19/11/08

LEONERA: instinto maternal

Los créditos que presentan esta historia hermosa y triste llaman a engaño. Un cántico popular infantil sobre rótulos y dibujos naif, la careta de un melodrama hispano de poca monta. Pero tarda poco el argentino Pablo Trapero en rebatir falsas impresiones. Enseguida zambulle al espectador en el forraje del drama con mayúsculas, duro, seco y sin fisuras. Drama adulto sepultado por el peso de su nobleza, de los que hay pocos. Eso sí, reconozco el peligro que entraña combinar maternidad y rutina en prisión en un mismo argumento. Despierta el radar de la alerta, todos los sentidos avizores ante el riesgo de pornografía sentimental. Y es que el tema se presta. Y tanto.

Siempre es un placer reconocerse enfangado en una desolación tan auténtica, algo que los malos (incluso los mediocres) contadores de películas nunca consiguen. La que aquí se muestra deja huella, se arrumaca en esas esquinas de la memoria y ya no se suelta. Trapero rueda afincado en una gramática austera, despojada de artificios, tan contundente como la puta realidad que revela. Nos habla de esa joven acusada de un crimen -pasional, ¿es que hay de otro tipo?- y encarcelada, y embarazada, a más señas que pronto descubrimos. Sí puede afirmarse una originalidad en la premisa que luego hervirá desde una óptica madura, tensa cuando no comprensiva, esperanzada cuando no desgarradora del ánimo. No recuerdo ningún título que aborde el instinto maternal entre rejas, que elabore su poema de vida teniendo la vida como espina medular, versificándola con mimo y talento, inflándola de verdad.

Decía que el melodrama lima la dentadura bajo los pliegues de una obra ya afilada como ésta. Alguna escena se deja salpicar por sus blandos perfiles, aunque no enturbia la última sensación de haber asistido a otro pedazo de épica, la de los desheredados, esa gente metida en el hoyo cuya experiencia logra iluminarnos. Pienso en el careo entre madre e hija a propósito de la custodia del niño, también en el vis a vis ante el juez, tal vez lo más enfático en un discurso sobrio y sin concesiones. Sonaría esto a cómoda postura sobre el cine social que autores renombrados vienen cultivando con mayor o menor tino. Sin embargo el relato de una madre -probablemente sin pretensiones de serlo, en última instancia protectora hasta límites leoninos-, incrustada en el entorno carcelero donde criar a su bebé, el dibujo de las relaciones entre presas y -soterradamente- un tímido reflejo de todo un sistema penitenciario adquieren notables proporciones. Brotan los méritos desde sus tripas trágicas, hacen grande y nutriente la experiencia de verla para después digerirla. El lenguaje áspero, de un lirismo acurrucado entre paredes desconchadas y grano grueso, permite asaltarnos desde su concienzudo hiperrealismo. Absolutamente nada de lo que narra, menos aún en cómo se embala la dosis de desdicha, suena falso o impostado. El mordisco al rostro menos amable de la vida vuelve a impregnarse de intuición, de mucha valentía, mediante ellos se crece hasta traspasar la pantalla. Y, a ratos, ráfagas de brillantez, la altura creativa de un entusiasta adiestrado para escarbar emociones, no otras que las nuestras. Historias así, con tales formas encauzadas, permiten recobrar la digna encomienda del arte dado en llamar cine, desde hace tiempo malbaratado en pasarelas de artificio, prostituido por mercachifles del mal oficio -abono para la jamás satisfecha taquilla- .

Sin la corpórea creación de Martina Gusman, no entiendo ni esta reseña ni la película en sí. Interpreta porosamente, la carne, las vísceras, cada mirada y todo su dolor al fresco, para deleite nuestro. O será que mi estoicismo va en aumento con la experiencia cinéfila. Sangra, llora y suda la joven actriz y lo transmite, y nos empapa con el líquido de su talento, y dota de intensidad los recodos del camino turbulento que su rostro alberga. Levanta y sostiene ella un metraje equilibrado por el que se hace balance de los recursos para sobrevivir en mitad del infierno. Si puntualmente percibo retazos de manidas soluciones dramáticas -lesbianismo entre convictas, el descolorido engranaje de la marginalidad-, no hacen que Trapero se arredre en una pintura sincera, alejada de la melaza, del fluorescente, en las antípodas del paisaje humano explotado tantas veces antes y mucho peor. Una vez sorteado el fantasma de lo previsible, se deja notar el aliento de los cuentos contados en toda su terrible dimensión, los márgenes turbios de espacios de náusea porque salen del sucio pantano de lo real. Y nada puede provocar tanto ni posarse con tal hondura en el recuerdo.

Por eso duelen las imágenes, es por eso que filtran sus encuadres la angustia y la ilusión, será ese el motivo de que el cuerpo se nos corte como leche agria, aún quedando el balsámico final, que el director filma elegantemente, rasgándolo con sonidos de acordeón tanguero. Cierra así el pedazo de vida cercenada, de ese modo se instala la esperanza en el soneto atroz y piadoso, en todo momento descargado de moralina tosca. La libertad, sueño orgánico, tozudo, muta de promesa alentada por la inocencia de un niño a realidad palpable, pisoteable, masticable. La huida de la justicia como válvula de escape hacia una imagen muy íntima, casi privada, de la felicidad.

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