13/2/09

SLUMDOG MILLIONAIRE: el juego de tu vida

Hasta ahora la facción más integrista de la crítica ha considerado a Danny Boyle poco más que un moderno con juguete nuevo, diestro a la hora de infundir desparpajo y vigor visual a sus relatos de derivas contemporáneas, aunque falto de ese pellizco con el que afirmarse como autor. Armado de intuición estética y narrativa, el niño parece querer dar nuevos pasos al podio estrellado. La historia del joven ganador del concurso 50x15 en versión hindú toma aires de cine pequeño, fabuloso -en el estricto sentido etimológico-, complaciente y seguro de las cartas que maneja para bañarse en elogios. Lo curioso es el empaquetado de un relato que se pespunta con elementos tan convencionales: ambiente pobre, amor adolescente, espíritu de superación, pruebas u obstáculos que salvar para arañar la felicidad o las mieles del triunfo.

Mediante esa paradójica conciliación de lo clásico con modos visuales que Boyle domina es como SLUMDOG MILLIONAIRE seduce, rellenos sus rincones con la materia orgánica de un cine amable, afectuoso, optimista, justamente tiznado de mirada social hacia territorios donde la épica se agranda hasta desparramarse en instantes de gran valía cinematográfica. La mirada es la occidental, la nuestra propia, hacia ese escenario y sus personajes, perfectamente acomodados a la búsqueda de la conexión con la audiencia. Coincide en cartel con la última criatura de Fincher, dato a tener en cuenta por la reivindicación que ambas hacen de la fábula como motor expresivo de los sueños y el instinto vital. Pero si el curioso (y apabullante, y melancólico, y transgresor, y memorable) caso de Benjamin Button lucía galas de ortodoxia narrativa para filtrar un cuento insólito, el director de MILLONES (2004) da un enfoque vibrante y contemporáneo a un drama tradicional, demasiado obvio en ocasiones, decididamente previsible en el último tramo. Tan previsible como la manta de premios que le está cubriendo, y que sitúa al film entre ese manojo de obras de gran calado humano tras cuya fachada deslumbrante no siempre se esconde un material sólido.

Hay un componente dickensiano moviendo los hilos del relato, zarandeándolo entre el presente -el interrogatorio a raíz del sospechoso triunfo de Jamal- y las estampas del pasado, cada uno de los tramos por los que ir dando hondura al esquemático planteamiento. Boyle, brioso y tan iconoclasta como siempre, se las apaña para endosar una luminosa y naif reflexión sobre el destino y sobre las consecuencias de nuestros actos: la vida, según nos dice la experiencia televisiva del protagonista -excelente el actor Dev Patel-, es un cúmulo de momentos decisivos, esas cimas dramáticas que van imprimiendo nuestra personalidad y que un astuto guión convierte en trasfondo biográfico para entender la anécdota. Pero lo reflexivo no termina de asentarse, más bien cede espacio a un tono agridulce de lo más digestivo. Las postales de una vida asaltan al espectador en todo su colorido, el montaje alterno campa a sus anchas y despliega el arsenal esteticista del director. Es esta fuerza irresistible del embalaje la que aporta nuevos matices a los medulares (y típicos) ingredientes de la miseria, del camino revelador por el que afirmarse, del amor sin retóricas ni coartadas, puro y limpio. La película destaca por su juego de espacio y tiempo, también por el uso contundente del lenguaje, hábiles herramientas que Boyle dispone para que el dibujo del héroe anónimo quede impregnado de originalidad.

Si bien no engrosará los estantes de obras magistrales, este trayecto logra filtrar ese sentimentalismo algo ingenuo entre el combinado genérico que plantea. De la intriga salta al dibujo sociológico -el masivo interés que despierta el programa merece análisis aparte-, de ahí vira a cine de denuncia -machismo, explotación infantil-, pasa luego al romance y en él decide instalarse, incluso rotulándolo mediante un final poco sutil (musical tributo a Bollywood incluido), minado de concesiones a un público a estas alturas pletórico. Las piezas encajan, Boyle esparce sobre ellas adecuados brochazos de melaza que no llega a atorarnos, sólo nos arrastra en dos horas de agradable entretenimiento, mensaje claro y firmeza emocional. Lo malo es que el sabor que deja en la memoria no tardará en disiparse.

