9/11/08

EL PATIO DE MI CÁRCEL: libertad entre rejas

El temor al topicazo carcelero, a un modo estandarizado de mostrar la privación de libertad, me estreñía las ganas de ver esta pequeña película. Lo digo en pretérito porque al fin he podido desatar íntimas querencias por el cine nacional y disfrutarla. Aludo a lo del tamaño no con rebaba crítica, sino para constatar la grandeza de esas obras inyectadas de honradez. Son esas películas modestas, acomodadas a un presupuesto parco y levantada con el chorro talentoso de su reparto, en este caso brillantemente femenino. Belén Macías recibe la protección de El Deseo de Almodóvar en su primer abordaje como cineasta, y se nota.

La influencia la filtra un argumento amenazado por los perfiles del melodrama. Ya conocemos el primer imaginario almodovariano, ese terreno plagado de seres marginales que logró dibujar un rostro delirante de nuestra sociedad, en la infancia de su democracia. Personajes que caían seducidos por todos los abismos de la vida, y que el manchego puntuaba de humor gamberro, insobornable. De hecho sitúa Macías la acción en la década de la heroína, una cárcel para mujeres como escenario de esta tragicomedia coral, eficaz pildorazo de ternura que, sin ser brillante, logra conmover (qué palabra, la amo).
Nada realmente insólito circula por las líneas de una historia sobre una panda de desahuciadas del mundo, incapaces de salir a flote más allá de los muros de la prisión. Asistimos a personajes tipo como la funcionaria veterana y estricta a la que tendrá que enfrentarse la nueva y más comprensiva. Son las dos caras de un orden penal a cuyo sistema queda supeditado un catálogo de presas con que encarnar los colores de un sentimiento castrado, apenas renacido gracias al grupo de teatro interno. Inspirada en un colectivo real de reclusas, la columna dramática levantada por Macías baraja cartas seguras para calentar emociones, como es la mutilada maternidad de la protagonista a causa de su adicción a la droga. Verónica Echegui -la mejor, la más dotada actriz de su generación- borda de intuición y ternura, regala mirada intensa a un papel a punto de desplomarse hacia el cliché, en lo escrito y en los excesos de interpretación. Pero el peligro de una sobredosis de azúcar se esquiva gracias a su talento brutal y a las dentelladas de frescura e ironía que marcan los diálogos, siempre gobernados con precisión e inteligencia. Otra vez el humor para mitigar el crudo muestrario de las miserias.

Bajo la esquemática colisión entre internas y funcionarias observamos un cuestionamiento de la rigidez en métodos y condiciones del nuestro régimen penitenciario -el de los lejanos 80-, aunque no es el leit motiv de la función. Sin brillos ni excelencias visuales se va trazando la red afectiva entre reclusas en paralelo a sus vis a vis con familiares, las visitas de la realidad que las excluye. Cierto que no se presta igual relevancia a todas las mujeres, pero al final queda claro el pedazo de felicidad que encuentran mediante la expresión artística. Las ingenuas obras teatrales comprimen sueños de una falsa libertad, el reducto de autonomía negada cuando realmente se es libre. Es en estos bloques donde la grotesca sombra de tragedia deja de amenazar, son las pinceladas coloristas tiñendo un paisaje en el fondo desolador. Al mismo tiempo permiten salvar un guión de poco riesgo, tal vez algo complaciente en su variado mosaico de féminas -los hombres carecen de peso dramático-. El espejismo de comicidad es breve, ya que un contundente broche -no por predecible menos triste- nos recuerda que la puta vida se impone.La bocaza de la desgracia vuelve a sembrar ese mal bajío en el espectador, ya decididamente rendido al quiebro de voz de Echegui y una Candela Peña empeñada en hacernos jirones igual que ella. Esto sí que es cine digno, minúsculo en sus trazas, gigante en el recuerdo.

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