19/11/08

LEONERA: instinto maternal

Los créditos que presentan esta historia hermosa y triste llaman a engaño. Un cántico popular infantil sobre rótulos y dibujos naif, la careta de un melodrama hispano de poca monta. Pero tarda poco el argentino Pablo Trapero en rebatir falsas impresiones. Enseguida zambulle al espectador en el forraje del drama con mayúsculas, duro, seco y sin fisuras. Drama adulto sepultado por el peso de su nobleza, de los que hay pocos. Eso sí, reconozco el peligro que entraña combinar maternidad y rutina en prisión en un mismo argumento. Despierta el radar de la alerta, todos los sentidos avizores ante el riesgo de pornografía sentimental. Y es que el tema se presta. Y tanto.

Siempre es un placer reconocerse enfangado en una desolación tan auténtica, algo que los malos (incluso los mediocres) contadores de películas nunca consiguen. La que aquí se muestra deja huella, se arrumaca en esas esquinas de la memoria y ya no se suelta. Trapero rueda afincado en una gramática austera, despojada de artificios, tan contundente como la puta realidad que revela. Nos habla de esa joven acusada de un crimen -pasional, ¿es que hay de otro tipo?- y encarcelada, y embarazada, a más señas que pronto descubrimos. Sí puede afirmarse una originalidad en la premisa que luego hervirá desde una óptica madura, tensa cuando no comprensiva, esperanzada cuando no desgarradora del ánimo. No recuerdo ningún título que aborde el instinto maternal entre rejas, que elabore su poema de vida teniendo la vida como espina medular, versificándola con mimo y talento, inflándola de verdad.

Decía que el melodrama lima la dentadura bajo los pliegues de una obra ya afilada como ésta. Alguna escena se deja salpicar por sus blandos perfiles, aunque no enturbia la última sensación de haber asistido a otro pedazo de épica, la de los desheredados, esa gente metida en el hoyo cuya experiencia logra iluminarnos. Pienso en el careo entre madre e hija a propósito de la custodia del niño, también en el vis a vis ante el juez, tal vez lo más enfático en un discurso sobrio y sin concesiones. Sonaría esto a cómoda postura sobre el cine social que autores renombrados vienen cultivando con mayor o menor tino. Sin embargo el relato de una madre -probablemente sin pretensiones de serlo, en última instancia protectora hasta límites leoninos-, incrustada en el entorno carcelero donde criar a su bebé, el dibujo de las relaciones entre presas y -soterradamente- un tímido reflejo de todo un sistema penitenciario adquieren notables proporciones. Brotan los méritos desde sus tripas trágicas, hacen grande y nutriente la experiencia de verla para después digerirla. El lenguaje áspero, de un lirismo acurrucado entre paredes desconchadas y grano grueso, permite asaltarnos desde su concienzudo hiperrealismo. Absolutamente nada de lo que narra, menos aún en cómo se embala la dosis de desdicha, suena falso o impostado. El mordisco al rostro menos amable de la vida vuelve a impregnarse de intuición, de mucha valentía, mediante ellos se crece hasta traspasar la pantalla. Y, a ratos, ráfagas de brillantez, la altura creativa de un entusiasta adiestrado para escarbar emociones, no otras que las nuestras. Historias así, con tales formas encauzadas, permiten recobrar la digna encomienda del arte dado en llamar cine, desde hace tiempo malbaratado en pasarelas de artificio, prostituido por mercachifles del mal oficio -abono para la jamás satisfecha taquilla- .

Sin la corpórea creación de Martina Gusman, no entiendo ni esta reseña ni la película en sí. Interpreta porosamente, la carne, las vísceras, cada mirada y todo su dolor al fresco, para deleite nuestro. O será que mi estoicismo va en aumento con la experiencia cinéfila. Sangra, llora y suda la joven actriz y lo transmite, y nos empapa con el líquido de su talento, y dota de intensidad los recodos del camino turbulento que su rostro alberga. Levanta y sostiene ella un metraje equilibrado por el que se hace balance de los recursos para sobrevivir en mitad del infierno. Si puntualmente percibo retazos de manidas soluciones dramáticas -lesbianismo entre convictas, el descolorido engranaje de la marginalidad-, no hacen que Trapero se arredre en una pintura sincera, alejada de la melaza, del fluorescente, en las antípodas del paisaje humano explotado tantas veces antes y mucho peor. Una vez sorteado el fantasma de lo previsible, se deja notar el aliento de los cuentos contados en toda su terrible dimensión, los márgenes turbios de espacios de náusea porque salen del sucio pantano de lo real. Y nada puede provocar tanto ni posarse con tal hondura en el recuerdo.