9/2/09

HÁBLAME DE LA LLUVIA: el discreto encanto de la burguesía

La carrera de Agnès Jaoui parece ensimismada en la radiografía de una cierta burguesía francesa desde el trazo concreto del grupo humano y desde la incontinencia verbal. Su cine se revela muestrario de encuentros familiares con los que vertebrar todo un arsenal reflexivo: política, madurez sentimental, colisión entre lo convencional y lo íntimo, entre las reglas sociales y los deseos personales. Y el mejor molde para hornear este "pensamiento" sobre la gente y la vida parece ser el diálogo, siempre el motor de esquemas costumbristas vestidos de ironía, tonificados de óptica amable, un punto por debajo de la negrura y el dardo envenenado de gente como Chabrol.

No se extralimita la autora de COMO UNA IMAGEN (2004) de su sendero habitual y vuelve a desvestir conflictos arrimada al humor inteligente, en franca huida del brochazo tosco que otra comedia nacional, por aquéllo del ombliguismo galo, propaga con insólita aceptación en taquilla. Sugiere poesía y lucidez un título como HÁBLAME DE LA LLUVIA, aunque no termine de ofrecer ambos elementos en grandes dosis. Al modo de un tapiz de encaje preciso, Jaoui se las arregla para enhebrar relaciones y cruces dialécticos hasta dar forma a todo un paisaje emocional, discreto pero también efectivo. Y lo hace disfrazando de enredo ligero lo que intenta ir más allá. Hay pretensiones de cuestionar certezas y miserias, de catalogar con sarcasmo algunos de los rasgos de la convivencia social. Comunicación entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, sexismo en sectores clave de la vida pública, racismo, nudos afectivos con la infancia y el entorno donde un prisma personal sobre el mundo va fraguándose. Laten de fondo algunos grandes asuntos de este occidente contemporáneo muchas veces podrido de individualismo y plenitud laboral, seguidista de estereotipos a la hora pensar, de actuar y de sentir.

Sin llegar al temible pantano discursivo, las escenas están bien urdidas, regadas de alusiones culturales e intelectuales que no ahogan el dibujo de este racimo de personajes, sus inquietudes adultas y una reelaboración de todo lo que tenían como seguro: el padre cuya autoridad queda debilitada, la mujer política que ve cuestionada su férrea independencia, los inmigrantes árabes en su eterna búsqueda de respeto e identidad. Algunos instantes realmente simpáticos alternan con apuntes dramáticos de escasa definición, haciendo que la propuesta, elegante y sobriamente rodada, pierda intensidad. El sólido trabajo de actores enriquece este nuevo enfoque sobre las máscaras de comportamiento dentro de una comunidad. Un agudo estudio a carboncillo que desarma el buenismo de algunas relaciones interpersonales, así como la conexión entre poderes públicos e individuos. Resulta al menos curioso el uso del recurso audiovisual con el que entretejer el material: por un motivo o por otro, acceder al interior de la persona popular para destruir prejuicios se hace no ya difícil, sino prácticamente imposible.

6/2/09

LA TETA ASUSTADA: miedo, silencio y tubérculos vaginales

Detrás de la pirotecnia y el taquillazo brota un cine tímido, facturado a lo minúsculo, que con pudor mete cabeza entre los mamotretos de temporada y, si hay fortuna, logra bañarse en elogios imprevistos. Desde Latinoamérica aterrizan títulos apreciables que arañan vidas anónimas y les otorgan voz artística. Son historias casi siempre mínimas, no tanto en el vigor de sus trazos humanos (en este sentido suelen ser grandiosas) como en la parquedad de su caligrafía. El poco sugerente título de LA TETA ASUSTADA oculta un intento por arrimarse a esa senda de cine "de verdad", apostado en un naturalismo estético en justa correspondencia con la peculiar excusa dramática que lo sustenta.

Claudia Llosa -familia de casta, nos dice el apellido- revisita el universo legendario de su Perú natal y ofrece ración cargada de costumbrismo, realismo mágico y mitología empaquetada a la búsqueda de ese sello de autenticidad. Consigue adentrarnos en un entorno de fábula rural ribeteada con toques de acervo cultural pero no logra escarbar en las emociones que una historia tan trágica podría suscitar. Es una película hermética, sembrada de simbólicas referencias ajenas por completo al espectador medio que por estos lares pudiese valorar el film. La estela metafórica abierta en el triste cuento de la chica enferma deja poso en los dos ángulos por los que afrontarlo: como el relato anecdótico de una joven de gesto lacónico y mirada perdida que se autoafirma frente al mundo "protegiéndose" la vagina frente al acoso masculino. O en su dimensión antropológica, valiéndose del punto de partida para asomarse al peso de las tradiciones, la memoria afectiva, la losa de un pasado de terror cayendo sobre los hombros y una cierta mirada oscurantista, de amplio raigambre popular, sobre el mundo.

