29/1/09

LA DUDA: mucha culpa y poco cine

Las imágenes del documental LÍBRANOS DEL MAL (Amy Berg, 2006) nos descubrían uno de los más sangrantes casos de pederastia ocultados por la cúpula de la iglesia católica. El padre O´Grady, todo sinceridad, confesaba a cámara los siniestros impulsos que le condujeron al destierro -tardío, eso sí- de sus labores pastorales tras engordar un penoso historial de infancias mutiladas. Había poca carnaza sensacionalista y mucho de análisis agudo de la mezquindad humana, tal vez más reveladora al gozar del amparo de las altas instancias eclesiásticas. LA DUDA viene a ficcionar esa realidad grotesca, desgraciadamente presente en el seno de sociedades que se quieren cuna de progreso y civilización. Si bien no dejará poso como obra cinematográfica, es de suponer que alentará el debate en torno a los endebles pilares de moralidad que sustentan la presencia de la iglesia en la vida pública.
Pero el cine es, debe ser algo más que un adoquinado reflexivo sobre el que desplegar argumentos espinosos de consumo asegurado. Se adivina el fondo turbador del dibujo de O´Grady también en el film de John Patrick Shanley, quien adapta su propia pieza teatral apoyado en dos criaturas leoninas llamadas Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman. La diferencia de bulto -hay otras menos visibles- está en los modos que éste elige para escenificar la culpa, motor de un relato cuyo esqueleto no encuentra acomodo visual a su altura. Enunciar hechos condenables desde posturas objetivas revela una valentía siempre útil para airearlos y, llegado el caso, exigir responsabilidades, honrar a las víctimas, cuestionar los márgenes éticos y legales tras los que acorazarse. Otra cosa es la habilidad artística con la que hacer discurrir el material, próximo a lo escandaloso, pegado a ese límite borroso entre la crítica y el morbo.

El director apuesta por la mesura y la contención, y centra en los diálogos -con toda su simbología, su oratoria moralizante, sus retazos irónicos- el tibio repaso al rígido conservadurismo norteamericano de los 50. Ambas decisiones, las de fondo y las relativas al embalaje, logran aprisionar el resultado y lo convierten en un ejercicio de teatro filmado, apático, deslucido, tan sobrio y aséptico que la mediocridad termina por invadirlo. Hoffman y Streep alzan cuellos y enfrentan hábitos y verborrea, secundados por una espléndida Amy Adams. Desvela el trío no sólo la mecánica estructura dramática, hecha de sucesivos vis a vis que tal vez fueran más eficaces sobre las tablas. También sirve su talento para colar en taquilla un producto de rango televisivo, incapaz de transmitir el mínimo escalofrío que podría adivinarse vistas las intenciones y el juego cómplice de las estrellas implicadas. Son ellas las que, con vaselina, esquivando hurgar en lo escabroso, salvan del peor de los naufragios al último -no muy memorable- acicate para las conciencias. Las que visten de sotana y en sacristía sus bajezas dignas de confesión.

28/1/09

THE READER: lectura y expiación

Las imágenes con las que Stephen Daldry moldea su nueva obra destilan mirada clásica, de la que algún espabilado tildaría de preciosista. No se alejaría de la razón si dicho mimo en las formas se atascara en ejercicios de onanismo creativo, ajeno al cincel psicológico como sustento de la narración. Lo que elegantemente transcurre ante nuestra ánimo atento deriva hacia ámbitos de emoción desnuda, frágil por saberse atrapada en la urdimbre sentimental de un texto sobrio y sin estridencias. Se adivina el material literario en una recia cabalgada entre dos tiempos históricos, pasado y presente modulados con una historia de amor fuera del arquetipo que cierta maquinaria comercial propaga. Es ese mismo empeño en confeccionar un cine de prestigio el que latía bajo la engañosa placidez de LAS HORAS (2002), despliegue de sutileza a la hora de imbricar la creación literaria y la realidad como universos en mutua dependencia. La muerte se filtraba a golpes de lirismo y una factura visual exquisita, en perfecta sintonía con el complejo perfil de la soledad que se trazaba.

Ningún momento de esta película hermosa y doliente queda dañado por el artificio o el hueco festival sensiblero. Daldry conduce con vigor por proceloso terreno de afectos donde el aroma literario vuelve a remover las entrañas de un relato de infamias pasadas. El rostro y el acento germano de Kate Winslet -prodigio de actriz- guían el camino hacia un final catártico que permite cerrar heridas y dar cabida a alguna suerte de redención, también a nuestra comunión con un material de rara nobleza. La historia amorosa novelada por Bernhard Schlink se articula desde el equilibrio entre la fisicidad de los encuentros y la reflexión ética que despiertan los fantasmas del nazismo, uno de sus múltiples rostros. En ese trayecto de saltos de un escenario a otro se van abriendo las rendijas necesarias para respirar las emociones comprimidas, pura acrobacia en el fino alambre de la tragedia sin que el pie llegue a deslizarse.

