9/11/08

LOS LIMONEROS: el fruto de la discordia

La buena práctica del arte sólo atraviesa umbrales de lucidez cuando se desnuda de pretensiones. Si se torean los cabezazos del panfleto, el dogma o cualquier otro virus tan goloso, el cine puede entonar las verdades del mundo despojando aditivos sensacionalistas hasta su esqueleto grotesco, rotundamente eficaz. Los flecos del conflicto árabe-israelí aún ondean como germen dramático de obras facturadas desde lo pequeño, no así respecto a su tallaje emocional. Me remito a la reciente LA BANDA NOS VISITA (Eran Kolirin, 2007) para valorar la grandeza de esta nueva muestra de una industria hebrea pujante, en cierta forma osada por desvelar sombríos rincones de una realidad política indigesta, aparentemente opuesta a los valores de progreso que pueden filtrar los argumentos más diversos.

Y calan esos apuntes de lo real por los poros de la fábula minúscula perfilada a base de ternura. Suele ser ésta el cauce más sutil de la crítica y el modo menos lacerante de difundir puntos de vista de la controversia. No hay ninguna opción narrativa más elogiable que la metáfora hecha imágenes diáfanas, guía de nuestra mirada ética y humana. Lo consigue por descontado el director israelí Eran Riklis en su noble reivindicación de la historia, del peso del pasado como coraza frente a posturas de ocupación ya ancestrales. No faltará razón a quien sopese el simbolismo fácil del relato, que usa los árboles del título para elaborar el mensaje vertebral en cierto modo previsible. Sin embargo puede encontrarse la descarga de honestidad latiendo bajo los mimbres trenzados, y casi podría aducirse esta virtud escasa hoy en día como defensa del material en bandeja, auténtica carne de metralla discursiva.

Alumbra, no enturbia, el debate la amable parábola construida a modo de alegato en pos de las libertades pisoteadas, en este caso las del pueblo palestino que encarna la figura de la viuda -magnífica Hiam Abbass-. Se descubre, agazapado en la frondosa arboleda, el recurso a la sutileza frente al neumático grueso a la hora de visitar terrenos dignos de voz, la del cine en tanto espejo de infamias. Es bastante notable que el conjunto no despida el tufo maniqueo, valorando el origen del director. Por eso cuesta aceptar la soltura narrativa, incluso asimilamos sin esfuerzo el golpe de calor que un hermoso final logra transmitirnos. Poco o nada de este cuento apunta a los bajos del sentimiento, todo lo que nos narra Riklis eleva el peligro de impúdica y lastimosa demonización que cercena otras propuestas, curiosamente las que modelan la óptica yanqui respecto al conflicto. Lo que aquí se esboza termina sorteando los baches incendiarios, la soflama o el regusto melodramático, y puede hacerlo gracias a un lenguaje sobrio, un uso casi melancólico de luz y espacio y (lo realmente importante) la perfecta sintonía entre escritura -concisa, directa, ajena a las retóricas- y la devastadora limpieza moral que la sustenta.

Es por todo ello que el discurso no alcanza márgenes denostados, desplegando la baza de sus afectos muy lejos del tumor manipulador. Los personajes chorrean cercanía, contorneados por medio de intuición, rasgados de emociones pulcras, contundentes retazos de un choque cultural e ideológico que se torna ejercicio de amor hacia esos seres anónimos, fantasmas que el gran político ignora apoltronado en su tozudez. Queda bien articulada la radiografía de un entorno social y las gentes que lo pueblan, las de ambos bandos. Merece destacarse a la esposa del ministro como expresión del utópico entendimiento entre dos naciones enfrentadas. Ella -contenida expresividad la de Rona Lipaz-Michael- hace cuestionar la férrea voluntad del gobernante cegado por el miedo, anclado en una histórica huida de la razón. Delicioso el modo de encarar a ambas mujeres sin que crucen palabra alguna, su silencio es la grieta elocuente por la que rebosa la esperanza en un futuro más tolerante, mejor.
Una propuesta, en definitiva, impregnada de un edificante toque lírico que en ningún momento encuentra seducción en gratuitos patriotismos, falacias, terrores.Dejemos éstos y su ramaje siniestro para el tiempo de informativos. O para las malas películas. La misión del cine llamado a perdurar es rebañar los sucios colores del mundo y restaurarlos a golpes de integridad, sin otra estridencia que la que marcan las buenas maneras.

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