Por eso duelen las imágenes, es por eso que filtran sus encuadres la angustia y la ilusión, será ese el motivo de que el cuerpo se nos corte como leche agria, aún quedando el balsámico final, que el director filma elegantemente, rasgándolo con sonidos de acordeón tanguero. Cierra así el pedazo de vida cercenada, de ese modo se instala la esperanza en el soneto atroz y piadoso, en todo momento descargado de moralina tosca. La libertad, sueño orgánico, tozudo, muta de promesa alentada por la inocencia de un niño a realidad palpable, pisoteable, masticable. La huida de la justicia como válvula de escape hacia una imagen muy íntima, casi privada, de la felicidad.

12/11/08

ASFIXIA: neurosis urbanas (nuevo mordisco de modernez)

Recelo de los modernos cuando su fuegos artificiales no ilustran una idea firme, sólida, memorable. Entiendo que el cine adopte nuevos modos expresivos con los que seguir descubriéndose, me parecen válidos y necesarios los resortes de creatividad para invadir nuestra mirada y cautivarnos. Pero me mosquea la grandilocuencia barata, los falsos aires de vanguardia, el tono gamberro si la gamberrada se queda en venta de humo. Me consideré un extraterrestre de la cinefilia cuando vi EL CLUB DE LA LUCHA (David Fincher, 1999) y no sentí algo distinto a la indiferencia, eso sí, tiznada de un ligero enfado. No me creía su atmósfera sucia, ni me empapaba su historia apocalíptica, hundida en el fango de su propia arrogancia. El gran caramelo precintado para ganarse acólitos de la causa moderna mostraba más trampa que cartón, y fue incapaz de hacer creíble su contundencia narrativa. Ni por Edward Norton, una de mis debilidades, la cosa acabó en romance. Con Fincher, me refiero.

Debe ser Chuk Palaniuk una especie de deidad para los parroquianos de la impostura, ese rebaño ansioso por devorar cualquier cosa que huela a nuevo. Esta película adapta su última novela y vuelve a contaminar el buen rollo del respetable a fuerza de diagnóstico sórdido de la especie humana. En cualquier caso me gustaría saber a qué clase de individuo radiografía la cámara de Clark Gregg, porque todo lo que discurre ante nuestros ojos es lejano, inverosímil, pendiente de un hilo tragicómico que bordea en muchas ocasiones la idiotez. La recurrencia a las terapias de grupo para encauzar a una panda de adictos al sexo se impregna del mismo aire pretencioso que enturbiaba aquel catálogo de machos violentos, con el fibrado Brad Pitt a la cabeza. Es ahí donde encuentro el mayor tropiezo a la hora de meterme en la historia, el escaso peso de la zanahoria que nos colocan ante el hocico.

Porque si la premisa es endeble, el desarrollo de la idea deriva hacia un terreno resbaladizo donde nada ni nadie suscita la menor emoción. No es difícil descubrir el deseo de abofetear las buenas costumbres, como otros han hecho mil veces antes. La pacatería moral, fácil diana, es objeto aquí de un golpe asestado desde los patrones estéticos que marca lo indie, no siempre adjetivo de astucia al escribir o tras la cámara. A cada paso notamos la textura de cine off, ese saco de títulos de presupuesto variable e idéntico tufo rompedor filtrados entre las gigantescas obras que tanto ama la reina taquilla. Es una sensación molesta, y crece con el paso de los (interminables) minutos hasta un final que nos reafirma en el desconcierto. El problema es que se quiere una obra lúcida, desbordada, aguda, sabio discurso sobre neurosis neoseculares entre urbanitas liberales. Y no es problema por querer serlo. El asunto alcanza cotas de insufrible delirio por no saber transmitirlo con eficacia, por hacer de una experiencia liberadora, casi catártica, caudal de divagaciones pedantes, huecas, diseñadas para deslumbrar al menos cauto. Aún más grave es la falta de comicidad en una película seducida por el tono transgresor, irreverente, como quieran llamarlo. De nuevo la facilidad de palabra y su pericia visual no logran enmascarar el mayor de los vacíos.