THE READER sorprende, calienta los huecos reservados a una experiencia que trasciende el pasivo ejercicio de espectadores. La pasión de la atractiva analfabeta por las lecturas del estudiante es tan carnal como sus orgasmos clandestinos, y es la válvula por la que ir destapando turbios colores del pasado hasta un cierre poético, pleno de sentido, ni siquiera intuidas las lindes del melodrama. Se ha empeñado en evitar facilidades el director a fuerza de montaje sereno, evitando que el flashback huela a postizo. Delicada partitura la suya, que enfila el sendero de los grandes asuntos y los ejecuta armónicamente, enterrando la llama bajo estética pulcra, dejando intuir la gravidez del dolor y la humillación, del escarnio y el deseo por medio de una batuta artística de gran tallaje. Una película que turba y seduce no desde cómodas parcelas de sentimientos maquetados, previsibles, blandos. Sin corsés de género, sin ortopedia ni grandes discursos. Robusto ejemplo de cine perfumado de verdad, capaz de transmitirla a cada secuencia.

Igual que en su anterior pieza de orfebre, cuesta condensar el alcance, los pliegues de lectura que ofrece un romance tan poco ortodoxo como el que orquesta Daldry. Y es difícil por el oleaje de sentimientos oscilantes entre dos realidades, por hacernos vívido el retrato de dos almas que se hallan, se reconocen en los furtivos deslices con la literatura como vehículo de íntima conexión, el arma con que afrontar el revés del destino. Por encima de juicios moralizantes en torno a antiguos horrores, esta historia es la de un amor truncado y un secreto lacerante. Relato de amor empastado en tiempo de guerra, pero también reflexión sabia y luminosa sobre las consecuencias de nuestros actos, sobre la memoria, sobre expiación de culpas en una vida ya lejana, sobre todo aquéllo a lo que estamos dispuestos para que ese recuerdo no se difumine. El peso simbólico que late de fondo cae sobre nuestros hombros, se mantiene en ellos hasta bien pasadas las horas y habita la bodega de esas obras irrebatibles, asfaltadas de humanidad, poderosas, tan sólidas que parece un espejismo el cauce cristalino por el que van abriéndose al espectador.

23/1/09

LA CLASE: lección magistral

El espectador de cine tiene el privilegio a veces de hallar en su camino muestras de un genuino interés por el ser humano, por entenderlo y engrandecerlo. Ciertos títulos trascienden el recuento de méritos cinematográficos para abarcar zonas de vigor ético e higiene emocional fuera de discusión. Es un proceso revelador que no admite la impostura, brota de una óptica honesta sobre ese pedazo de realidad y logra, si cabe, imbricar cine y vida. Uno de los asuntos medulares en la tradición del cine espejo -etiquetado como social- es el que cuestiona los cimientos de cualquier sistema educativo como triste barómetro con que pulsar un orden social lleno de carencias. Muestra este ramillete de obras un microuniverso desde el que abordar los choques generacionales, la inmersión cultural o las lacras afectivas como factores de un código ético en peligro constante.
El milagro se produce cuando se rechaza el maquillaje emocional, ese arsenal de recursos para encarrilar lágrimas por caminos trillados. Cuando se huye del lugar común y se exploran los matices, el mordisco a lo real reluce por sí mismo, desnudo, más efectivo que nunca el vapuleo intelectual. LA CLASE saca cabeza entre las muestras de un género masticado hasta el cansancio, que no parecía poder aportar flancos nuevos de análisis del entorno escolar. Alguna perspectiva insólita habrá asumido el francés Laurent Cantet para ver laureada su película por la crítica exigente. Al menos un pellizco de honestidad podrá rebañarse en su radiografía de la adolescencia, sus conflictos, su paso trémulo desde la niñez a una edad adulta apenas definida.

Siguiendo el rastro luminoso de un cine europeo de vocación testimonial, el film se asienta en una naturalidad expresiva desarmante, y lo hace sin levantar la voz. Gotea poco cine que intente describir sin juzgar un abanico temático de índole tan coyuntural, muy propenso al prisma sensacionalista. La cámara de Cantet ausculta a profesores y alumnos, calladamente, evitando entrar en la condena moral o ese traicionero didactismo que suele pringar las visiones yanquis del paisaje: marginalidad, desestructuración familiar, exaltación idealista del profesional de la enseñanza, equipado de carisma, catalizador de un cambio de actitud en sus pupilos hormonantes, incluso sorteando la rigidez de las normas del centro. Reside el logro de la película en la ausencia de moralina, del rotulado chillón sobre la sensible conciencia de una galería complacida al ver cómo pintan las cosas de mal en colegios e institutos, los recintos donde forjar a los triunfadores y los frustrados del futuro.

