31/12/08

EL INTERCAMBIO: la grandeza de un clásico

El último bastión del clasicismo cinematográfico pretende morir con las botas puestas. Se empeña el maestro octogenario en alentarnos con sus brochazos de humanidad, su pulso de cirujano, su nobleza. Como otro coetáneo, uno oculto tras gafa de pasta y figura menuda, ofrece anualmente una ración de sabiduría tras la cámara -a veces también delante- para que no perdamos el norte, a sabiendas de su casi extinta manera de entender el cine, que no es más que un modo de mirar el mundo al viejo estilo. Podría ser indicio esta fecundidad de algo que te granjea la experiencia, el estar de vuelta y el haber tragado desprecios y arrogancia. La libertad. Valor a la baja en un tiempo éste de transacciones sentimentales y lupanares de cultura, tiempos de estupidez a borbotones y cine de orgasmo rápido. Clint Eastwood permanece incólume a pregoneros del mal arte, resistiendo los mediocres embates de la industria desde su óptica serena y terriblemente lúcida del ser humano.

La golosina de esta temporada -a la espera de su inminente GRAN TORINO- insiste en pellizcarnos la buena conciencia, como hicieran obras ilustres años atrás. Lo hace cambiando coordenadas de tiempo, no las físicas de esa Norteamérica sustentada en pilares de doble moralidad y corruptelas, de falsos ídolos, de miedos y manipulaciones, de fantasmas agazapados. Su nuevo regalo para amantes del buen yantar artístico reaviva la grávida y plomiza sensación de desasosiego que viene inspirando su cartografía del héroe anónimo en lance con el destino. Peligrosamente seducida por los dulzores de un producto de sobremesa llorona, EL INTERCAMBIO se eleva al rango de gran tallaje. Obra de fuste y con la suficiente garra narrativa como para lanzarla al saco de convenciones y tropelías sensibleras tan del gusto de las televisones, tan adictivas para los conformistas como inanes para el cinéfilo de cata.

El rostro frágil, la silueta trémula de una Angelina Jolie menos glamourosa que de costumbre abren paso a un retrato veraz, contundente, sinuoso de los recursos a los que una madre se aferra para recuperar a su hijo desaparecido. Podría, con otro timonel, haber naufragado un esquema propenso al cauce fácil, según promete un rótulo que advierte de que los hechos acaecieron realmente. Pero Eastwood capea la tentación de rotular el drama y prefiere que todo discurra de modo natural, como si lo escabroso, lo sensacionalista del asunto se despojara de malignas connotaciones. Queda el honesto ejercicio de cineasta como transmisor del engranaje siniestro de una sociedad podrida hasta el tuétano, esa ciudad luminosa tras cuyos neones y flashes se ocultaba la silueta de mezquinos, la maquinaria turbia que alimentaba al poder. Es precisamente esa otra intencionalidad crítica la que soporta una anécdota -escalofriante, tremenda- digna de engordar la crónica de sucesos de la época.

Es experto el maestro en perforar la superficie de lo cotidiano para aspirar turbulencias del alma. Lo consigue esquivando la metralla semántica, los oropeles, la fanfarria barata. Cuando adapta textos ajenos, su sentido de la honradez se multiplica en personajes poliédricos que engrandecen sus minúsculas existencias hasta límites épicos, la grandeza del perdedor en su titánico combate para mantener a flote una dignidad masacrada. En EL INTERCAMBIO, la tragedia doméstica deja paso a un soberbio paisaje de la hipocresía y la arrogancia de las fuerzas policiales, empecinadas en mantener lavada su cara frente a la prensa, cubriendo las espaldas ante una opinión pública maleable, timorata. Sutilmente, ajena al énfasis, se desliza una condena a los métodos denigrantes que las instituciones médicas aplicaban para atar en corto al disperso, el control feroz, inclemente, de esas piezas desencajadas de un sistema hundido en fangos de corrupción. El perfecto marco para que otra de sus heroínas, labios carnales y mirada afectuosa, demuestre el hedor de la justicia desde la única trinchera válida para afrontar sus abusos. La integridad de su amor materno.
No faltará quien juzgue de mecánica emocional un modo de rodar que, en su rechazo de la impostura, apenas innova. Habría que rebatir semejante idiotez recordando que los más insignes nombres de la profesión, ésos que habitan párrafos de enciclopedias, también hallaron su identidad desde una fórmula propia para vehicular ideas y experiencias. Un camino personal por el que pisotear la realidad, exprimirla, hacerla arte. Otros, desde la gamberrada, el supuesto vanguardismo, la ortopedia o el postizo, también se llaman creadores. Incluso se les baña en premios y alabanzas. Sinceramente dudo que el autor de esta disección lúcida de un tiempo y un país pueda acomodarse en categorías. Su oficio, al modo de una vieja especie a punto de fenecer, es de los que alumbran los recodos éticos del espectador, lo mísero y lo sublime que todos escondemos en una armonía tal vez insospechada.