En esa escisión entre lo ancestral y lo contemporáneo, entre lo íntimo y lo familiar, entre lo telúrico y lo espiritual, cuyos flecos de contacto son al menos cuestionados, reside el interés y también el desconcierto de esta pequeña obra. El tono lánguido, casi asfixiado, la distensión dramática y los apuntes localistas no permiten extender las vetas de lirismo con las que la directora se empeña en minar el relato. Pudiera funcionar -a ratos- como alegoría sobre los miedos reconvertidos en muros de silencio y soledad. Tal vez transmita un melancólico apego a una sociedad que no es la de este mundo capitalista y demencial, sino otra movida por impulsos viscerales, misteriosos, tan inexplicables con palabras que sólo una cosmovisión al estilo García Márquez podría acercar su supuesto hechizo. Pero el conjunto se antoja insuficiente. Los recodos de una narrativa desnuda y sin alardes no logran reavivarlo, hacerlo estimulante y luminoso, palpable, cercano.

LA BODA DE RACHEL: la familia mata

El nido de afectos y rencores familiares ha nutrido grandes obras cinematográficas, algunas cargadas de una lucidez indiscutible. Desde visiones irónicas de los reencuentros hasta el dibujo de improvisados campos de batalla montados entre cuatro paredes, airear suciedades siempre da juego. Pueden servir dichos careos para enunciar verdades templarias sobre una institución lejos del arquetipo modélico difundido por el cine norteamericano en casi toda su historia. Si el talento acompaña, hacer diagnóstico de traumas varios como impulsores de un seísmo anunciado resulta hasta estimulante. Pero Jonathan Demme, de carrera algo desnortada tras aquel espejismo que silenció algo más que a los corderos, no logra enriquecer la nómina de grandes cirujanos de tensiones domésticas -tampoco Noah Baumbach con la reciente y prescindible MARGOT Y LA BODA (2008)-. El prisma con el que derribar máscaras de placidez adopta formas de un drama afilado, aunque también previsible dentro de la ciénaga que pretende explorar.
Vértices del conflicto son dos hermanas, la casadera del título y la pequeña de la familia, en libertad condicional de un centro para toxicómanos. Huelga decir que los cruces dialécticos entre ellas y el resto del clan encauzan el análisis de esos pilares corroídos por los secretos, la sombra turbia de un pasado doloroso marcando los días. Anne Hathaway -mejor que nunca, que tampoco es decir mucho- se reinserta a la vida por el camino erróneo. Da a parar nada menos que a una madriguera de cinismo y pólvora verbal, a un banquete de farsa y libre pensamiento que la volverá a situar en el alambre y le hará cuestionar los resortes de una felicidad postiza. Nada nuevo bajo el techo de un relato que se adorna con lo propio: diálogos crispados, canapés de reflexiones, y mucho de amor interracial, de segundas oportunidades, de supuesta catarsis a base de despellejarse unos a otros.

Demme se deja seducir por la atmósfera interiorista de Bergman, incluso la de un Allen verborreico y neurótico: tarea estéril. La apuesta se pierde en el artificio estético, claramente inspirado en las reglas del aquel dogma europeo que no tardó en diluirse tan bruscamente como surgió. La rígida obediencia al modo de rodar propia de von Trier, Vinterberg y pocas celebridades más busca hacer visible las tensiones íntimas de los personajes, la ebullición emocional, la sarta de reproches airados, de secretos soterrados bajo la estampa teatral del enlace. El uso del efecto se convierte en abuso, y acaba revelándose pretencioso, a ratos tedioso, en otros tramos innecesario si atendemos a un esquema de disfunciones acomodado en la ortodoxia. Ciertos genios de la disección lo hubieran moldeado a chorros de ácido sulfúrico. Lo natural discurriría ante nosotros por la fuerza misma del guión, no como fruto de ombliguistas acrobacias visuales.