Siento que una gran señora del cine como Anjelica Huston haya sucumbido a la hipnosis de Gregg, no sé si por el mero reciclaje o por su fe en el proyecto. Ni siquiera su contenida creación de una madre demente -no más que el resto de personajes- me incita a digerir este ortopédico análisis de perturbaciones, dentro o fuera de los recintos psiquiátricos. Un ligero artefacto que se vuelve fatigoso y aburrido, por mucho color afectivo que se empeñe en otorgar. Pese a todo su arsenal de psicologías ahogadas en una sociedad alienante e icomprensible, nunca me fascinan ni divierten ni interesan estos raritos abocados a encontrarse en busca de una salida a su propio caos. Más allá de los créditos finales poco quiere conservar la memoria de un producto aparatoso, desnortado, desparramados los mínimos restos de coherencia que podrían defenderlo. Mal asunto si empezamos a adorar ídolos de hechuras tan flácidas. Muy malo.

LA BUENA NUEVA: la oveja roja de Dios

No sin ironía termina el escritor Juan Eslava Galán su excelente historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie aludiendo a "las dos Españas" que aún conviven sin tirarse los trastos, pero casi. Parece ridículo que un país que se quiere europeo, moderno y de virtudes exportables (que alguien me diga cuáles) siga estreñido con afectos ideológicos anclados en viejos resquemores. Y es que, si los fantasmas insisten en perturbarnos, mal andamos. Quien quiera ver en esta película sobria y honesta un botón más del demonizado muestrario de títulos sobre el conflicto demuestra dos cosas. La ceguera -no visual en este caso- como dique montado con prejuicios vanos, puro humo. También su absoluta falta de respeto no ya hacia nuestro cine, puntualmente estimulante, sino hacia una mirada al pasado alejada de fáciles dogmatismos, basada en un retrato que incluso llega a emocionar.

Coincide en cartelera lo último de Helena Taberna con su homóloga -en cuanto a la balanza de ideales- LOS GIRASOLES CIEGOS, que Cuerda ha dejado sin alma y congelada. El tono de ambas no engaña, bien saben reflejar el tiempo gris de esta piel de toro empeñada en apuñalar la razón con el fin de imponer la sinrazón. Daban igual los bandos, la muerte encalaba de rojo los días de todos, difusas las fronteras entre culpables e inocentes. Pero si Cuerda hace insípido el tormento del cura de testosterona fácil, Taberna calienta el dibujo del cura díscolo, más humano que ningún otro en la diócesis, revolucionario como Jesucristo fue. Puede afirmarse el exceso de bondades derrochadas, tantas que la película bordea un idealismo casi ingenuo, de fábula, vaya. No cabe dudar sobre la existencia de siervos tan humanitarios en época de tinieblas, pero el rostro de Unax Ugalde rotula todavía más la ternura, los cariños imprevistos y ajenos al obtuso embarrado político. Nunca dejé de admirar a este actor-de los más potables de la última hornada-, pero aquí la seducción campa libre, descubro el abismo que asoma tras su mirada azul, me gusta su forma de enriquecer desde el matiz y la contención un personaje que no hubiera despegado con otro intérprete.
El marco histórico encuentra justeza física, lo que revela el hábil uso de presupuestos a la hora de ubicarnos. Se respira en todo momento el ambiente localista, auténtico y veraz, acentuados los trazos de unos y de otros hasta el detalle. No olvidemos que el relato se encuadraría en un subgénero dramático siempre a la busca de rigor, rincón temático que a veces no logra cohesionar la rica ambientación con los instintos que afloran, intensos, despiadados. No es el caso de esta obra, que no tropieza en su lenguaje visual y bordea terrenos de grandeza al mostrar los dos lados de la trinchera, la poliédrica estampa de una lucha campal virada al recinto frágil de la conciencia. Y en esa disyuntiva sale a flote el discurso diáfano de Taberna, su claro rechazo de otra concesión que no sean las pinceladas del joven párroco como un pequeño gran héroe, epicentro de discordias y zarpazo a las entrañas de la hipocresía moral de la época. Supongo que podremos perdonar el desliz, a quién no le agradan los grandes ideales cuando los filtran figuras tan cercanas, carne y huesos más que reconocibles. Recordé el idéntico equilibrio que demostró Armendáriz en aquella historia preciosa de maquis asilvestrados a la fuerza (SILENCIO ROTO, 2002), los mismos riesgos, igual la firmeza en modos, el sutil diseño de las emociones. Otro asunto enclavado en la misma nación escindida. La nuestra.