Sobra carne para la reflexión en una pieza tan jugosa como ésta, aferrada a la sutileza antes que a la mecánica aleccionadora de cara a la taquilla. Los grandes valores por los que hacer diagnóstico de una edad difusa como es la pubertad se enuncian con el rigor, la sobriedad y el aplomo narrativo propios de un enfoque tridimensional de los conflictos. Si el cine norteamericano factura muñecos de plastilina y acentos discursivos, nada de lo que LA CLASE tantea se ajusta a patrones, nada desprende los aromas turbios de una verdad falsificada para impactar. Varias escenas podrían resumir la pulcra exposición del material, en todo momento regido por una necesidad de hacernos entender lo que pasa. Se pretende así-y se logra- abarcar todos los matices cívicos huyendo de recias justificaciones. Limpiamente es como fluye este diálogo entre los tres pilares del panorama educacional -pedagogos, jóvenes y padres-, desde la discreción reconocemos a seres humanos cargados de dudas, miedos, prejuicios.
Se cumple el objetivo de testimoniar una realidad tan poliédrica como desconcertante, un complejo inventario de exigencias, estrategias, soluciones moldeadas en función de un marco social en perpetuo cambio. La industria francesa nos ha entregado un ejemplo magistral de cine, sabio y respetable, llamado a ocupar una esquina en la memoria de los grandes espejos de nuestro tiempo. Lo que equivale a registrar nuestro propio depósito de contradicciones y temores desde una estatura artística incontestable.

22/1/09

CUSCÚS: receta desabrida y sin garra

Cada vez sorprende más el abismo entre la lluvia de galardones de algunos títulos y los cuestionables méritos por los que se otorgan. Sobre terreno tan desigual como es el de los festivales pueden brotar cardos de autor o piezas de metralla emocional. Puede darse lo grotesco y lo portentoso, aunque el palmarés no haga justicia objetiva, irrefutable, sin apelaciones, a las obras descartadas. Si se arañan un poco las imágenes mustias de esta cetrina CUSCÚS se verá que hay poca carne cinematográfica, pero sí la grasa que atiborra de prestigio, el regusto a cine parco en medios pero en teoría impregnado de honesta mirada a la realidad.

El problema no es que la élite festivalera -ramal veneciano, en este caso- y académica -veredicto francés- se arrodille ante la película, grandes desatinos se han visto. Lo realmente alarmante es la falta de interés que despierta este muestrario de miserias en sí mismo, sin el brillo de medallas, achacable a un fallido ejercicio de cine como escrutador de vida. El tunecino Abdellatif Kechiche se adhiere a la nómina de directores surcados por el no siempre loable instinto de testimoniar realidades grisáceas, donde pululan las grisáceas marionetas del infortunio, la base humana que cimenta un capitalismo ansioso por despellejarlos. Será cosa de la empatía hacia quienes, aún jodidos, siguen en la brecha, mordisqueando su trozo en el pastel de un sistema voraz.
No admite reproche el intento de reflejar los aledaños de la prosperidad, el rostro sombrío de un Occidente aún embarrado entre el progreso y los desaires raciales. Sin embargo ese alfombrado quirúrgico de la integración del inmigrante en Francia desvela propósitos mejor solventados muchas veces antes. En el relato polifónico de currantes portuarios y sus trapos de suciedad familiar todo queda invadido por un reguero feísta sin que el básamo irónico -ni hablar del remanso de lirismo- asome bajo el impulso documental. Cabría recordarle al director que no basta aferrarse al naturalismo visual para crear arterias de cine realista. Se antoja el resultado un apático registro de cotidianeidad, un andamio de secuencias innecesariamente alargadas cuyo objetivo parece ser meternos de hocicos en ambiente, pincelar personajes que nunca emocionan, sembrar de exotismo localista un paisaje humano incapaz de erigirse en estudio sociológico de esta era de fusión y desarraigo.

Más desidia que frescura, y kilos de laxitud narrativa desinflan las buenas intenciones, torpemente encauzadas a condenar el (des)orden de cosas en la Europa actual. Cuando creíamos que iba a prender la llama kenloach, empiezan a ventilarse otros asuntos menos nobles, cornamentas en salazón marinero y choques generacionales. No ayuda que el protagonista, rostro lúgubre y porte menudo, apenas tenga carisma para hacer orbitar el drama coral sobre sus hombros. Son casi tres horas (puro delirio) a la búsqueda de la prosperidad hecha barco-restaurante, el empeño con que salir del naufragio. Pero ni los guiños gastronómicos ni el condimento folletinesco ni la rolliza danza del vientre impiden que el negocio -tan diseñado para aflorar sensibilidades- termine encallando, barrido por el tedio.

EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON: el milagro de la vida

En el fondo de esta fábula subyace el mismo anhelo por relatar la vida que impulsaba las historias de BIG FISH (2003), aquel ajuste de cuentas de Tim Burton con su propio sentido de las relaciones paternofiliales. El siniestro barroquismo estético del autor dejó paso a un festín colorista y diáfano en idóneo ensamblaje con la fantasía narrada a golpes de flashback. Pero lo realmente memorable en un conjunto algo desequilibrado fue el tributo que el iconoclasta director rendía al cuento tradicional en tanto filtro por el que observar el mundo, devorarlo casi. La imaginación quedaba reivindicada en su papel esencial de coraza contra el olvido. El armazón por el que ir dando forma a los sueños, algunos materializados, la gran mayoría edificados mediante el placer de la palabra.

De idéntica forma brota bajo este CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON una mirada clásica a la narrativa cinematográfica que logra impregnar una obra compacta, serena, de irresistible belleza. Parecía improbable que David Fincher, uno de los puntales del thriller posmoderno, curtido en el videoclip, astuto creador de atmósferas sombrías, revalidase una autoría definitivamente alumbrada con su meticulosa crónica criminal ZODIAC (2007), un ejercicio de estilo a la vez que retrato contundente del rostro oscuro de esa Norteamérica carne de mitología. Quienes recelaban de sus dotes para alejar la impostura, rechazar el virtuosismo gratuito o rellenar sus malabarismos visuales con sólidos esqueletos dramáticos volverán a enmudecer. No es sólo una nueva brazada talentosa en su bagaje como cineasta, sino una genuina muestra de amor a la vida, y, por extensión, al cine como motor expresivo de toda su grandeza.

Para demostrar que el crédito otorgado no fue fruto de un espejismo, moldea Fincher los códigos fantásticos de una alegoría individualista y se sirve de su personaje, de su azaroso viaje por el mundo, para desembocar en ese ámbito de significados tan propio de la épica. Su película, como hiciera Burton, recupera el espíritu aleccionador del relato heroico y, lo que tal vez sea más estimulante, permite rendirse ante una escenificación pulcra, sin fisuras, profundamente romántica de lo mágico. Resulta paradójico el uso de la muerte en un periplo vital como el de Benjamín, que, si algo transmite, es el deseo perpetuo de seguir vivo, no importa el orden del ciclo si hay empeño en seguir explorando. La muerte es el elemento medular de un canto a la vida cimentado de melancolía, lo va salpicando de ironía y logra articular un discurso irreprochable sobre el paso del tiempo y las oportunidades de ser feliz, incluso para alguien tan poco convencional, tan fuera de la línea asumida como la ortodoxa. Destreza y vigor fabulador los del director, quien nos hace discurrir por los cauces magnéticos de una riada de tintes legendarios que va esparciéndose, dotando de humanidad cada recodo del sendero, ennobleciendo una de las funciones vertebrales de esa traslación oral del pasado: avivar nuestra ilusión. De nuevo –por extraño que parezca en los mediocres tiempos que corren- ostenta el cine su hueco de honor a la hora de rescatar grandes valores y perfumarlos con aires auténticamente creativos, en homenaje a las viejas historias y los viejos modos artísticos para contarlas.

La que se presenta como una de las apuestas recias del año endulza el ánimo sin deslizarse por la pendiente ternurista, ese lodazal de postiza nostalgia siempre amenazante. Como corresponde a un cuento de envergadura, se presenta el fardo dramático cosido a dosis de justa grandilocuencia, que no es usada para enmascarar otras debilidades de fondo -caso de títulos mimados por la madre taquilla como FORREST GUMP (Robert Zemeckis, 1994), parida por el mismo guionista-. El film declara intenciones desde el comienzo y en ningún momento deja de brindar la carga simbólica que un excéntrico argumento promete -el colibrí revolotea, el signo del instinto vital, imbatible-. Esa dialéctica entre lo vívido y lo sombrío, entre el presente y la memoria de los muertos sirve al maestro para vehicular un ideario que tal vez nos revele íntimas formas de estar en el mundo. Un universo temático empastado en capas de ligereza a modo de balada al mismo decurso de vida, a ese tren de ocasiones perdidas para encontrarse, reconocerse, amarse por encima de los prejuicios de toda una comunidad. El cuerpo progresivamente joven de Brad Pitt encarna los caprichosos designios de la naturaleza, aunque no le arrebata el digno propósito para el que nacemos: descubrir un camino propio. Es la senda donde ir forjando la identidad de uno mismo pese a ser un trayecto invertido, la aguja del reloj limando el rostro arrugado, rebosante el caudal de la experiencia. Y algo más definido el perfil de la felicidad.

