27/8/08

BATALLA EN SEATTLE: la conciencia toma las calles

Que la rueda del mundo sigue girando, que el sistema continúa exprimiendo su falacia del consumismo, las falsas libertades que dan pie a nuestras elecciones. Que la sociedad, abstracción sin color ni forma, se ha hecho más inhumana, de un apetito voraz que termina por absorber a sus criaturas. Al final va a ser verdad todo lo que Stuart Townsend pone en una bandeja semidocumental, puro cinema verité en pleno siglo XXI. Eso si, Charlize Theron y Ray Liotta lustrando el panorama, para que el pellizco en las conciencias se rebaje con su carisma, por otro lado desaprovechado en personajes algo epidérmicos.

Presumo que no son los brillos y oropeles de las estrellas del firmamento Hollywood el objetivo del director. Los personajes de BATALLA EN SEATTLE no actúan más que como vehículos transitorios de la idea vertebral del film, uno de los más interesantes títulos de la cartelera. Insisto. No se encuentra aquí el cine rutilante de efectos especiales, no se pretende emocionar con complejas interpretaciones, se evita el artificio a toda costa. Si el adjetivo realista pudiera definir alguna clase de películas (las hay), bien cabría adjudicárselo al bautizo de Townsend, pues el núcleo dramático de la acción se alterna con imágenes de archivo que ilustran los detalles reales del conflicto. De sobra conocemos los hechos objetivos, medibles, impepinables que han inspirado esta obra. Por eso es tan válido el recurso al género testimonial, puesto que se adivina una intención (lícita) de arrancar cierta adhesión del respetable esquivando el exceso melodramático de la ficción arquetípica. Se cuentan verdades como puños, y se hace de la manera menos manipuladora posible.

Estoy seguro de que faltarían explicaciones, de que no nos listan los ingredientes con los que se cocinaron estas jornadas exaltadas en la ciudad yanqui. Aún seccionando la amplitud del fenómeno de la protesta, la película nos lo cuenta noblemente, a la usanza del documento fiel a lo real, sólo enturbiado por alguna licencia de guión que se sale de la línea esencial -el conflicto matrimonial entre Theron y Harrelson está desdibujado, ni siquiera interesa al mismo nivel-. Las cartas que juega son las que hay, sin la trampa del azúcar añadido ni el exceso didáctico, por mucho que en ocasiones se rocen sus peligrosos márgenes. El conjunto queda, en una narración algo voluntariosa, bastante equilibrado, término cada vez más difuso cuando se trata de radiografiar una realidad con cierto acento crítico. Incluso la emoción brota en un final quizá demasiado optimista para los tiempos que nos absorben sin tregua. Ligera concesión con la que seguir soñando la entelequia de un diálogo entre los gobernantes mundiales para arreglar el embarrado panorama social, ecológico (¿qué más?) objeto de la disputa. Más o menos vendría a ser un preámbulo de lo que la reciente -y soberbia- WALL·E (Andrew Stanton, 2008) se ha encargado de profetizar a golpes de lucidez y elegancia. Luego dicen que se llama pesimismo. No se puede concebir mayor aplomo sobre la razón, mayor sujección a la realidad pura y durísima.

Todo lo demás se presupone, y convence. Montaje dinámico, firmeza narrativa, acertada dosis de fatalismo dramático en consonancia con el progreso de las protestas callejeras.Sólo el mencionado boceto de unos personajes relegados a un segundo plano impide redondear un buen intento de Townsend -a la sazón compañero sentimental de Theron- por construir opinión sobre uno de los capítulos más reveladores del buen espíritu ciudadano de la modernidad. Su debut es correcto como obra cinematográfica, pero supera la valla de los productos dignos por su carga de humanidad, no cifrada en las desgracias visibles que infectan el subsuelo de nuestra rutina. En todo caso una desgracia pandémica, la tremenda y desoladora certeza de estar empeñados en destrozar todo lo que siglos de evolución pretendieron instaurar. Sin medir consecuencias. Sabiendo que es la única forma de mutilar las mismas libertades que el político de paso nos vende desde su tribuna. Los peligrosos, dirá éste -bien flanqueado por sus asesores-, son los cientos de cuerdos que se encadenan a las puertas del huracán para frenar el gran desastre. Cosas de las altas esferas.