FLAME Y CITRON: viejos fantasmas, firmes ideales, y la amistad que dure

La corriente histórica del cine de qualité europeo engendra de cuando en cuando algún producto de fácil digestión, sazonado al punto de una narrativa férrea, modesto dibujo de psicologías y un justito condimento estético propio del thriller, el género más dúctil para encauzar revisiones de tiempos y batallas. Un pródigo Paul Verhoeven retornaba hace poco hacia las escarpadas sendas del pasado de su Holanda natal y se atrincheraba en la aventura bélica de canónica factura. En EL LIBRO NEGRO (2006) nada deslumbraba, pero el cúmulo de sucesos atropellaba un relato adocenado, consumible sin resaca de terceras lecturas, hecho por y para el disfrute del personal. De paso endosaba un rango autorial a lo que no dejaba de transpirar sudores de telefilme, bien orquestado y exento de vanidad.

FLAME Y CITRON cambia Holanda por Dinamarca, pero el trasfondo sobre el que orbita su argumento tiene los mismos colores de infamia, idéntico hedor a pólvora, iguales dimensiones de tragedia. También se empareja con la de Verhoeven en su concepto del relato asumido desde lo clásico, en cuanto a recipiente de asuntos que van desplegándose, en una lineal y admirable concatenación de hechos y efectos hasta el cierre, más o menos concluyente, ambiguo o memorable. La historia de los dos resistentes daneses en el gran conflicto armado del siglo que sajó el orden del mundo es, ante todo, puro cine. Más bien reivindica el cariz lúdico de este arte llamado el séptimo, su noble entretenimiento -nada que ver con los mamotretos descerebrados-, su firme, nunca autocomplacida bandeja dramática. Y, corriendo los (burdos) tiempos que corren, es algo más que loable.

Da mucho juego el marco intrigante de un nazismo fantasmagórico, cuyos tentáculos riegan de vísceras las frías callejuelas, los sombríos esquinazos de la vida. Ole Christian Madsen pulsa con solidez las teclas de la memoria pero no se arrima al documento historicista ahogado en pretensiones. Apenas se intuye en su película un ánimo por sentar cátedra, adoctrinar o escorarnos a ideologías mascadas. Prefiere el danés contornear sus criaturas y darles entidad desde ese escenario teatral, ceniciento paisaje que asusta en su tremenda precisión. Es ésta una aventura sin coartadas ni concesiones, el ancho gozo de contarnos los azares y destinos cruzados de dos amigos, su contienda común por defender grandes empresas. En ese discurso acompasado, en ningún instante víctima del frenesí tan goloso para algunos niñatos con cámara, la dualidad psicológica enriquece el mero festín narrativo y va orientando nuestra mirada, gratificándola a golpes de sabio control visual. No hay embarullamiento, ausentes están las pedradas a la inteligencia del espectador. Lo que aquí transcurre se llena de equilibrio entre el pentagrama intenso que sirve de decorado y los acordes serenos con los que estas figuras del horror y la injusticia, de los ideales robustos y la conciencia, quedan perfiladas.

Uno podría equivocar el juicio sobre el film, dejarse arrastrar por erradas sensaciones de mecánica en la forma de relatarnos la fábula atroz. Insisto en que Verhoeven se destapó los aires de trascendencia y abogó por la desnudez formularia aunque efectiva de su crónica de espionaje. Lo mismo sucede en uno de los títulos que -es un presentimiento- mayor desprecio sufrirá en taquilla. Enterradas las toscas moralinas, obviado el prisma maniqueo de estos seres ya asentados en el pedestal de las leyendas, queda un coherente repaso por las encrucijadas vitales de dos personajes no ajenos al miedo y la esperanza, a un sueño de libertad y a los diversos matices de la lucha. Obra poliédrica que rechaza de pleno el torpedeo emocional, prefiriendo el dosificador, el goteo incesante y cautivador de las pequeñas hazañas hasta configurar el cuadro final, tan grotesco como en realidad se reveló.

Si en un principio se acerca al precipicio del estereotipo y la marioneta sin alma, a los márgenes difusos de una hagiografía descafeinada imbuida de una falsa (y cómoda) épica, salva los muebles el director haciendo acopio de un sobrio discurso formal, un respetable empaque artístico como respetuoso es su exorcismo de espectros e ilusiones del pasado. A algunos parecerá gélida, incapaz de dar calor al torbellino pespuntado sin apenas tregua, sin que la morosidad empañe el ritmo. Pero tal vez sea más vitamínico este cine discreto, equidistante entre lo tenebroso y lo heroico, digno por habitar las antípodas del mercadeo de baratijas. Son de agradecer radiografías de antiguas vilezas y convicciones cuando no desprenden los molestos tufos de la manipulación, ya sea a nivel humano o en los resortes aparatosos, estridentes, casi siempre huecos con los que ganarse la venia del público.