R.A.F. FACCIÓN DEL EJÉRCITO ROJO: de revoluciones, utopías y mundos soñados

La cuota anual de cine alemán en línea de salida hacia el orbe estrellado de Hollywood lleva el color de la revolución, un rojo sangre esparcido en un relato de viejas luchas que, hoy en día, puedan sonar hasta marcianas. Resulta cuando menos paradójico que un film combativo, decididamente escorado como éste opte al galardón más simbólico de esa misma maquinaria capitalista que denuncia su enérgico guión. El último trabajo de Uli Edel se adhiere a un cine europeo voluntarioso, intenso rozando lo abigarrado en su despliegue de grandes causas, de errores y triunfos con los que iluminar partes de nuestro presente muchas veces desatendidas.

Surge entonces la alternativa de acoger estas obras de autor en su doble valía: como demostración de un discurso, de un ideario formulado y sostenido en pilares dramáticos de mayor o menor firmeza. O bien en su aporte estrictamente artístico. Cabe apreciar en este sentido la gramática férrea que suele articular la tesis, el paradigma de la narrativa clásica sin mácula: el puro placer de contar la Historia, de repensarla, de activar inéditos focos de luz y construir engranajes tan sólidos como necesarios. Hay momentos en R.A.F. FACCIÓN DEL EJÉRCITO ROJO que recuerdan al Spielberg de MUNICH (2005), aunque sólo sea en el marco físico de aquellas Olimpiadas sangrientas, uno de los sinuosos tramos por los que discurrieron las revueltas antifascistas del grupo. No entraremos en el juego de semejanzas o divergencias, tan sólo sirve apuntar su idéntico instinto por escarbar en la herida, tozudamente asumida la idea de un pasado que reclama atención, que se obceca en no abandonar su hueco en la memoria e insiste en que el cine -uno creativo, no podrido de concesiones- le rinda justicia. Si el Midas de la gran factoría yanqui pudo reiventarse como artista, fue sin duda tras rodar su crónica vengativa de un pueblo humillado, su mejor y más europea -por la cocción de su ritmo, por la mecánica intrigante, por aroma- creación.

Edel desgrana tiempos y escenarios turbulentos y equipa su película con el arsenal de un cine político, politizado y militante. Juega con nosotros a hacer thriller, se vale de sus reglas ortográficas para enhebrar un mosaico de acciones y reacciones que exige la continua atención del espectador, su estricta y -mucho pedir- emocional implicación. Pero Edel, a diferencia de Spielberg, hace agotador el torrente informativo e impide en su fría, puntillosa, casi atropellada cronología de la rebelión izquierdista que esa empatía llegue a producirse. Un film el suyo que se honra al describir todo un proceso de fervor social, pero que también queda irremediablemente tiznado del betún discursivo que podría preverse.

Lo cierto es que suelen buscar los últimos estudiosos de ese desencanto generacional resortes con que pulsar la reflexión, invitar al espacio valorativo sobre el material narrado no sin talento. Pero apenas se descubren aquí recodos para oxigenar el cerebro, para absorber y procesar el oleaje de datos, el diseño metódico de un idealismo, la épica de un rebaño descarrilado, si se quiere figuras de un heroismo desfasado, fascinante también. La película es densa y rotunda, más eficaz en una primera parte de presentaciones y equipaje psicológico, no tanto cuando se pierde la pista de los cabecillas de la revulsión, cuando la nueva hornada toma las calles, las armas, el espíritu incendiario. Ese perpetuo cénit dramático lastra una obra meritoria, siempre interesante en tanto espejo de antiguas batallas que asfaltaron huidas posteriores al territorio de una apatía moral, a una era de adocenamiento incapaz de parir tricheras, por muchas motivaciones que preñen el día a día de este occidente difuso.

Quedaría, bajo el manto vehemente y el gesto irritado, una muestra de sobriedad en los modos marcadamente germana. Un cine, y Edel da buena cuenta con vigor y sin baches, que llama al desconcierto: las pretensiones de escaldar conciencias se cubren con precintos de un hermético, al final fatigoso diagrama visual. El calor del contenido no encuentra acomodo en un continente a tramos bastante gélido.