El debate, y con esto duermo tranquilo, se abre tras esta película más que con ninguna otra. Deduzco que de poco (práctico) servirá.

NO ME PIDAS QUE TE BESE PORQUE TE BESARÉ: la vida es una caja de bombones

Cuando el afán fuerza el buen propósito, el efecto se difumina, pierde fuelle. Puede incluso incordiar una sobredosis de melaza, la bondad con calzador y el aroma solidario a borbotones. El cine se refugia a veces en narraciones que rebosan carga de humanidad hasta la frontera de lo intolerable, por exceso se logra el desapego emocional, el escalofrío se ausenta. Ni siquera en la saca del cine social, provechosa punta de lanza de gran parte del cine patrio, podría encuadrar Albert Espinosa su bienintencionado debut. La apuesta desconcierta como pocas. Bien podría aparcarse en un indeterminado arcén temático cuya extrañeza no revierte en fascinación, al menos el que esto escribe sintió sus ojos y boca abiertos, y no para que el placer dejara correr el lagrimeo o el gemido tímido. Fue más bien por incredulidad. Bochorno incluso.
No tiene ningún mérito solidario, y aún menor asomo de comicidad el surrealista punto de partida de esta película inclasificable. Filtrar en la más descafeinada e insulsa maquinaria sentimental un ligero chorro de conciencia humanista requiere algo más que intenciones limpias. Habría que recordar al señor Espinosa, de pésimo talento interpretativo -todo sea por ahorrar costes-, que además existe algo llamado guión necesitado de lustre, de los mínimos retoques para que las bondades no terminen naufragando en charcos. Eso es a lo que queda reducido un intento integrador loable pero cojo, hay quien lo llamaría fallido. Sobrevuela el esfuerzo por congraciarnos con los más desheredados de esta mierda de sistema en que malvivimos -aquí deficientes mentales-, pero la intención, casualmente, y sin parecer exigentes, no es lo que cuenta. La cobertura de la dignidad encierra poco más que vacío maquillado.

Reconozco cierto rubor ante lo que plantea una historia indefinida, perdida en los andurriales de psicología familiar y dominical, para más señas. En ningún momento tuve la bendita sensación de saber el destino de tanto ingrediente absurdo, nunca precibí el propósito de engarzar situaciones tan mal dibujadas, con un trazo de personajes que roza lo ridículo. Pude acariciar -incluso manosear- la impresión de que Espinosa no sabe o no es capaz de transmitir emociones, ni contando con el grupo de actores más esforzado. Pero lo más deplorable es tener la impresión de ver dos películas en una, apenas comunicadas por arterias finísimas, tan frágiles que impiden dar coherencia a un relato desde el principio endeble. Cuando creemos que el goteo de romanticismo generacional inundará la pantalla de sentimentalismo de manual, la cosa deriva a la terapia de grupo con mensaje. La superación de obstáculos personales y afectivos se convierte en excusa fácil de unas escenas aburridas, enamoradas de su propio azúcar moralista, casi pueriles. Mala escritura por sensacionalista, por destilar buen rollo e inyectarlo al personal sin apósito. Mata la ingenuidad por sobredosis, sobre todo en una secuencia final de sonrojante resolución.

Me arriesgo a sonar frívolo, pero hubiera sido más transgresor, una pizca más gamberro y todo lo incorrecto que pueda imaginarse usar la deficiencia psíquica para hacer comedia de la buena, con su crítica acerada, su valiente parodia, su micción fuera del recipiente. Por contra, se adopta un molesto tono de condescendencia para encauzar vaivenes emocionales ya conocidos por todos, apenas distorsionados por la tozudez musical del protagonista y el retardo mental como motor de parte de la acción. El resultado es un blando, correoso y artificial catálogo de metas por perseguir, íntimas batallas que librar por aquéllo de la felicidad.Es decir, lo de siempre hecho con bastante menos estilo y sutileza. A la vergonzosa secuencia de la masturbación conjunta con los discapacitados me remito.