BUSCANDO UN BESO A MEDIANOCHE: jo, qué fin de año

La que enseguida se ha distinguido como obra revelación en el circuito indie del cine norteamericano tiene condiciones para serlo. También intenciones, vistas los trazos con los que se ha puesto en pie una variación cool de la comedia romántica, género donde ha cabido todo desde que el cine es cine. No hay mejor indicio de esta declaración de propósitos que el uso de una fotografía en blanco y negro como cauce estético del excéntrico dibujo de personajes en una cascada de situaciones imprevistas, un punto graciosas, otro punto surrealistas, pero siempre encaminadas a ganarse al respetable. Si se asume esta opción estética como la idónea a la hora de hacernos circular por las venas de una noche loca, el asunto entretiene, incluso se produce algún brote -discreto, tímido- de emoción.

Apunto en el encabezado un título mítico, dicen que obra menor del maestro Scorsese, aunque sea una de las más arriesgadas, estrambóticas y gamberras de su carrera. Por aquéllo del juego de referencias, la nombro en su horrenda traducción como expresión cristalina de lo que en esta pequeña película podemos ver. No tanto en la exactitud de tramas, antes en la locura que se desata y arrastra al espectador. El debutante Alex Holdridge maneja personajes a la deriva sentimental, igualmente marcados por una relación pasada, que se adivina turbulenta y servirá como bagaje para afrontar el encuentro desde su común naufragio. Parece serio, pero prefiere la historia relajar carga reflexiva -que alfombra su entramado naif- y contarnos un cuento de soledad compartida, de azares caprichosos y mutua liberación desde el trazo irónico, la frescura invadiendo cada fotograma, evitando caer en las manías de cierta producción de autor, complacida y complaciente en su transgresión de convenciones.

El resultando ofrece un agradable repaso a esa edad de teórica madurez, económica y afectiva, y deja claro que no siempre se tiene lo que se desea. O que la vida, antojadiza, nos coloca frente las narices súbitos resortes para dejar de verlo todo mustio. Nos dejamos llevar por un guión simpático, vacío de pretensiones, a tramos incluso tocado por líricas fragancias. Si narrativamente no deslumbra, al menos nos ubica en un paisaje de Los Ángeles reminiscente del genio Woody Allen y explota toda la fiscidad de la noche más lúdica del año, la última. Nos contagiamos de la mirada melancólica que empapa una aventura entre dos desarraigados del amor, ansiosos por descubrir mutuos asideros, aún sabiendo que el asunto no tiene visos de perdurar, por mucho empeño que se haya invertido. Soterrada, late una modesta radiografía de los recursos urgentes del sentimiento en este nuevo siglo digitalizado y feroz. No hay hueco a intelectualismos ni banalidad. Es el mérito de una pequeña sorpresa cinematográfica que -presiento- apenas meterá el hocico en las voraces fauces taquilleras. Lo paradójico es que se la precinte con lazos de obra minoritaria cuando el subsuelo de la comedia se rellena de algo tan universal, tan grotesco y necesario, tan divertido y tierno, tan reconocible como el afecto entre extraños.

30/12/08

ROCKNROLLA: el mismo ruido, las mismas nueces

Uno de los fértiles cultivadores de la mirada moderna del cine, entendida en su menos noble acepción, sigue siendo este niño grande dotado para el espasmo visual, para aquéllo del lustre radiante con que encubrir inmensas vaciedades. No tardó en brotar, cegado por el destello de un debut menos ingenioso de lo que se vendió, un enjambre de acólitos dispuestos a hacerle hueco en la historia de la industria -el rango de arte mejor obviarlo-, espacio aún raquítico de méritos y aporte genuino más allá de un manierismo estético bastante provocador para el rebaño palomitero.

No se le puede ni debe negar a Guy Ritchie cierto talento a la hora de ametrallar al respetable con su traca de artificio, de hecho pudiera ser el más apañado de la última caterva de directores si se trata de hacer rutilante la estupidez. Lo cierto es que su bagaje publicitario le permite firmar auténticas banalidades formateadas con lenguaje speedico, contundencia narrativa y diestro aderezo musical, la receta idónea cuando las neuronas se arrinconan en la mesilla antes de acudir a las salas. Pero también es evidente que tras esa fórmula pretenciosa, de una frescura milimétrica, precocinada hasta el tuétano, se descubren verdaderas muestras de astucia comercial, por otra parte necesaria para que brillen aún más los rasgos de genio de otros autores escorados hacia arcenes de sutileza, los verdaderos maestros del buen arte cinematográfico.