3/2/09

DIETA MEDITERRÁNEA: trío entre fogones

Según Joaquín Oristrell, corren buenos tiempos para el arte culinario made in Spain, lo que permite adivinar una suculenta carta de ofertas cinematográficas de aquí en adelante. Parece ser la comedia un medio versátil para abordar las más díscolas tramas entre fogones y especias, tal vez por su descarada falta de pretensiones. Aunque llegue a exprimirse el manojo de tópicos de claros visos patrios -el último hervor fue la histriónica FUERA DE CARTA (Nacho García Velilla, 2008)-, surten mayor efecto de cara a la taquilla los mecanismos del vodevil fresco, ágil, adaptable a los nuevos bríos en un oficio elevado al rango creativo por sus más emblemáticos figurines -algunos tan mediáticos que llevan lustros animando los mediodías televisivos-.

Si se empieza a exportar tanto nivel es lógico que guionistas y directores lo usen como fondo jugoso de enredos muy nuestros, y Oristrell, doctorado en asuntos del humor, inyecta la nueva dosis de género pegado a las brasas que mejor doran el plato: ritmo, picaresca y buenos actores. Lo que cuece bajo su última pieza no es más que la clásica búsqueda de la felicidad, ahora con aderezo gastronómico y un peculiar acople sentimental a tres bandas. Será que los tiempos cambian, los ajustes legales regulan modos del amor antes impensables y no chirría la simbólica fusión de sabores, los del paladar y otros menos confesables.

Sirve el guión su ración de humor mezclado con el caos amoroso y casi siempre funciona. Las bisagras de comicidad por las que recorrer la madurez -creativa, afectiva, familiar- de la protagonista no alcanzan la cuota de esperpento zafio que podría preverse, bien de cubre Oristrell las espaldas con el oficio que lleva a cuestas. No debe olvidarse que integra el director uno de los equipos de asalto a terrenos de farsa y exabrupto más rentables del show business nacional (Gómez Pereira al frente), y es en términos de escritura donde encuentra la película sus mejores cimas. La gracieta del trío está bien acomodada, los diálogos aliñados, no se percibe salida de tono, todo es amable y digestivo, sin provocar acidez gástrica ni atascos en el esófago. Habla su película del amor y la cocina, del sexo y la cocina, del deseo, de la familia y sus nuevos códigos de estar en el mundo.Y quiere abordar la propia identidad creativa de la mujer en un entorno tradicionalmente masculino, al menos en lo profesional, ya se sabe que no tanto en la intimidad de los peroles caseros.

Una apetitosa aunque no exquisita carta de gusto popular que prefiere escudarse en los resortes agridulces para trazar su enredo, sin molestar, recubriendo del justo almíbar un menú simpático, políticamente correcto, que no llega a transgredir ni por su ingenuo ménage à trois. Oristrell dirige a sus actores (deliciosa Olivia Molina) desnudo de brillos, roza incluso lo acartonado en un prólogo virado a sepia al estilo Cuéntame. Pero no es el suyo un cine de autor de trazos memorables, sino una muestra hábil, ingeniosa, desacomplejada, de cómo relatar los ingredientes que nutren los guisos sentimentales de última generación.

2/2/09

VALKIRIA: mirando hacia atrás sin ira

Una buena cosecha de temporada admite variaciones en un mismo género a fin de ganarse parroquia y cifras golosas. El que escarba en los horrores del nazismo vuelve a relucir, como vienen demostrando los últimos y simultáneos pellizcos a la cartelera del 2009. VALKIRIA no es cine de condena moral a un período siniestro del orden mundial. No se pertrecha de ánimo documental ni hurga en las heridas para revelar los motores de la mayor infamia del siglo (el pasado, éste ya cuenta otras). Ni se barrunta el hocico de un cine histórico en su sentido revisionista del pasado, lo que casi siempre equivale a hacer balance triste del perfil menos honroso del ser humano. Tampoco se advierte un mínimo aliento lírico en el dibujo de la ignominia, en el cincelado artístico de asuntos con fila reservada en la memoria.

Porque lo nuevo de Bryan Singer no engaña a base de argucias para vestirse de falsa gravedad. VALKIRIA ofrece a cada momento lo que está dispuesta a dar, espectáculo mayestático, contundente, tan rocoso como inútil. Entiendo por utilidad el impulso por humanizar arquetipos, por cimentar la historieta de mártires de causas nobles con auténtica nobleza. Este regreso al entorno hitleriano -hechos reales, apunta el marketing- se revela ejemplo mecánico, impersonal, pura rutina de lo que un gran estudio entiende por cine comercial. Singer se escuda en un personaje que pudo cambiar el rumbo del mundo liquidando al mayor lunático que ha sujetado sus riendas. Ahí termina el peregrino interés que despierta su nueva pieza de alto horno industrial. Es lamentable comprobar cómo ni la más verosímil conjetura es aprovechada por el firmante de SOSPECHOSOS HABITUALES (1995) para edificar una obra descontaminada de instintos taquilleros, a la vista de sus últimos blockbusters megaestelares.