THE WOMEN: cuernos con glamour (manual del blando feminismo)

La cornamenta, vieja refugiada en la estantería temática del cine, reaparece con zapatos de Prada y bolsos Louis Vuitton. Entra descabellada y escudada en gafas de sol, presta al limado de uñas prohibitivo y un frugal almuerzo tras la sesión en el gym, todo sofisticación. Adquiere el rostro de Meg Ryan, actriz reconvertida a esperpento de aquella fresca belleza que fue en los 80. Suyos, y no del Joker de Heath Ledger, son sus labios en perpetuo rictus sonriente como sello de gratitud a su cirujano plástico, insigne asesino de expresiones faciales. Codo con codo del pijerío, su alter ego y amiga, una Annette Bening a quien sigo adorando por más cosas además de su increíble versatilidad. Por seguir siendo atractiva a esa edad casi otoñal, borrosa. La Bening esgrime su belleza desde la sapiencia de la madurez, llena la pantalla a cada gesto y se queda tan ancha. No le ha hecho falta -si lo ha hecho, jamás podríamos jurarlo- ceder al tentador estropicio quirúrgico.
Lo suyo es entrar a saco en escena, pero también arramblar con lo superfluo y lo estúpido, ser ella misma. Aunque suene a anuncio de compresas o íntimas fragancias para cincuentonas. La admiro y respeto como a pocas de su generación. Muy pocas.

Me extraño a mí mismo hablando de las actrices en los preámbulos. Será porque no es otra cosa THE WOMEN que un panegírico hacia la mujer, connotado el término en su peor acepción. Hace poco esquivé el visionado de SEXO EN NUEVA YORK (Michael Patrick King, 2008) como si la frivolidad fuera un cáncer y fuera a exponerme a él. Sigue aquí la estela, mismas diatribas, mismas sandeces. Podría cumplir penitencia la debutante Diane English si su feminismo rancio y desfasado dejara entrever mínimos destellos de insolencia, auténticas ganas de transgredir. Gozo iluso. Su bautizo en la industria brota desde las entrañas mismas de la estupidez, los lugares comunes como timones de proa en otro cántico a la banalidad. El bueno de Cukor mejor reposará sin intuir la poca enjundia que un remake de su obra ofrece en pleno siglo de liberaciones vaginales y demás. O es que tal vez el propio sector femenino aspira a ser lo que estas historias reflejan. Quién puede saber.

Película terrorífica como pocas ésta que aterriza en cartelera con su glamour embotellado, haciendo gala de uno de los asuntos de guión más epidérmicos e intrascendentes del año. Igual que aquel cuarteto de cotorras insatisfechas, estas amigas luchan por su independencia, se pretenden liberales, autosuficientes, auténticas. El problema es lo que late bajo esa careta de arrogancia, su querencia del macho como siempre fue, su necesidad de varón protector -de lustrosa Visa Oro a ser posible-, el miedo a la soledad. Por eso desconfío de esta luxury movie descafeinada y tópica hasta la extenuación, aplastada por la pila de clichés que desgrana en golpes de efecto previsibles, puntualmente chisposos, a la postre arrinconados hacia lo grueso. Y lo hago porque quiere ser gamberra y se queda en juguetona, apunta al desenfado y termina bordeando el precipicio del ridículo. Recelo de su liviandad demodé, su obediente apego a las reglas del vodevil clásico de Hollywood con las que encubrir un peligroso conservadurismo, el puro artificio del enredo apenas tocado con la vara mágica de la época dorada (la genuina). Pero también me asusta pensar que siga vendiéndose este humo. Más si descubro que ciertas mujeres puedan verse atrapadas, identificadas, proyectadas en un retrato tan plano como autocomplaciente. Buen síntoma de los tiempos que nos acogen sería el éxito de este retorno a los viejos moldes sin sacarles otro brillo que el del humor indulgente, blancas líneas de diálogo orquestado sin esmero. Eso sí es digno de lamento.

Percibo bajo el tibio empaque visual de English un convencional recetario de lealtades con perfume exquisito, taconazo blandito por superficies de infidelidad conyugal, incomunicación, retos profesionales, idas y venidas por la gran manzana del éxito y el fracaso. Es más, asoma en su estirado metraje toda una tesis sobre decepciones varias, sobre la mentira y sus efectos, todo ello regado con vino de reserva y espíritu de gossip magazine, las revistas de peluquería de diseño. Con la figura masculina minando los chascarrillos del rebaño de hembras, se atisba la felicidad a golpes de bisturí, otras pariendo como conejas, tal vez afrontando la adolescencia anoréxica de una hija. No es gratuito lo del falso progresismo, ni el más suculento atraco a Tiffany´s puede comprar el placer de ser madre, esposa e hija. Supongo que los tiempos no han cambiado tanto.