Habría que rascar el caparazón de su nuevo bombón taquillero para descubrir los mismos compases del vacío que en anteriores piezas se desplegaron. Revelada la escasa dimensión de unas costuras formales diseñadas para aturdirnos, puede concluirse que Ritchie se mantiene en sus trece de juguetear con la cámara en una eterna gamberrada cuyos trazos gruesos apenas dejan espacio para acentos críticos o soterrado diagnóstico sociológico. En el fondo da igual el matiz de turbiedad con que quiera embadurnar ambientes y personajes, ya que todo termina siendo una gran broma, la apología de lo intrascendente, su reivindicación, su puesta al día. No es cine el suyo amueblado de nobleza, no engrosa el estante de obras hechas para el desgarro y el estirón emocional. Ni siquiera merece un remoto esquinazo en la memoria. Es el suyo un cine incendiario, no tanto por ofrecer visiones arriesgadas del mundo y sus criaturas -tan idiotas, tan irresistibles-, más bien por diluir sus propuestas en una eficaz combustión de recursos de discutible nivel creativo.

ROCKNROLLA, como se pudo ver en LOCK & STOCK (1998), como confirmó SNATCH (2000), reinventa poco, tanto en estructura dramática como en su lenguaje, definitivamente los pilares que sustentan y definen el oficio del cineasta. O al menos no altera las formas del espectáculo aparatoso que lo lanzaron para alborozo de algunos. Lo cierto es que despide este relato criminal un molesto tufo autorial codificado desde el ruido enlatado, la fanfarria y la saturación, el impulso frenético. Casi todas las opciones visuales terminan pareciendo puro postizo, fastuosa maraña de recursos tras la que ocultar uno de los alegatos a la grandilocuencia más mimados por los estrategas del marketing. Venta de humo cincelada a trazo esquemático, próximo a la parodia chusca disfrazada de Armani, con tal de conferir cierto aire elegante a memos casi simiescos, incapaces de transgredir por encima del eructo y el golpe bajo. Aún sabiendo el corto alcance de su dibujo suburbial y canalla, pese a reconocer el mecánico trayecto por planicies cerebrales sin oasis de lucidez, el resultado engancha apoyado en la maquinaria argumental, cuyas vueltas de tuerca van perdiendo fuelle y consiguen revelar los estirados pliegues del entramado, la flexibilidad de la nada.

Tal vez sea más práctico esquivar cualquier análisis que no se base en las formas de una travesura sólida, firme, equipada para entusiasmos facilones. Una recaída en los tics cocainómanos marca de fábrica, en esa suerte de diseño robusto y burbujeante por el que filtrar estilizadas revisiones de arquetipos del género negro, ahora más que nunca aliviados de dilemas éticos a espaldas de la ley. Muy razonable será quien aduzca talento casi tarantiniano en esta obra coral, excesiva y cool. Muy acertada es la comparación con el enfant terrible del mainstream yanqui, es su escritura sin complejos la que aquí asoma, es la textura de su imagen, toda su atmósfera tiznada del más azabache de los humores. Y también una cierta arrogancia mimética de esquemas y soluciones de títulos más serios, pervertidos con las notas estridentes de una sinfonía caricaturesca, barriobajera y lenguaraz. Puesto a la tarea de transcribir moldes, Ritchie se acomoda en el alcantarillado londinense, confeccionando un universo anclado en el refrito estilístico, con la complicidad de un manojo de actores desprejuiciados y un irrefrenable sentido de la explosión de gas como motor de la farsa, al final ahogada por la sobredosis de ínfulas vanguardistas.

24/12/08

CUESTIÓN DE HONOR: rutinario descenso a las cloacas

Sigue siendo muy prolongada la sombra de un noir bajo el que se refugian guionistas y cineastas para cuestionar la intocable integridad policial de las grandes urbes norteamericanas. La soberbia radiografía de James Ellroy que un inspiradísimo Curtis Hanson vertió en su mejor filme y uno de los cinco títulos más redondos de los 90 (L.A. CONFIDENTIAL, 1997) sentó las bases -eso sí, de irreprochable magisterio- para una resucitación sin fisuras de todo un imaginario estético como rotundo embalaje de trayectos morales menos sólidos. Ha sido -y no es difícil augurar la futura dificultad para igualarlo- el punto cenital en la representación que la industria del cine, ajena al artificio vacuo que suele impulsarla, ha hecho de corruptelas en las fuerzas del orden público.