La óptica que organiza una película de este tallaje es, por todo ello, revolucionaria, si se admite como una luminosa reformulación del individuo que exprime la realidad en una dirección contraria a la de los demás. Materia de rango universal la que se encierra en los límites de la fábula. No cuesta, una vez habitados sus pliegues –algo naif en su clasicismo-, dejar arrastrar la sensibilidad, hacer navegar la reflexión en torno a las vías cruzadas del destino y la caducidad de ciertas cosas. Y, de vuelta en las calles de nuestra infancia, caer bajo el hechizo de una melodía visual impecable, sin parangón en la cartelera, con que arropar a la deliciosa criatura de este trovador contemporáneo de nombre Fincher.

19/1/09

UNA FAMILIA CON CLASE: juego de máscaras

Siempre es un placer recuperar el gesto elegante de Kristin Scott-Thomas, ese aire refinado que imprime a cada personaje que afronta. Sortea la británica los obstáculos propios de cualquier registro y amolda su savoir faire al exceso del drama o las acrobacias del humor. Su trayectoria, sembrada de altas muestras de talento, la confirma como la gran dama del cine que es. Tan inteligente que se atreve a rodar en francés y rasgarnos el ánimo en un film de fuste como HACE MUCHO QUE TE QUIERO (Philipe Claudel, 2008), posible candidatura al Oscar incluida. Pero parece querer demostrar en esta nueva entrega de los célebres estudios Ealing que está ampliamente dotada para la comedia, género al que ya pudo asomarse y cuyo infalible mecanismo vuelve a exprimir su vena menos intensa para regusto nuestro.
La Scott-Thomas es la matriarca de la familia en cuestión, una arquetípica muestra del rancio abolengo inglés caída en la miseria pero empeñada en mantener las postizas apariencias. Nada nuevo, a decir verdad, dentro de un género que tantas veces nos ha hecho respirar las fragantes campiñas alfombradas de hipocresía y mucha flema. Sin disimulos intenta esta película -menor, si se quiere- captar las esencias del humor clásico, próximo a un vodevil chorreante de autoparodia, que aquí basa su eficacia en un simpático análisis de las convenciones sociales de los años 20, con la insalvable colisión entre la rigidez british y la disoluta vitalidad del yanqui, rellenada por Jessica Biel de turgencias y morritos apetentes. Stephan Elliott demuestra agilidad, maneja con oficio los códigos de una farsa gamberra punteada de ironía, sujeta en todo momento a una ortodoxia narrativa y un decoro en los modos que sitúa al film en ese honroso estante de los simplemente correctos. Es preferible a veces este cine facturado desde lo pequeño, desnudo de pretensiones más allá de su funcional apego a fórmulas de comicidad más que probadas. No defraudan porque no aspiran a algo distino de la diversión frugal y siempre amable. Y uno de los pilares para sostener engranajes lindantes con la caricatura suele ser la ajustada sucesión de escenas por las que ir repartiendo la batería de encuentros y desencuentros, evitando alargarlas, llenándolas de puntiagudos diálogos -otros más facilones- y un espíritu que deja los complejos en la cuneta. La gran mascarada espolvoreada de sarcasmo, la crítica ácida a viejas e insanas costumbres del país logra, con una enorme actriz y su séquito de miradas cómplices, dibujar una sonrisa en nuestra cara.

18/1/09

LA OLA: la unión hace la fuerza

Se está desvelando el último cine alemán el mejor impulsor de historias que, bajo un esquema de ficción inspirada en hechos reales, articulan una tesis a la que se sujetan los personajes y sus conflictos. Creo que si se pensara en otras industrias ajenas a la germana, esta corriente didáctica como filtro de complejos entramados éticos probablemente perdería eficacia. Imaginar ramales mediterráneos de EL EXPERIMENTO (Oliver Hirschbiegel, 2001) o LOS EDUKADORES (Hans Weingartner, 2005) podría desactivar la gravedad que sustenta su vestidura ingenua, el motor crítico que impulsa relatos algo forzados pero contundentes. Tiene la idiosincrasia alemana algo que revierte en los modos de rodar, en la traslación a imágenes de sus excesivos puntos de partida, casi siempre germen del debate popular.

La reflexión ha calentado interesantes revisiones de los movimientos políticos vertebrales en un convulso siglo XX, como es el nacionalsocialismo en toda su amplitud tenebrosa. Si EL HUNDIMIENTO (Oliver Hirschbiegel, 2004), SOPHIE SCHOLL: LOS ÚLTIMOS DÍAS (Marc Rothemund, 2005), LA VIDA DE LOS OTROS (Florian Henckel-Donnersmarck, 2006) y EL ÚLTIMO TREN A AUSCHWITZ (Joseph Vilsmaier/Dana Vávrová, 2006) pincelaban el horror en su mismo seno de despachos y campos de infamia, hay otro modo de acercarse al pasado para asumirlo, repensarlo, usarlo de acicate intelectual y espejo de humanas contradicciones.