Desechada la vocación reflexiva, poco puede arañarse en un conjunto firme pero carente de alma, seguro en un despliegue de medios que no logra seducir. Singer conduce con brío sobre un adoquinado narrativo sin fisuras, pero también sin matices jugosos: no da tiempo ni se pretende ahondar en personajes. Cuentan, como mandan los cánones del cine de acción, el gancho del relato, el diseño de la intriga, la estudiada rotundidad de las secuencias. Y el rostro de un Tom Cruise tan falto de matices como casi siempre, posiblemente el actor menos dotado de su generación y el que más garantías de éxito ofrece a los productores. Todos los elementos quedan ensamblados al milímetro para hacer funcionar la maquinaria de confabulaciones llena de grandes nombres, de despachos cocinando decisiones, de fechas y figuras esenciales para navegar por la trama hasta un final previsible aunque eficaz. La película servirá para estimular la voracidad palomitera del público más tolerante, ése que no se cuestiona si lo que está consumiendo aporta nuevos ángulos artísticos o queda adocenado a base de fórmulas, esquemas y demás corpiños. El sector cinéfilo de la platea recordará con nostalgia las sobrias piezas con que el cine europeo nos suele obsequiar -EL HUNDIMIENTO (Oliver Hirschbiegel, 2004), EL LIBRO NEGRO (Paul Verhoeven, 2005), LA VIDA DE LOS OTROS (Florian Henckel-Donnersmarck, 2006)-, tal vez menos hinchadas de presupuestos, pero claramente superiores como mordiscos a un tiempo de derrota moral que aún sigue levantando ampollas.

29/1/09

LA DUDA: mucha culpa y poco cine

Las imágenes del documental LÍBRANOS DEL MAL (Amy Berg, 2006) nos descubrían uno de los más sangrantes casos de pederastia ocultados por la cúpula de la iglesia católica. El padre O´Grady, todo sinceridad, confesaba a cámara los siniestros impulsos que le condujeron al destierro -tardío, eso sí- de sus labores pastorales tras engordar un penoso historial de infancias mutiladas. Había poca carnaza sensacionalista y mucho de análisis agudo de la mezquindad humana, tal vez más reveladora al gozar del amparo de las altas instancias eclesiásticas. LA DUDA viene a ficcionar esa realidad grotesca, desgraciadamente presente en el seno de sociedades que se quieren cuna de progreso y civilización. Si bien no dejará poso como obra cinematográfica, es de suponer que alentará el debate en torno a los endebles pilares de moralidad que sustentan la presencia de la iglesia en la vida pública.
Pero el cine es, debe ser algo más que un adoquinado reflexivo sobre el que desplegar argumentos espinosos de consumo asegurado. Se adivina el fondo turbador del dibujo de O´Grady también en el film de John Patrick Shanley, quien adapta su propia pieza teatral apoyado en dos criaturas leoninas llamadas Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman. La diferencia de bulto -hay otras menos visibles- está en los modos que éste elige para escenificar la culpa, motor de un relato cuyo esqueleto no encuentra acomodo visual a su altura. Enunciar hechos condenables desde posturas objetivas revela una valentía siempre útil para airearlos y, llegado el caso, exigir responsabilidades, honrar a las víctimas, cuestionar los márgenes éticos y legales tras los que acorazarse. Otra cosa es la habilidad artística con la que hacer discurrir el material, próximo a lo escandaloso, pegado a ese límite borroso entre la crítica y el morbo.

El director apuesta por la mesura y la contención, y centra en los diálogos -con toda su simbología, su oratoria moralizante, sus retazos irónicos- el tibio repaso al rígido conservadurismo norteamericano de los 50. Ambas decisiones, las de fondo y las relativas al embalaje, logran aprisionar el resultado y lo convierten en un ejercicio de teatro filmado, apático, deslucido, tan sobrio y aséptico que la mediocridad termina por invadirlo. Hoffman y Streep alzan cuellos y enfrentan hábitos y verborrea, secundados por una espléndida Amy Adams. Desvela el trío no sólo la mecánica estructura dramática, hecha de sucesivos vis a vis que tal vez fueran más eficaces sobre las tablas. También sirve su talento para colar en taquilla un producto de rango televisivo, incapaz de transmitir el mínimo escalofrío que podría adivinarse vistas las intenciones y el juego cómplice de las estrellas implicadas. Son ellas las que, con vaselina, esquivando hurgar en lo escabroso, salvan del peor de los naufragios al último -no muy memorable- acicate para las conciencias. Las que visten de sotana y en sacristía sus bajezas dignas de confesión.