Dejemos a un lado sonrojantes intentos por escarbar en terrenos tan cenagosos y retengamos las aproximaciones más o menos dignas o sutiles o respetables a un espectro temático que habita a sus anchas en nuestra memoria. LA NOCHE ES NUESTRA (James Gray, 2007) y DUEÑOS DE LA CALLE (David Ayer, 2008) servían no hace mucho la siempre golosa madeja de impulsos de tan humano calado que acababan siendo el motor del descalabro de todo un código de valores, de efectos aún más sangrantes por brotar en el seno del cuerpo policial. Ahí es donde esta nueva pieza de género se adhiere sin complejos, haciendo de la mímesis su mejor garantía, pero también el lastre para que una cierta mirada innovadora se desvele tras la fanfarria orquestada. Si no para alcanzar cimas revisionistas empapadas de eso tan inaprensible como es lo legendario, los artífices de CUESTIÓN DE HONOR -título explícito donde los haya, despliegue sucinto de intenciones- han dispuesto un material clásico en fondo y forma con el único objetivo del entretenimiento sobrio, urdido sobre claves espaciales, narrativas y humanas innegablemente atractivas, pese a contar con pocos resquicios donde dar cabida al entusiasmo.

La óptica que descubre una trama digerida hasta la saciedad, con su bajeza ética, con todos los sucios rincones de una moralidad pervertida a golpes de avaricia y mezquindad, deja escasos repuntes de brillantez por debajo de de su arquitectura visual. Y es que no trasluce este policíaco intenso y adiestrado más que ese leve latido de complejidad, a la postre de escasa enjundia si se trata de hacer retratos turbios de escenarios nocturnos, azulados callejones, siniestras pátinas de cotidianeidad. Un argumento estirado como gominola eficaz hasta que la glucosa de su cámara potente, el regusto sabroso de los dilemas esbozados y el carisma de un plantel actoral ajustado se muestran como férreos pilares de un relato en sí mismo convencional, de ejecución astuta pero igualmente exento de personalidad.
Es habitual en productos incapaces de deslumbrar como apuestas insólitas o desgajadas de los cauces dictados por el mainstream que la factura técnica acapare atenciones, eclipsando la posible reinvención lingüística, quizás también el lifting en las coordenadas argumentales amasadas con ilustre tino por hermanas mayores. Por ello caería dentro de lo memorable -aunque no llega a caer- el pulso con que Gavin O´Connor arremete contra desórdenes de chapa y pintura, delineando no sin ínfulas autoriales los acordes de una partitura en ningún momento tocada con varitas de genio. Su película no aburre, pero está lejos de arrebatarnos el ánimo, moldearlo mediante el torbellino emocional y obtener, punteada con el portaminas del oficio, una obra grande. Todo huele a mecánica, lección bien asimilada, discurso aprendido. Hace tiempo que los nuevos tiempos trajeron nuevos bríos en los cuentos de la miseria y sus modos de expresión, razón que induce a exigir tirabuzones en ejercicios de semejante ralea. Si no se descubre el virtuosismo literario junto a la contundencia estética, la acrobacia psicológica frente al impacto fotográfico, la densidad bajo el rutinario catálogo de acciones y reacciones, la ilusión por recodificar un paisaje emblemático en la historia del cine se quedará en quimera absurda, simple aplicación de barniz a ensamblajes más discretos que fascinantes, hábil receta con que endosar trayectos de siempre y pretender dotarlos de un halo mítico que pocos obtienen.
Cabe reservar un último suspiro hacia Edward Norton, el mejor y más dotado actor de su generación, quien vuelve a demostrar sabiduría y elegancia dando cuerpo, voz, presencia serena al honesto defensor de la ley cuyos principios se ven amenazados desde la tripas de su propia familia. Puede que sea lo más lucido, el pivote auténticamente revelador en un título que no aporta algo distinto a la nutriente bandeja de encrucijadas laborales y afectivas, íntimos choques contra el rostro cetrino de la corrupción mejor precintados de lo que un equipaje meramente formulario podría merecer.

18/12/08

CUANDO ELLA ME ENCONTRÓ: la madre pródiga

La alternativa que el cine independiente viene ofreciendo frente a los productos de consumo masivo empieza a perder el fuelle que lo impulsaba. Dicen que el acomodo recurrente a ciertos esquemas logra el efecto opuesto, en este caso un ligero aroma de diseño desde lo minúsculo. La válvula con la que aliviar los flujos de creatividad de ciertos guionistas es rentable dentro de unos límites narrativos y estéticos calibrados al detalle, tanto que quizá queden reveladas las intenciones demasiado pronto. No obstante hay títulos cuya eficaz sentido de la cercanía desinfla cualquier intento de menosprecio. Son los discretos pellizcos de vida, perfiles irónicos, compasivos, tiernos o despiadados de vidas tan anónimas como las nuestras, igualmente llenas de dolor y esperanza. Era el viento que agitaba sólidos retratos como los de COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO (Susanne Bier, 2007) o LA FAMILIA SAVAGES (Tamara Jenkins, 2007).