LA OLA podría encuadrarse en esa digna corriente no encauzada al reventón taquillero, más bien a activar una autocrítica necesaria hoy día. Se basa en hechos ocurridos en un instituto norteamericano, por lo que franquea los límites de la hipótesis atractiva per se. Más aterradora si cabe al articular el tramposillo guión una teoría que cobró forma como experimento elocuente de este tiempo huérfano de voces propias, terreno fértil para abono de liderazgos tan magnéticos como, a poco que se escarbe, siniestros. Lo que postula esta enérgica película es una realidad alarmante, la sabemos factible sin atender a fronteras, reconocibles en cualquier país los valores cuestionados. Un orden social y político que genera desencanto, búsqueda errática de resortes vitales para las nuevas generaciones, a las que fácilmente puede conquistarse. Afirma uno de los adolescentes de la historia lo absurdo de suponer el regreso de viejos fantasmas a la Alemania actual, pero no parece desmesurado admitir atropellos a la razón en una era posmoderna con roídos pilares a punto de desplomarse. No es la distopía sobre un futuro sombrío el alimento de la ficción evasiva. Es una posibilidad, con perfil y dientes afilados, chorro de luz sobre un presente de valores difusos, de miedos y derivas.

Dirige Dennis Gansel brioso, apenas se demora en mostrar las trazas de una alegoría escalofriante sobre los riesgos del poder autocrático que en su día ennegreció a Europa. La prueba semanal a la que un profesor -excelente el actor Jürgen Vogel- somete a sus alumnos testimonia la inutilidad de antiguos sistemas fascistas, apoyados en la fuerza de la identidad de grupo bajo el mando de un líder carismático. Es la idea esencial en un film recorrido por todo un arsenal discursivo que no llega a inflamarse, suficientemente trucado como está para enganchar a su obvio componente moralizante. Hay pequeñas golpes de efecto, giros eficaces en una trama sobre los riesgos de adoptar posturas unilaterales, sobre la uniformidad del pensamiento y la anulación de la propia mirada hacia una realidad maleable. Los posibles factores para legitimar el terror. La masa arengada desde tribunas de falacias en las que el ego del megalómano se obceca en acomodarse.

Gancho directo a la conciencia el que asesta el director, quien prefiere no ahondar en los flecos de su entramado y servirse de estereotipos con tal de que la narración fluya. El lenguaje es sobrio, tajante como una bofetada, aunque se hurga poco en las arrugas de un drama un tanto esquemático. Ni siquiera hay duda en forzar los conflictos para dotarlos de mayor calado, para que todo adquiera el tono de cine equipado con mensaje. De todas formas se agradece que quede esbozada la vida personal de algunos personajes, es así como logramos comprender el desfase entre la magnitud del proyecto y un entorno incapaz de asumir sus consecuencias. El resultado ofrece un análisis tan veraz como desolador de los feos contornos del pasado, poniéndose en duda los recursos del sistema educativo para alumbrar la peligrosa vulneración del orden democrático. Y apunta con mano diestra las posibles causas de un seguidismo irracional por parte de algunos jóvenes a unos regímenes de testada inconsistencia. Inmadurez, desarraigo familiar, deseo de adherirse al grupo, perpetuo inconformismo ante el sistema. Es previsible que despierte el interés permanente del espectador, animado a la meditación, sorprendido por el timón férreo por el que ir desplegando un material casi incendiario. Y también estimulante, diríase que obligatorio en la cartelera si se aspira -tarea honrosa- a repasar las cojeras de la Historia y dar cuenta de la gran mentira aferrada por algunos locos para dominar el mundo a su antojo. El cine de ínfulas políticas se mantiene aquí en el nivel de una sólido producto de entretenimiento. Del que deja poso, que ya es algo.

16/1/09

LA MUJER DEL ANARQUISTA: amor en tiempos revueltos

Empieza a ser un incordio escuchar al implacable detractor del cine patrio abordar sus razonamientos para una condena que viene coleando ni se sabe desde cuándo. Y va a tener razón. El objeto del desaire suele ser la esclerosis genérica por la que discurre el sector de la producción en nuestro país. Pero gana por goleada el que puede ya asumirse como subgénero guerracivilista, cuyo constreñido esquema dramático permite airear los viejos fantasmas de una sociedad no tan escindida como el circo político se empeña en proclamar. Tal vez -si hubiera que hacerlo- podría culparse a la misma cuadrilla que fomenta la distribución de caspa y cartón mediante las candidaturas a esos miméticos premios de la mimética academia. Se mimetiza, claro está, el glamour yanqui, o el prestigio galo, o la exquisitez british, no necesariamente igualados. Y es que parece delirante el mimo desmesurado a dramas bélicos -los de aquí, de nuestra horrible contienda- o posbélicos cuando se demuestra el escaso aporte artístico de la mayor parte de esas obras, por encima de súbitos repuntes taquilleros -LAS TRECE ROSAS (Emilio Martínez Lázaro, 2007)-.