Bajo palios de sutileza discurren los ríos de rencores y odios, la fiebre combativa, el sentido cambiante de la justicia, todos los valores cuestionados, hasta mutilados, cuando la vida cotidiana empieza a temblar. Y el amor. Previsible y liberador, el único recurso con que rehacer la vida, amor que la directora condensa en un bello plano final. Creo excesiva la duración para digerir estos nobles propósitos, aunque se agradece que la carga crítica no llegue a enfangarse en dictaduras de púlpito y fusil con tal de despertar la reflexión evitada por muchos hoy. Tiene su punto oportunista, teniendo en cuenta el actual panorama de memoria histórica reivindicada por la media España, rechazada desde las tripas por la otra media. Taberna modera astutamente un discurso de blancos y negros para llegar a la conclusión más coherente. Lo honrado es reconocer esa oculta gama descolorida que impide ajusticiar a los malos y ensalzar a los buenos. Pero me temo que ni siquiera tenemos claro quiénes son cuáles. Mientras cavilamos sólo perdura la exacta fotografía de un tiempo tan funesto que cuesta asumirlo como nuestro. Pero lo fue. Real. Atroz. Y absurdo, sobre todo absurdo.

11/11/08

LAS HORAS DEL VERANO: recuerdos de familia

No será la última vez que venga este cine vocacionalmente autorial -de nuevo cosecha francesa- a vueltas con la familia. Pocos recintos humanos tan propensos a la disección lúcida, otras veces sólo al discreto surtido de dialéctica enrojecida, silencios, adhesiones. Si hay suerte y la escritura hace honor al conflicto que se muestra, los miembros reunidos pueden experimentar una especie de catarsis emocional que traspase la pantalla hasta calar en el espectador. No es imprescindible confesarse discípulo de Bergman o Woody Allen para que una óptica intuitiva -extensible al rigor narrativo- riegue los cauces por los que hacer discurrir el casi siempre jugoso tapete de reproches y demás lindezas. Es ardua tarea, pero basta esquivar los baches discursivos, usualmente asociados a la sobredosis de intelectualidad.

Olivier Assayas se ajusta a un patrón intimista confeccionado con base en el diálogo, armazón desde el que levantar el drama familiar. Y declara sus intenciones nutriendo de verborrea el encuentro campestre del prólogo, nada original festín de afectos sobrevolados por los espectros del pasado. A partir de ahí se destapa una historia de legados artísticos e incesto oculto, dato que sí podría elevar el peso dramático de un conjunto finalmente desequilibrado. Y es que encuentro poco estimulante la premisa que irá revelando la madurez afectiva y fraternal de los tres cuarentones tras la muerte de la matriarca. La sombra de esa figura -inmortalizada en la mansión sólida, omnipresente- sirve al director para ensamblar propósitos de análisis no siempre capaces de generar auténtico choque emocional -en quien asiste a la función, se entiende-. Gran lastre si tenemos en cuenta que es casi lo único que justifica este tipo de propuestas. Me vino a la memoria aquél otro dibujo de la sacrosanta institución dirigido por Mike Leigh hace unos años (SECRETOS Y MENTIRAS, 1996), pero no quise recordar su prodigioso empleo del bisturí, tampoco sus escenas precisas, menos aún la contundencia de los sentimientos aireados.