La paleta emocional servida mediante esos mordiscos a lo real encuentra el calor del espectador, plenamente identificado con un catálogo de asuntos no por distantes menos tangibles. Helen Hunt, actriz nunca decorada con galones de estrella del orbe mediático, se bautiza en lides de cineasta, y se sirve de la fórmula garante del mínimo respeto hacia el debutante. Su historia nos habla de algo tan complejo, tan atrayente como las relaciones adultas, ésas que de súbito surgen entre una hija adoptada y su madre biológica, pero también las que brotan entre un hombre y una mujer al borde de los cuarenta, edad de riesgos, lastres, ilusiones agazapadas. No se resbala la directora hacia arcenes de tipismo, y eso que el material se presta al manoseo en temas y su partitura dramática. Todo lo contrario. Esta película dosifica con mimo el argumento que tiene entre manos, se aleja de la batería de clichés que infecta la comedia romántica yanqui y logra encauzar los diálogos hacia el giro sorprendente a la búsqueda de nuestra complicidad.

Aún escondida en esa calculada frescura de tono tan propia de los primerizos, Hunt no es ni pretende ser moderna. En su huida del sendero habitual recorrido por la industria palomitera no hace sino puntear el grueso de la narración con brochazos de humor, los suficientes para aliviar una puesta al día de encrucijadas vitales ancestrales como el amor mismo, cauce y causa de instintos, pasiones, deslices y reacciones humanísimas, carnales, tan ilógicas como comprensibles. Su historia de adultos en el quicio de una nueva etapa de madurez atrapa por sencillez de costuras, pese a cierta deriva en el guión, que a veces bascula entre dos tierras sin afianzarse en una concreta, con nuestro lógico desconcierto. Una vez perfilada la personalidad, Hunt se descubre cómoda tras la cámara, tanto como delante de ella, en un despliegue de buen oficio, calibrado no para asestar golpes a la taquilla, sino como medio escueto y directo de seducción.

Y deja fluir a sus personajes amables con ajustadas pinceladas de dolor, sin propasarse y convertir desde el énfasis los resortes dramáticos en puro espectáculo sensiblero. Las vidas adultas van articulando un contenido panorama de la frustración y el deseo, nunca víctima de subrayados ni malas artes. A fuerza de ser incisivos, podríamos achacarle cierto regusto por los tics propios del cine off Hollywood, tanto en la excéntrica reunión de desnortados de la vida como en los mimbres visuales que vehiculan un paisaje a veces esperanzado, a ratos patético hasta el complaciente -sin chirridos- final. Sería poco reproche a un ejercicio honesto de cine enfocado al dibujo de personajes, arma habitual de esa corriente indie a la que importantes estrellas no dudan en adscribirse. Aquí, junto a la directora, desfilan unos siempre ajustados Colin Firth y -una debilidad personal- Bette Midler, cuya ración de talento se revela tan enorme como los aires de intimidad que recorren las venas de esta simpático encuentro familiar.

17/12/08

ESTÓMAGO: la vida en el paladar

Encuentro en la última baraja de estrenos con sello sudamericano la cada vez menos frecuente sensación de gusto por el relato, el puro placer del cine. Esquivo a propósito la fanfarria y el histrionismo, casi todos los blockbusters, todo aquello que deje su fragancia a producto tan vistoso como estéril. Y lo hago desde que me descubrí impasible frente a fenómenos mediáticos de tan rendida feligresía, incapaces en el fondo de suscitar algún interés debajo de su prodigio técnico, del mero espectáculo. Por eso me arrodillo ante pequeñas piezas nutridas a dosis de texto intuitivo y noble. Me dejo llevar encantado por los sencillos cauces de las historias mínimas porque sigo sin entender forma mejor de reconocerme, emocionarme, crecer.

Ya sea desde la crítica mordaz o el drama carcelario, bien con disfraces de condena política o espejo costumbrista, la nueva hornada de cineastas latinos agarra la vida sin coartadas dinerarias, contundentes cronistas de su tiempo que dignifican el oficio y el arte del cine. Desde Brasil nos llega una ligera -sólo en apariencia- reivindicación de los sabores de la vida, una tierna metáfora gastronómica tras la que los pequeños, a veces olvidados placeres del paladar se tornan más vivos. En la memoria perduran otras obras cinematográficas cocinadas al fuego lento de la originalidad, un punto excéntricas, una ramillete de personajes entrañables invitando al festín visual.