Pudiera ser fruto de la errónea, tozuda, casi suicida visión de inversores, que siguen estancados a contracorriente de un mercado ávido de fórmulas innovadoras, sean orfanatos espectrales, edificios en cuarentena o apocalipsis soleados -y ni aún con éstas parece reflotar el naufragio-. Si el marketing -es un deseo, una quimera- inyectara en vena nuevos esquemas narrativos, aunque fueran importados, por los que filtrar historias sin olor a naftalina, quizás cambiaran las tornas. Sólo quizás. Ejemplo de lucidez fue premiar con el cabezón bronceado a LA SOLEDAD (2007), rareza de un raro genial llamado Jaime Rosales, adalid del vanguardismo bien entendido, a espaldas de cánones y de la galería. Fue una decisión tan sorprendente como reveladora de esa necesidad de sondear nuevos terrenos para quitarle los pañales orinados a esta industrilla nuestra.
La realidad desvela un raquítico interés hacia películas armadas desde la obviedad, trazados con escuadra y cartabón los personajes, sus dolorosas vivencias y el paquete de ideales por los que luchan. Lo último de José Luis Cuerda o Helena Taberna se escasquillaban en patrones manoseados, de emociones impermeables, algo postizas, bien por la asepsia narrativa (LOS GIRASOLES CIEGOS), bien por la vaselina sensiblera (LA BUENA NUEVA). LA MUJER DEL ANARQUISTA se ajusta como un guante al modelo de cine panfletario y maniqueo tan denostado por muchos. Y volverían a tener razón. Ya el más incendiario de los directores europeos, Ken Loach, plantó su cámara en las barricadas del rojerío y nos mostró sus problemas estructurales (TIERRA Y LIBERTAD, 1995), muy en la línea defensora de las causas nobles que viene abonando con su obra. Fue el mismo año en que Vicente Aranda asumiría su propia versión del bando republicano, aquel desequilibrado manojo de féminas guerreras que se hundió en torpezas de bulto y tampoco rescató los espectros del calabozo (LIBERTARIAS, 1995). El retrato de amor en guerra que ahora encarnan unos inverosímiles Juan Diego Botto y María Valverde recoge el testigo de la soflama acartonada, incrustando los vaivenes del corazón en los de las armas como una mezcla explosiva que ni a prender alcanza.

Irrita el sabor añejo del plato cocinado con los condimentos previsibles: sal gorda intelectualista, colorante sentimentaloide, ácidas gotas de tortura discursiva. El martirio se extiende a lo largo y ancho de una trama estirada hasta el tedio, que podría salvarse de la quema si esos ingredientes iluminaran alguno de los aspectos que toca para darle un enfoque insólito, que no apestara a lo que suele apestar lo recurrente en este tipo de abordajes. Muy al contrario, el dúo de directores, Marie Noëlle y Peter Sehr, aportan óptica foránea al drama que se quiere de raza y fuste pero queda atrapado en las garras de la mediocridad, y no sólo en el listado de lugares comunes por lo que fluyen los discursos y los lloriqueos. También, y es lo realmente alarmante a la hora de defender lo indefendible ante esos espectadores asqueados, por un empaque formal que no rebasa los tibios límites de la corrección, una plana e higiénica traslación del material de la que no puede memorizarse ningún remanso de lirismo, ningún atisbo de fiereza. La garra narrativa como idóneo cauce para deslizar el zarpazo dramático.

Hay guerra, y dolor, y combate dialéctico, y asedio sobre una acorralada Madrid de la época, y huidas espantadas a Francia, y desolación. Sin embargo, todo son retales recosidos sin forjar una nueva personalidad del mártir, que ni siquiera el rostro demacrado de Botto se ve capaz de surcar. Sobre él y sobre todos lo demás personajes de la función recae la sombra del arquetipo escasamente dimensionado, unos apuntes apresurados si acaso. De ese modo es poco probable que la película despierte entusiasmos. Es aburrida, infectada de diálogos artificiosos -¿hablaban las niñas de la guerra como si fueran secretarias de Azaña?-, y estilísticamente encorsetada, próxima al rango menor de los productillos televisivos con que esponjar el corazón de los supervivientes, hoy meros espectadores en pantunfla y batín de antiguas trincheras. Es de suponer que nuestra incivilizada Guerra Civil seguirá mereciendo un cine digno que la relativice o la ensalce, que cuestione visiones manipuladoras y evite la postura tendenciosa en el espejo de desesperanzas. Lamentablemente este útimo registro de los horrores del pasado cae en la deshonra de parecerse a un folletín carpetovetónico y algo tosco que una voz en off se apresta a rotular. Pero sin que ese chorro de emociones llegue a salpicar. Sin arrestos ni altura artística, sin alma debajo del ejercicio rutinario como resorte de la memoria.