La película de Assayas explota la elipsis temporal como marca del trayecto, es el recurso que permite encadenar encuentros de ritmo desajustado, lindantes con el aburrimiento. Insisto en la exigencia de un manto de conexión entre el texto y el público, aquí tan ligero que sólo el personaje de la madre -si me apuran, el de la vieja ama de llaves- perdura. Lástima que sea breve. Todo lo demás articula un viaje entre pasado y presente desabrido, falto de sangre, una elegante exposición de encrucijadas ante la vida adulta que no logra traspasar. En ningún momento recibí el calor previsible en un relato afincado en el poder de la memoria y sus meandros. Borroso es el apego hacia los hermanos herederos de la fortuna, tal vez porque no cuaja el dibujo generacional, ese bloque de intenciones, fracasos y querencias nunca nos alienta, no conmueve. Para más carencias, dura poco el espejismo de una melancolía que rocía luz y banda sonora como principales recursos estéticos. Percibo que la narración, embalada desde el esmero y las buenas formas de Assayas, fatiga a ratos, y siempre se sustenta en pilares de blandengue arcilla psicológica. Es precisamente esta base la que caerá vencida, pese al regalo de frescura y mirada intensa de Juliette Binoche.

Lo más memorable en un tibio y algo fallido recuento de opciones vitales con sus frágiles lazos afectivos. Los recuerdos (y nuestra buena disposición) hechos retales, mientras una casa -todo su mobiliario de infancias, su impulso creativo, sus secretos alfombrados- sigue resistiendo las embestidas del tiempo.

10/11/08

QUE PAREZCA UN ACCIDENTE: pedorreta sin gracia

La caspa vuelve a clarear las sienes de la industria patria. Parece una broma pesada que cada año se regodeen los de siempre en la cantinela victimista en torno a la escasa promoción del cine hecho en este país para luego vomitar productos como éste. Entiendo, hasta justifico, al agnóstico que dicta sentencia en contra de una abanico temático ceñidito -algo que va enmendándose- y una carta de estilo lastimosa. Cual abogado de una causa perdida, me canso de divulgar los minúsculos méritos de muchas de las historias estrenadas, aún sabiendo que el alegato caerá en saco roto. Creo que empezaré a cuestionarme los principios.

Supongo que la imperiosa necesidad alimenticia habrá obligado a Carmen Maura y Federico Luppi a liderar una de las propuestas más banales y ortopédicas fabricadas con sello propio. Gerardo Herrero parece empeñado en transitar todos los géneros con tal de forjarse una personalidad que aún hiberna detrás de proyectos más voluntariosos que excelentes. Presumo además que no logrará régimen de autor con esta farsa pretendidamente sofisticada, penetrada por gruesos sablazos de thriller cañí rotulado a lo zafio, gentil catálogo de despropósitos, olvidables, olvidados ya, de hecho.
Tal vez me equivoque y sí haya propósitos firmes tras la floja comandancia de una nave perpetrada para acoger nuevos -y jóvenes- acólitos. Si es así, cabe desestimar el intento por sacar las pantunflas de una comicidad rancia con que hacer explotar el falso globo de intriga construido. Es intolerable el recurso a un estante de parodia chusca, me gustaría decir que próxima al esperpento, pero ni siquiera emparentada de lejos con tan noble género cómico. El esqueleto narrativo traba sus coordenadas desde la eterna historia de enredos, ahora con suegra suspicaz en pleno ahínco asesino -pero de encargo, para más inri-. O sea, se centra Herrero en filtrar aires de mascarada criminal a una trama que se quiere divertida y apenas llega a despertar una tímida sonrisa. Con ello, el honroso efecto del equívoco se diluye, perdido en una sucesión de gags tan endebles que algunos adolescentes podrían convertirlos en objeto de culto. De llanto.

Intento templar mi enojo al comprobar la herencia de los peores aromas de un pasado (creativo) deplorable. No criticaré ahora, visto lo visto, que la masa cinéfaga devore barrabasadas de hermanos por pelotas, o de padres de él, o de ella, o de pirados atrapados y demás fauna. Tienen también aquí ocasión de hartarse a golpes de chascarrillo tosco, podrán subirse al andamio acartonado que soporta chistes de cuadernillo, aparente mordacidad entre familiares e hinchada de tics interpretativos. El exceso gobernando los renglones subrayados del exabrupto. No es más que eso. Nada del arsenal desplegado huele a original, nada escapa a la fórmula de baratija soportada en la mecánica y plana dirección de Herrero. Faltaría mucha tralla para alcanzar las fronteras de una (negrísima) comedia, esos flirteos con el riesgo, incluso el homenaje al género que otros más dotados -Gómez Pereira, Trueba, De la Iglesia- lograron explorar. Creo que dejaré de soñar en la ironía engordando textos hasta hacerlos dignos de recordar. Si alguna vez dejan de confundir la ligereza con la estupidez, eso que me llevo.