El título sugerente permite adivinar los recodos que tomará la propuesta, movida por la inteligencia del director, Marcos Jorge, hacia terrenos de comicidad bien dosificada. En esta fábula cautivadora se nos habla de comida, del tacto necesario a la hora de cocinar, de la inspiración que requieren los fogones, de pasiones y lujurias, y del valor de la confianza cuando los mueve el instinto culinario. No se nos describe más que una receta para despertar los matices del deseo y recobrar la fe en uno mismo, un apetitoso, a la postre saciante muestrario de todos los aderezos con los que un pobre niño grande descubre el mundo e intenta ganarse afectos varios. Los ingredientes más propensos al drama no se acentúan en un menú transportado con rieles naturalistas de trazo delicioso, rasgados de óptica irónica y para nada piadosa hacia el protagonista. Con su aventura en la galaxia de la restauración se va dando forma elegante al cuento humeante, todo seducción, que nos ponen ante las narices.

Descubro algunos instantes en que la sordidez del paisaje urbano y del entorno de la prisión muta al territorio del realismo mágico, definido mediante el cuidado aspecto visual y sonoro. Entonces intuimos que lo fantástico no procede del diseño hueco de la emoción, ni del efecto especial disparado a granel. Se ha requerido un hábil puñado de autenticidad, una pizca de libertad creativa y muchos golpes de calor con el fin de hacernos degustar el plato, arrimado a las ascuas de una cinematografía cada vez más pujante. El secreto -como en aquella pequeña maravilla llamada TOMATES VERDES FRITOS (Jon Avnet, 1991)- sigue estando en la salsa de su esqueleto narrativo y en cada uno de los condimentos que adornan el bocado de ingenuidad, humor, patetismo y felicidad transmitido en sus imágenes. Supongo que pocas películas podrán igualar este suculento y divertido, siempre arrebatador canto al deleite del buen yantar, sólo parejo al del -aún mejor- buen fornicar o a ese impulso de liderazgo que todos guardamos. Pocas historias como ésta animarán la babeante actividad de una boca abierta de gozo.

16/12/08

SOMERS TOWN: empezando a vivir

La hermana menor de la reciente THIS IS ENGLAND (2007) formaría con ésta un discreto díptico sobre la zambullida en la madurez de un adolescente en la Inglaterra suburbial y proletaria. Igual que su precedente, esta obra de pequeña factura logra seducir desde la anécdota, sin alzar la voz del discurso que otras veces ha impregnado los retazos de un marco social de fértil cultivo en el cine británico. Pienso en toda una tradición de obras artesanales encargadas de plantarnos la cara menos plácida del capitalismo, perfilando con lenguaje directo y sin ornamentos la odisea diaria de los desheredados del sistema, su vis a vis con el infortunio. Shane Meadows recupera los grises contornos del extrarradio y nos regala una fábula de amistad y mutuo aprendizaje entre dos chicos que empiezan a morder la vida, a vislumbrarla con una mirada cada vez menos ingenua.

La sensación de déja vu invade al espectador de este cuento escueto, claro, anclado en universos tangibles y amables. No es el riesgo la condición que impregna un núcleo dramático heredero sin tapujos de coordenadas argumentales y soluciones visuales propias de ese cine europeo de autor que en los años 60 se fraguaba como espejo de una lucha diaria por mantenerse a flote. Filma Meadows lejos de florituras, esos pedazos de existencia conforman un dibujo ajeno a imposturas, como lo hicieran los cineastas de la prestigiada nouvelle vague francesa. Nueva muestra la suya de cine-ojo, retrato fiel de encrucijadas vitales y un común despertar a la cruda realidad. Alejado del maniqueo -aunque loable- tono panfletario de su compatriota Ken Loach, Meadows pega sus brochazos evitando enjuiciar a sus criaturas y dejando fuir el curso de las acciones, sin dejarnos apenas el hueco a la reflexión. Es una obra menor, consciente de sus dimensiones en todo momento. Pero también de unas limitaciones adivinadas tras los visillos del relato. Se antoja pobre el lenguaje empleado para testimoniar la errante rutina de estos dos refugiados, el uno por definición, por búsqueda de nuevos estímulos el otro. Pero se ajustaría esta parquedad de estilo al propósito documental que late en el fondo, asomada a cada tramo hasta el poético final del relato.

Es precisamente este cierre a color el que contrasta con el resto del metraje, gracias a un viraje fotográfico que hace inexplicable el uso de un postizo blanco y negro para el resto de la obra. No se entiende más que como inductor del aire de lirismo con que atenuar las a veces dolorosas estampas del fracaso y la soledad. Opción discutible aunque sin duda válida a la hora de ganarse la emoción del respetable, que -de sobra se sabe- encuentra mayores flecos de identificación cuando le hablan de marginalidad, adolescencia y todo ese manojo de sueños por cumplir, casi siempre mutilados. Las trazas de lo naif recubren así un conjunto agradable, convenientemente punteado de diálogos frescos y un humor bajo el que no deja de latir el sombrío rostro del presente, los dientes afilados del desarraigo familiar, la suerte de toda una generación de inmigrantes en un país en continuo lavado de cara.