28/1/09

THE READER: lectura y expiación

Las imágenes con las que Stephen Daldry moldea su nueva obra destilan mirada clásica, de la que algún espabilado tildaría de preciosista. No se alejaría de la razón si dicho mimo en las formas se atascara en ejercicios de onanismo creativo, ajeno al cincel psicológico como sustento de la narración. Lo que elegantemente transcurre ante nuestra ánimo atento deriva hacia ámbitos de emoción desnuda, frágil por saberse atrapada en la urdimbre sentimental de un texto sobrio y sin estridencias. Se adivina el material literario en una recia cabalgada entre dos tiempos históricos, pasado y presente modulados con una historia de amor fuera del arquetipo que cierta maquinaria comercial propaga. Es ese mismo empeño en confeccionar un cine de prestigio el que latía bajo la engañosa placidez de LAS HORAS (2002), despliegue de sutileza a la hora de imbricar la creación literaria y la realidad como universos en mutua dependencia. La muerte se filtraba a golpes de lirismo y una factura visual exquisita, en perfecta sintonía con el complejo perfil de la soledad que se trazaba.

Ningún momento de esta película hermosa y doliente queda dañado por el artificio o el hueco festival sensiblero. Daldry conduce con vigor por proceloso terreno de afectos donde el aroma literario vuelve a remover las entrañas de un relato de infamias pasadas. El rostro y el acento germano de Kate Winslet -prodigio de actriz- guían el camino hacia un final catártico que permite cerrar heridas y dar cabida a alguna suerte de redención, también a nuestra comunión con un material de rara nobleza. La historia amorosa novelada por Bernhard Schlink se articula desde el equilibrio entre la fisicidad de los encuentros y la reflexión ética que despiertan los fantasmas del nazismo, uno de sus múltiples rostros. En ese trayecto de saltos de un escenario a otro se van abriendo las rendijas necesarias para respirar las emociones comprimidas, pura acrobacia en el fino alambre de la tragedia sin que el pie llegue a deslizarse.

THE READER sorprende, calienta los huecos reservados a una experiencia que trasciende el pasivo ejercicio de espectadores. La pasión de la atractiva analfabeta por las lecturas del estudiante es tan carnal como sus orgasmos clandestinos, y es la válvula por la que ir destapando turbios colores del pasado hasta un cierre poético, pleno de sentido, ni siquiera intuidas las lindes del melodrama. Se ha empeñado en evitar facilidades el director a fuerza de montaje sereno, evitando que el flashback huela a postizo. Delicada partitura la suya, que enfila el sendero de los grandes asuntos y los ejecuta armónicamente, enterrando la llama bajo estética pulcra, dejando intuir la gravidez del dolor y la humillación, del escarnio y el deseo por medio de una batuta artística de gran tallaje. Una película que turba y seduce no desde cómodas parcelas de sentimientos maquetados, previsibles, blandos. Sin corsés de género, sin ortopedia ni grandes discursos. Robusto ejemplo de cine perfumado de verdad, capaz de transmitirla a cada secuencia.

Igual que en su anterior pieza de orfebre, cuesta condensar el alcance, los pliegues de lectura que ofrece un romance tan poco ortodoxo como el que orquesta Daldry. Y es difícil por el oleaje de sentimientos oscilantes entre dos realidades, por hacernos vívido el retrato de dos almas que se hallan, se reconocen en los furtivos deslices con la literatura como vehículo de íntima conexión, el arma con que afrontar el revés del destino. Por encima de juicios moralizantes en torno a antiguos horrores, esta historia es la de un amor truncado y un secreto lacerante. Relato de amor empastado en tiempo de guerra, pero también reflexión sabia y luminosa sobre las consecuencias de nuestros actos, sobre la memoria, sobre expiación de culpas en una vida ya lejana, sobre todo aquéllo a lo que estamos dispuestos para que ese recuerdo no se difumine. El peso simbólico que late de fondo cae sobre nuestros hombros, se mantiene en ellos hasta bien pasadas las horas y habita la bodega de esas obras irrebatibles, asfaltadas de humanidad, poderosas, tan sólidas que parece un espejismo el cauce cristalino por el que van abriéndose al espectador.