9/11/08

LOS LIMONEROS: el fruto de la discordia

La buena práctica del arte sólo atraviesa umbrales de lucidez cuando se desnuda de pretensiones. Si se torean los cabezazos del panfleto, el dogma o cualquier otro virus tan goloso, el cine puede entonar las verdades del mundo despojando aditivos sensacionalistas hasta su esqueleto grotesco, rotundamente eficaz. Los flecos del conflicto árabe-israelí aún ondean como germen dramático de obras facturadas desde lo pequeño, no así respecto a su tallaje emocional. Me remito a la reciente LA BANDA NOS VISITA (Eran Kolirin, 2007) para valorar la grandeza de esta nueva muestra de una industria hebrea pujante, en cierta forma osada por desvelar sombríos rincones de una realidad política indigesta, aparentemente opuesta a los valores de progreso que pueden filtrar los argumentos más diversos.

Y calan esos apuntes de lo real por los poros de la fábula minúscula perfilada a base de ternura. Suele ser ésta el cauce más sutil de la crítica y el modo menos lacerante de difundir puntos de vista de la controversia. No hay ninguna opción narrativa más elogiable que la metáfora hecha imágenes diáfanas, guía de nuestra mirada ética y humana. Lo consigue por descontado el director israelí Eran Riklis en su noble reivindicación de la historia, del peso del pasado como coraza frente a posturas de ocupación ya ancestrales. No faltará razón a quien sopese el simbolismo fácil del relato, que usa los árboles del título para elaborar el mensaje vertebral en cierto modo previsible. Sin embargo puede encontrarse la descarga de honestidad latiendo bajo los mimbres trenzados, y casi podría aducirse esta virtud escasa hoy en día como defensa del material en bandeja, auténtica carne de metralla discursiva.

Alumbra, no enturbia, el debate la amable parábola construida a modo de alegato en pos de las libertades pisoteadas, en este caso las del pueblo palestino que encarna la figura de la viuda -magnífica Hiam Abbass-. Se descubre, agazapado en la frondosa arboleda, el recurso a la sutileza frente al neumático grueso a la hora de visitar terrenos dignos de voz, la del cine en tanto espejo de infamias. Es bastante notable que el conjunto no despida el tufo maniqueo, valorando el origen del director. Por eso cuesta aceptar la soltura narrativa, incluso asimilamos sin esfuerzo el golpe de calor que un hermoso final logra transmitirnos. Poco o nada de este cuento apunta a los bajos del sentimiento, todo lo que nos narra Riklis eleva el peligro de impúdica y lastimosa demonización que cercena otras propuestas, curiosamente las que modelan la óptica yanqui respecto al conflicto. Lo que aquí se esboza termina sorteando los baches incendiarios, la soflama o el regusto melodramático, y puede hacerlo gracias a un lenguaje sobrio, un uso casi melancólico de luz y espacio y (lo realmente importante) la perfecta sintonía entre escritura -concisa, directa, ajena a las retóricas- y la devastadora limpieza moral que la sustenta.

Es por todo ello que el discurso no alcanza márgenes denostados, desplegando la baza de sus afectos muy lejos del tumor manipulador. Los personajes chorrean cercanía, contorneados por medio de intuición, rasgados de emociones pulcras, contundentes retazos de un choque cultural e ideológico que se torna ejercicio de amor hacia esos seres anónimos, fantasmas que el gran político ignora apoltronado en su tozudez. Queda bien articulada la radiografía de un entorno social y las gentes que lo pueblan, las de ambos bandos. Merece destacarse a la esposa del ministro como expresión del utópico entendimiento entre dos naciones enfrentadas. Ella -contenida expresividad la de Rona Lipaz-Michael- hace cuestionar la férrea voluntad del gobernante cegado por el miedo, anclado en una histórica huida de la razón. Delicioso el modo de encarar a ambas mujeres sin que crucen palabra alguna, su silencio es la grieta elocuente por la que rebosa la esperanza en un futuro más tolerante, mejor.
Una propuesta, en definitiva, impregnada de un edificante toque lírico que en ningún momento encuentra seducción en gratuitos patriotismos, falacias, terrores.Dejemos éstos y su ramaje siniestro para el tiempo de informativos. O para las malas películas. La misión del cine llamado a perdurar es rebañar los sucios colores del mundo y restaurarlos a golpes de integridad, sin otra estridencia que la que marcan las buenas maneras.