Ya sorprendió en aquel título Thomas Turgoose a golpes de frescura y un acento imposible, delicioso. Aquí repite jugada y borda al gamberro indomable y romántico, enamorado, explorador de recodos urbanos, molido a palos y, a la postre, superviviente junto a su noble compañero. Dos piezas aún desencajadas en la rueda del mundo, tan sólo restan los pequeños placeres de la vida que empieza, la ilusión de un beso femenino, una borrachera juntos, un viaje a París.

PRIME TIME: telerrealidad y límites éticos

Si se atiende al progresivo atracón de zafiedad inyectado por la televisión actual, el punto del que parte esta película está lejos de la ficción evasiva. Tanto que uno tiene la impresión de que totems de la palestra catódica -no cito nombres, pero en nuestra cabeza están- asomarán el gañote para acreditar la fanfarria desplegada por el debutante Luis Calvo Ramos. Pero aún aceptando que las cosas pintan mal, que la sociedad se regodea en su abyección, que todo es admisible para el buen curso del show business mediático, el exceso y el grosor de la propuesta acaban desinflando sus ¿nobles? intenciones.

Hay pocas sensaciones tan desconcertantes como verse asaltado por la risa continua en productos engendrados para despertar reacciones opuestas. Adivino bajo las capas de este artilugio psicológico los propósitos de análisis serio y reflexivo sobre los males de esta sociedad. Intuyo el deseo de hacer cavilar al espectador acerca de los límites éticos del espectáculo de masas más rentable, también sobre los márgenes de moralidad que estamos dispuestos a franquear en pos de un beneficio -ya sea económico o como satisfacción de instintos más siniestros-. Puede verse además un intento por filtrar los esquemas del thriller de individualidades enfrentadas en un espacio cerrado y amenazante, tal vez a la sombra de otros títulos de desiguales resultados -CUBE (Vincenzo Natali, 1997), EL EXPERIMENTO (Oliver Hirschbiegel, 2001), EL MÉTODO (Marcelo Piñeyro, 2005), LA HABITACIÓN DE FERMAT (Luis Piedrahita, 2007)-. Volvemos a encontrarnos un grupo humano hacinado en contra de su voluntad, esta vez al servicio de un experimento audiovisual con una contundente mecánica justiciera y voraz aceptación popular. Nada que suene a marciano, según la programación de ciertas cadenas de cuyos nombres todos nos acordamos.Incluso aceptando la enfática plasmación de una tesis más factible de lo que cabría desear, no puede evitarse la impresión de desinterés hacia la trama, trufada de forzados diálogos y un manejo bastante previsible de los giros narrativos. Es revelador que en una condena tan obvia hacia los desmanes de la llamada telerrealidad, hacia todos las sociopatías catalogadas como posibles fuentes del share más goloso, nada de lo que acontece parezca real. El tono se despeña hacia terrenos de farsa redundante, el olor de lo falso desarticula la efectividad de un mensaje que nos subrayan desde el principio, desnudo de matices, arrimado al estereotipo a la hora de trazar personajes y situaciones. Tal vez los brotes imprevistos de comicidad se produzcan porque las costuras discursivas no dejan de verse en todo momento, por la decisión cuestionable de dejar tan clara -demasiado- la crítica vertebrada bajo una intriga de principiante. Tan rotunda y carente de aristas que los puntos álgidos de la historia, todos esos intensos cruces dialécticos se aproximan más a la caricatura que al tránsito de neuronas del espectador, definitivamente rendido ante el blando arsenal de ideas mostradas.

Podría adherirse PRIME TIME a un cine de género de fallida resolución, más por la torpe disección de su moraleja que por errores en el plano visual, necesariamente ajustado a un sólo escenario central pendiente de transmitir la frialdad y el desasosiego en consonancia con la sombría lectura sociológica que ofrece. Es, por otra parte, el cauce por el que un manojo de actores de nueva cosecha procuran salvarse del naufragio, esforzados en dotar de veracidad a un asunto embarrado en mitad de sus propias pretensiones, agotado a poco de empezar la función. Será más práctico tomárselo como una bufonada, un juego mojado de fantastique que mueve sus fichas por los huecos de un entramado artificioso, manipulador e incapaz de despertar el mínimo debate sobre las lacras que pudren la dinámica social. Tendría su punto alarmante que algún directivo avispado se lo tomara en serio y convirtiera el juego, sin dilemas ni cortapisas que valgan, en un -aún más- denigrante cebo para la audiencia. Ahí se acabaría la gracia, pero tiempo al tiempo.