15/1/09

REVOLUTIONARY ROAD: el peso de la mediocridad

Hay, pulsando las imágenes de esta película extraordinaria, un instinto quirúrgico por desvelar uno de los grandes fiascos del american way of life. Las tinieblas que corroen los pilares del matrimonio en la era moderna han saltado del molde literario de Richard Yates, con toda su carga de simbología yanqui diseccionada durante décadas de obras notables, al cine. No obstante puede extrapolarse a cualquier frontera del mundo occidental lo que Sam Mendes elige como motor de su valiente historia. En cualquier espejismo de placidez marital de cualquiera de los complejos de casas unifamiliares puede estallar, incontenible, un conflicto entre los sueños y la rutina, entre las garantías de un empleo que detestamos y los perfiles brumosos pero irresistibles del deseo.

Uno observa la sutileza del equipaje dramático en este retablo de la frustración y no puede eludir el pellizco en el esófago, tupido de una emoción desprovista de falsas coartadas. Mendes, nobleza en ristre, libera sabiduría y buenos modos y arrambla con el sacrosanto orden de una vida en pareja rasgada por la infelicidad, hecha de desengaño, cincelada a golpes de gris cetrino, el color de la mediocridad servida como desayuno. El agudo interlineado de la novela salpica los espacios íntimos en una relación que, por los pliegues de dos actores superlativos, trasciende el simple retrato de crisis generacional. Toda la carne está en el asador de un registro certero, incisivo y brutal de ese camino moteado de desilusión, la ruta de un viaje postizo por incompleto, por ajustarse al canon de comportamiento que otros patentaron. Y lo aborda el director de forma matizada, nunca traicionado el texto por blanduras de melodrama.

Hay más de una superficie para la reflexión en el recuento de baches emocionales y caos vital. Las formas clásicas del embalaje visual encauzan las turbulencias puertas adentro de una existencia sellada por la mentira, si acaso la peor de todas: el engaño a uno mismo. No es difícil adivinar el temblor en esa rutina que las convenciones fuerzan. La sujeción a lo que se considera ortodoxo en el marco de la comunidad, también dentro de la tradición familiar, obra el efecto contrario: todo termina resquebrajándose. Hace falta mucha solvencia narrativa para sortear la llantina tosca en un material de este calado. De hecho se racionan los combates dialécticos en escenas que contienen más electricidad que toda una temporada de engendros televisivos. Es a través del engranaje afectivo, que el tiempo cruel va desgastando, por el que desliza Mendes una desoladora radiografía del conformismo, destapando los resortes a los que aferrarse cuando se llega a esa encrucijada de la edad adulta en que las ambiciones quedan aparcadas en el arcén.El momento de saberse fracasado, víctima de la misma falacia de estabilidad en la que creyeron anteriores generaciones.
Complejo paisaje humano el que, tras aquella AMERICAN BEAUTY (1999) hinchada de mirada cáustica, pincela ahora Mendes con el trazo exacto de una barriada burguesa cuya férrea moralidad se revela, al menos, cuestionable. La puesta en escena -sobria, elegante- vivifica este microuniverso de hábitos asfaltados y césped rasurado, sustentado en máscaras de armonía que no tardarán en desplomarse cuando una de sus homogéneas figuras lo ponga en duda. Los recodos del relato, perturbador como pocos, se hacen materia orgánica gracias a una Kate Winslet poderosa -otra muestra más de su tallaje artístico- y Leo Di Caprio, al fin zambullido en un rol de plena madurez creativa. La mutua conexión entre ambos refuerza un discurso poliédrico, aterrador, sobre las esclavitudes vitales convertidas en monotonía de los días. Lo reflejado, al modo del espejo más elocuente, es el seísmo en la equilibrada línea de puntos por la que moverse aunque uno acabe por no reconocerse. Es una forma de estar en el mundo, de hacer balance del pasado, de imaginar un futuro alternativo, lo que se elige. Y el talento de un artista conocedor de los meandros del alma lo ha plasmado en una obra hermosa, dolorosamente real.

Se atisba cine del grande, de factura memorable, por las contraventanas de tanta lucidez. Un placer que pocas veces se alcanza en una sala oscura.