Verdad es que no pretende la función mucho más que lo que aporta. Podría retenerse en la memoria una potente Eva Mendes, genial en su rol de chica florero, en contraste con la fugaz y demoledora Bette Midler, la más divertida consejera. Estelares presencias como Carrie Fisher y Candice Bergen -la Murphy Brown que produjo English- otorgan mayor caché al embrollo sentimental, manipulado con mano astuta por los ágiles contornos de la comedieta generacional exenta de aristas. A quien convenza su postizo homenaje a todo un género -ya sea el mujeril o el cinematográfico- será que la vida le trata muy bien. Tanto que se conforma con el encanto facilón del arquetipo. La seducción de un desayuno con diamantes aún puede aturdir la mirada.

CHE, EL ARGENTINO: la revolución sin pasión

Tiene este Benicio lo que pocas estrellas del orbe mediático, carisma, dicho en mayúsculas y a bocajarro. Más aquí, si cabe, que en anteriores encarnaciones ficticias, siempre bordadas a hilazo de fina introspección, con los pertrechos de un talento orgánico, puro. Desde ya no concibo otro actor -búsquese en el diccionario el sentido de este vocablo prostituido- más dotado para hacer vivo un personaje al que nuestra memoria se empecina en reservar hueco en la despensa idólatra del siglo ya muerto. Ningún nombre como el suyo para nutrir las esperanzas ahora confirmadas de mímesis sin fisuras, simbiosis perfecta entre individuo real y su figura representada, la comunión ideal que salta hasta el patio de butacas rasgando la pantalla sin contemplaciones.

Por si lo anterior fuera poca razón, a estas alturas nadie cuestionará el talento de Soderbergh para abordar una suerte de biopic sobre Ernesto Guevara. El autor de SEXO, MENTIRAS Y CINTAS DE VÍDEO (1989), paradigma del fenómeno indie norteamericano de principios de los 90, ha trufado su obra de sólidas piezas, bien plegadas a los dictados del más liviano mainstream, bien siguiendo su propia estela creativa paralela al becerril cauce de cifras. Presumo un cosquilleo en la fibra emocional del director, un impulso muy personal por fotografiar al guerrillero, un deseo largamente gestado y al fin cristalizado. Proyecto mastodóntico y un punto suicida éste que asume ahora, aún contando con el impulso financiero y creativo de su protagonista, un del Toro calzándose a medida uno de esos iconos irrefutables, emblema entre emblemas, símbolo asumido por la masa, nunca falta de adalides de causas nobles. Sobre estos dos nombres -de nuevo unidos tras la premiada TRAFFIC (2000)- gravitará cualquier operación de marketing destinada a filtrar en taquilla una arriesgada unión de fuerzas, una obra difícil cuyos valores podrían verse eclipsados por el carisma de director y estrella. Nada más injusto, tratándose del correligionario de Fidel Castro, su mano derecha en la estrategia, al final líder por méritos propios de todo un marco generacional definido por seísmos ideológicos. Qué tiempos aquéllos en que aún se tenían ideas para cambiar el mundo.

Parece querer impregnar Soderbergh esta CHE, EL ARGENTINO con el aliento de obra total y definitiva sobre el personaje, pese a no cubrir todo un periplo vital y centrarse en un tramo muy concreto de su experiencia paramilitar. Tras presentarse en Cannes en todas sus cuatro horas y media, ha sido mutilada en dos partes para evitar el empacho del respetable y, de paso, mitigar el posible batacazo del distribuidor -de juicio sometido siempre a su interés, como es lógico-. Habrá que valorar por tanto esta primera entrega, de discurso -hay que decirlo- no muy sometido al corpiño de una hagiografía reivindicativa del héroe que tanto tufo ha desprendido otras veces. El director, seguro del material que maneja, se adentra en una narración meticulosa sobre el período de formación en la actividad clandestina del grupo de rebeldes opuestos a la dictadura militar de Batista, comandados por este extranjero que no tardaría en enraizarse a la idiosincrasia cubana.