EL PATIO DE MI CÁRCEL: libertad entre rejas

El temor al topicazo carcelero, a un modo estandarizado de mostrar la privación de libertad, me estreñía las ganas de ver esta pequeña película. Lo digo en pretérito porque al fin he podido desatar íntimas querencias por el cine nacional y disfrutarla. Aludo a lo del tamaño no con rebaba crítica, sino para constatar la grandeza de esas obras inyectadas de honradez. Son esas películas modestas, acomodadas a un presupuesto parco y levantada con el chorro talentoso de su reparto, en este caso brillantemente femenino. Belén Macías recibe la protección de El Deseo de Almodóvar en su primer abordaje como cineasta, y se nota.

La influencia la filtra un argumento amenazado por los perfiles del melodrama. Ya conocemos el primer imaginario almodovariano, ese terreno plagado de seres marginales que logró dibujar un rostro delirante de nuestra sociedad, en la infancia de su democracia. Personajes que caían seducidos por todos los abismos de la vida, y que el manchego puntuaba de humor gamberro, insobornable. De hecho sitúa Macías la acción en la década de la heroína, una cárcel para mujeres como escenario de esta tragicomedia coral, eficaz pildorazo de ternura que, sin ser brillante, logra conmover (qué palabra, la amo).
Nada realmente insólito circula por las líneas de una historia sobre una panda de desahuciadas del mundo, incapaces de salir a flote más allá de los muros de la prisión. Asistimos a personajes tipo como la funcionaria veterana y estricta a la que tendrá que enfrentarse la nueva y más comprensiva. Son las dos caras de un orden penal a cuyo sistema queda supeditado un catálogo de presas con que encarnar los colores de un sentimiento castrado, apenas renacido gracias al grupo de teatro interno. Inspirada en un colectivo real de reclusas, la columna dramática levantada por Macías baraja cartas seguras para calentar emociones, como es la mutilada maternidad de la protagonista a causa de su adicción a la droga. Verónica Echegui -la mejor, la más dotada actriz de su generación- borda de intuición y ternura, regala mirada intensa a un papel a punto de desplomarse hacia el cliché, en lo escrito y en los excesos de interpretación. Pero el peligro de una sobredosis de azúcar se esquiva gracias a su talento brutal y a las dentelladas de frescura e ironía que marcan los diálogos, siempre gobernados con precisión e inteligencia. Otra vez el humor para mitigar el crudo muestrario de las miserias.

Bajo la esquemática colisión entre internas y funcionarias observamos un cuestionamiento de la rigidez en métodos y condiciones del nuestro régimen penitenciario -el de los lejanos 80-, aunque no es el leit motiv de la función. Sin brillos ni excelencias visuales se va trazando la red afectiva entre reclusas en paralelo a sus vis a vis con familiares, las visitas de la realidad que las excluye. Cierto que no se presta igual relevancia a todas las mujeres, pero al final queda claro el pedazo de felicidad que encuentran mediante la expresión artística. Las ingenuas obras teatrales comprimen sueños de una falsa libertad, el reducto de autonomía negada cuando realmente se es libre. Es en estos bloques donde la grotesca sombra de tragedia deja de amenazar, son las pinceladas coloristas tiñendo un paisaje en el fondo desolador. Al mismo tiempo permiten salvar un guión de poco riesgo, tal vez algo complaciente en su variado mosaico de féminas -los hombres carecen de peso dramático-. El espejismo de comicidad es breve, ya que un contundente broche -no por predecible menos triste- nos recuerda que la puta vida se impone.La bocaza de la desgracia vuelve a sembrar ese mal bajío en el espectador, ya decididamente rendido al quiebro de voz de Echegui y una Candela Peña empeñada en hacernos jirones igual que ella. Esto sí que es cine digno, minúsculo en sus trazas, gigante en el recuerdo.