23/1/09

LA CLASE: lección magistral

El espectador de cine tiene el privilegio a veces de hallar en su camino muestras de un genuino interés por el ser humano, por entenderlo y engrandecerlo. Ciertos títulos trascienden el recuento de méritos cinematográficos para abarcar zonas de vigor ético e higiene emocional fuera de discusión. Es un proceso revelador que no admite la impostura, brota de una óptica honesta sobre ese pedazo de realidad y logra, si cabe, imbricar cine y vida. Uno de los asuntos medulares en la tradición del cine espejo -etiquetado como social- es el que cuestiona los cimientos de cualquier sistema educativo como triste barómetro con que pulsar un orden social lleno de carencias. Muestra este ramillete de obras un microuniverso desde el que abordar los choques generacionales, la inmersión cultural o las lacras afectivas como factores de un código ético en peligro constante.
El milagro se produce cuando se rechaza el maquillaje emocional, ese arsenal de recursos para encarrilar lágrimas por caminos trillados. Cuando se huye del lugar común y se exploran los matices, el mordisco a lo real reluce por sí mismo, desnudo, más efectivo que nunca el vapuleo intelectual. LA CLASE saca cabeza entre las muestras de un género masticado hasta el cansancio, que no parecía poder aportar flancos nuevos de análisis del entorno escolar. Alguna perspectiva insólita habrá asumido el francés Laurent Cantet para ver laureada su película por la crítica exigente. Al menos un pellizco de honestidad podrá rebañarse en su radiografía de la adolescencia, sus conflictos, su paso trémulo desde la niñez a una edad adulta apenas definida.

Siguiendo el rastro luminoso de un cine europeo de vocación testimonial, el film se asienta en una naturalidad expresiva desarmante, y lo hace sin levantar la voz. Gotea poco cine que intente describir sin juzgar un abanico temático de índole tan coyuntural, muy propenso al prisma sensacionalista. La cámara de Cantet ausculta a profesores y alumnos, calladamente, evitando entrar en la condena moral o ese traicionero didactismo que suele pringar las visiones yanquis del paisaje: marginalidad, desestructuración familiar, exaltación idealista del profesional de la enseñanza, equipado de carisma, catalizador de un cambio de actitud en sus pupilos hormonantes, incluso sorteando la rigidez de las normas del centro. Reside el logro de la película en la ausencia de moralina, del rotulado chillón sobre la sensible conciencia de una galería complacida al ver cómo pintan las cosas de mal en colegios e institutos, los recintos donde forjar a los triunfadores y los frustrados del futuro.

Sobra carne para la reflexión en una pieza tan jugosa como ésta, aferrada a la sutileza antes que a la mecánica aleccionadora de cara a la taquilla. Los grandes valores por los que hacer diagnóstico de una edad difusa como es la pubertad se enuncian con el rigor, la sobriedad y el aplomo narrativo propios de un enfoque tridimensional de los conflictos. Si el cine norteamericano factura muñecos de plastilina y acentos discursivos, nada de lo que LA CLASE tantea se ajusta a patrones, nada desprende los aromas turbios de una verdad falsificada para impactar. Varias escenas podrían resumir la pulcra exposición del material, en todo momento regido por una necesidad de hacernos entender lo que pasa. Se pretende así-y se logra- abarcar todos los matices cívicos huyendo de recias justificaciones. Limpiamente es como fluye este diálogo entre los tres pilares del panorama educacional -pedagogos, jóvenes y padres-, desde la discreción reconocemos a seres humanos cargados de dudas, miedos, prejuicios.
Se cumple el objetivo de testimoniar una realidad tan poliédrica como desconcertante, un complejo inventario de exigencias, estrategias, soluciones moldeadas en función de un marco social en perpetuo cambio. La industria francesa nos ha entregado un ejemplo magistral de cine, sabio y respetable, llamado a ocupar una esquina en la memoria de los grandes espejos de nuestro tiempo. Lo que equivale a registrar nuestro propio depósito de contradicciones y temores desde una estatura artística incontestable.