece reflotar el naufragio-. Si el marketing -es un deseo, una quimera- inyectara en vena nuevos esquemas narrativos, aunque fueran importados, por los que filtrar historias sin olor a naftalina, quizás cambiaran las tornas. Sólo quizás. Ejemplo de lucidez fue premiar con el cabezón bronceado a LA SOLEDAD (2007), rareza de un raro genial llamado Jaime Rosales, adalid del vanguardismo bien entendido, a espaldas de cánones y de la galería. Fue una decisión tan sorprendente como reveladora de esa necesidad de sondear nuevos terrenos para quitarle los pañales orinados a esta industrilla nuestra.
La realidad desvela un raquítico interés hacia películas armadas desde la obviedad, trazados con escuadra y cartabón los personajes, sus dolorosas vivencias y el paquete de ideales por los que luchan. Lo último de José Luis Cuerda o Helena Taberna se escasquillaban en patrones manoseados, de emociones impermeables, algo postizas, bien por la asepsia narrativa (LOS GIRASOLES CIEGOS), bien por la vaselina sensiblera (LA BUENA NUEVA). LA MUJER DEL ANARQUISTA se ajusta como un guante al modelo de cine panfletario y maniqueo tan denostado por muchos. Y volverían a tener razón. Ya el más incendiario de los directores europeos, Ken Loach, plantó su cámara en las barricadas del rojerío y nos mostró sus problemas estructurales (TIERRA Y LIBERTAD, 1995), muy en la línea defensora de las causas nobles que viene abonando con su obra. Fue el mismo año en que Vicente Aranda asumiría su propia versión del bando republicano, aquel desequilibrado manojo de féminas guerreras que se hundió en torpezas de bulto y tampoco rescató los espectros del calabozo (LIBERTARIAS, 1995). El retrato de amor en guerra que ahora encarnan unos inverosímiles Juan Diego Botto y María Valverde recoge el testigo de la soflama acartonada, incrustando los vaivenes del corazón en los de las armas como una mezcla explosiva que ni a prender alcanza.

Irrita el sabor añejo del plato cocinado con los condimentos previsibles: sal gorda intelectualista, colorante sentimentaloide, ácidas gotas de tortura discursiva. El martirio se extiende a lo largo y ancho de una trama estirada hasta el tedio, que podría salvarse de la quema si esos ingredientes iluminaran alguno de los aspectos que toca para darle un enfoque insólito, que no apestara a lo que suele apestar lo recurrente en este tipo de abordajes. Muy al contrario, el dúo de directores, Marie Noëlle y Peter Sehr, aportan óptica foránea al drama que se quiere de raza y fuste pero queda atrapado en las garras de la mediocridad, y no sólo en el listado de lugares comunes por lo que fluyen los discursos y los lloriqueos. También, y es lo realmente alarmante a la hora de defender lo indefendible ante esos espectadores asqueados, por un empaque formal que no rebasa los tibios límites de la corrección, una plana e higiénica traslación del material de la que no puede memorizarse ningún remanso de lirismo, ningún atisbo de fiereza. La garra narrativa como idóneo cauce para deslizar el zarpazo dramático.

Hay guerra, y dolor, y combate dialéctico, y asedio sobre una acorralada Madrid de la época, y huidas espantadas a Francia, y desolación. Sin embargo, todo son retales recosidos sin forjar una nueva personalidad del mártir, que ni siquiera el rostro demacrado de Botto se ve capaz de surcar. Sobre él y sobre todos lo demás personajes de la función recae la sombra del arquetipo escasamente dimensionado, unos apuntes apresurados si acaso. De ese modo es poco probable que la película despierte entusiasmos. Es aburrida, infectada de diálogos artificiosos -¿hablaban las niñas de la guerra como si fueran secretarias de Azaña?-, y estilísticamente encorsetada, próxima al rango menor de los productillos televisivos con que esponjar el corazón de los supervivientes, hoy meros espectadores en pantunfla y batín de antiguas trincheras. Es de suponer que nuestra incivilizada Guerra Civil seguirá mereciendo un cine digno que la relativice o la ensalce, que cuestione visiones manipuladoras y evite la postura tendenciosa en el espejo de desesperanzas. Lamentablemente este útimo registro de los horrores del pasado cae en la deshonra de parecerse a un folletín carpetovetónico y algo tosco que una voz en off se apresta a rotular. Pero sin que ese chorro de emociones llegue a salpicar. Sin arrestos ni altura artística, sin alma debajo del ejercicio rutinario como resorte de la memoria.

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