7/11/08

GOMORRA: el poder es nuestro

Si hurgásemos en la fachada noticiable de las redes de corrupción, asumiríamos la cojera del cine para retratar sus tripas. La ficción no ceja en su empeño de trasladar realidades tan infames que cuesta digerirlas, asimilarlas como tangibles, por encima de fronteras y gobiernos. Ahí está el recuerdo de piezas de incontestable valor con las que hemos alimentado vigilias cinéfilas a la búsqueda de ambientes ya mitificados.

Pero lo que cuenta Matteo Garrone está lejos del mito. De hecho es lo más alejado al halo de glamour que impregna legendarios dibujos de las mafias, ya sean en los siempre cinematográficos EE.UU, en Europa o -recientemente con más ímpetu- el distante Japón. El retrato de un país infectado por el poder criminal y económico de la Camorra se revela uno de los más veraces, contundentes y escalofriantes que puedan asaltar pantallas y espíritus atentos. Me aparecen sus imágenes sobrias siguiendo una estela de cine con vocación de testimonio, directo gancho a los tabiques de nuestra conciencia aletargada, bien instalada en su palco para que las verdades incómodas se miren desde arriba. Dispuesto a provocarnos la colisión emocional, Garrone adapta la novela de Roberto Saviano, todo un valiente que está en la punta de arma de la organización napolitana desde la publicación de su obra. Ni más ni menos que otra víctima de la gran confabulación mundial para mantener diversos estatus de poder, aunque sea mutilando libertades creativas y una maleta de honestidad. Que se lo digan a Salman Rushdie.

Con el escudo protector de esa mirada directa, áspera, ajena a la contaminación del mercadeo, van desplegándose las cinco historias hasta articular un todo revelador, la textura recia y un montaje afilado como herramientas estéticas. Cierto que no se persigue estilizar la violencia y sus ramificaciones. Es obvio que no se pretende idealizar la trastienda demencial de una sociedad a golpes de pericia visual. Pocas veces como aquí -tal vez en la reciente TROPA DE ÉLITE (José Padilha, 2008)- surgen los esquinazos más siniestros de la vida desnudos de esplendores para que bebamos sus chorros. La cámara de Garrone se acerca a las piezas de este tapiz humano, respira su aliento entrecortado a balazos, nos contagia la amenaza constante y logra impregnar de autenticidad los recursos para sobrevivir al caos. Asistimos atónitos al dibujo de ambientes y situaciones a trazos sucios, los únicos válidos a la hora de describir el día a día en el fango.

Me satisface que la industria italiana aborde los efectos de un virus de tal calibre. El debate social necesita asuntos de controversia rescatados de los suburbios, germinados en el ámbito cotidiano de gente humilde para entonar la denuncia de un peligro extendido a gran escala. Las guerras mutan, los conflictos se desdibujan, quedan lejos las trincheras neorrealistas del maestro Rossellini, su paisaje desolado. Las luchas son, en el siglo de internet y del sistema de valores en reventa, por algo tan prosaico como el engorde de las arcas. A decir verdad, como siempre fueron, pero enmascarando ahora los métodos más tenebrosos bajo el rostro del empresario próspero, sospechosamente ajustado a la ley. Lejos temáticamente de los grandes clásicos del maestro, hereda esta película su valiente óptica coyuntural, la casi insoportable carga de honradez que un lenguaje sin adornos nos transmite. No descubro el panfleto moralizante oculto tras las callejuelas. Percibo la ausencia total de cierres concluyentes bajo el fuego abierto. Lo que perdura es la pintura fiel de un entramado deleznable impulsado por motores de sordidez, la integridad moral diluida al modo de residuo tóxico.

De toxicidad y sus derivados se nutren los eslabones de un esquema narrativo eficaz que no desequilibra el retablo de vidas en el abismo. La red de influencias y extorsiones, el intercambio de poder, la violencia como un juego entre chavales imitadores de Pacino y su Scarface. Van asomando los retales del infierno para que el espectador los reconstruya y engarce si en su masa cerebral, incluso en las fibras de un estómago sensible, queda espacio libre tras el golpe. La sensación es la de solidez formal, ética y humana, grandes adjetivos todos, el umbral de la inevitable reflexión. Y no es necesario rociar de épica de bisutería una pieza con perfiles tan rocosos, ya los poros mugrientos de la realidad la destilan a borbotones.