La pintura del protagonista y su cohorte, de toda su convivencia en la selva, de sus escaramuzas y diatribas politizadas, se articula en un metraje por momentos denso, un punto desequilibrado en ritmo y distribución episódica de los hechos. Abotonada con un lenguaje semidocumental, Soderbergh demuestra en su película lo que mejor sabe aunque esta vez se quede a medio camino. Combina texturas, salta en el tiempo y otorga firmeza narrativa, pero cuesta empatizar con los personajes escogidos más allá de los fautores del levantamiento. Los hermanos Castro -acertados Damián Bichir y Rodrigo Santoro- sobresalen entre tanto relleno de secundarios de bulto que pasan ante nosotros sin que la emoción empape los hechos más dramáticos en los que se ven envueltos. Arrimados hombros y fusiles, solapados ideales, quimeras y entusiasmo sin concesiones, la aventura guerrillera se estanca en la descripción exhaustiva con voz en off de Guevara ilustrando reflexiones morales, éticas e ideológicas del conflicto, su miedo, su coraje, su fé. Queda claro el mensaje de dignidad, tan bello, tan poético, tan necesitado de un aliento dramático que la profesional mano de Soderbergh se ve incapaz de plasmar.

Me cuentan que el segundo segmento de la obra acentúa las tribulaciones existenciales del Che, aquí esbozadas en estos parlamentos internos. Ignoro si ni siquiera verá la luz comercial, a la vista del primer bocado al bolsillo del populacho nostálgico de viejas y necesarias luchas. Es de suponer que también prevalecerá una épica de diseño armada con la afilada sintaxis propia del director y una rugosa apuesta estética, apenas imbuida del mínimo torrente emotivo con que gozar el perfil de un héroe involuntario, insaquesible al mercadeo de sus ideas, alérgico al desaliento. Por ello se echa de menos mayor calado humano entre tanto insurrecto, a Soderbergh hay que exigirle algún énfasis en el sólido artefacto desplegado, mayor hondura y calidez.

El trayecto termina por agotar, no por el peligroso didactismo de púlpito, tampoco por un esquematismo maniqueo, menos aún por exceso de gloria en el retrato. Es la fría mecánica descriptiva el lastre para traspasarnos. Es el refugio en el rigor, la reiteración del juego temporal y una paradójica morosidad lo que empantana la mirada respetuosa hacia un Che más cerebral que apasionante. La batalla por abrir nuevos senderos de libertad social -que es la nuestra propia- se revela desajustada entre las ambiciones testimoniales que la engendran y la escasa seducción de su puesta en imágenes. Triste ración de desconcierto por llevar la firma y el rostro estelar que lleva.

26/8/08

HACE MUCHO QUE TE QUIERO: reconciliación con la vida

El rostro blanquecino y adusto lo dice todo. La mirada acuosa, como sumida en una intimidad infranqueable. Una cara serena, refugiada en su propio dolor, elocuente sin palabrería gratuita. Reconozco una debilidad especial por Kristin Scott Thomas, primerísimo plano en el cartel de esta película. Cualquier personaje sale ensanchado por la firme mirada, el gesto elegante, el velo de misterio que impregna cada una de sus escenas. Pertenece a esa rara estirpe de actrices que despiden talento a poro abierto, curtido en escenarios y aprovechado en el cine como sello indeleble de calidad. Cierto que está en esa edad borrosa en que la mujer actriz -angloparlantes incluidas- se ignora o se desprecia, con mucha suerte es recluida a títulos de tercera o a presencias tan brillantes como fugaces. Luego están las excepciones, claro está, la Sarandon, la Streep y poco más. Ella adoptó Francia como patria y nos recompensa con puntuales presencias que engordan el caché artístico de los proyectos que asume. Philippe Claudel, para abrir aún más su abanico multidisciplinar, debuta tras la cámara con Scott Thomas amadrinando una función triste, llena de silencios y miradas, el peso del pasado a lomos de una pequeña gran actriz como ella.

Porque suyos son los hombros que soportan la pesadilla de un pasado sin enmienda posible, sólo de este personaje el tormento de la culpa, la agonía ante el peor de los crímenes, el homicidio que la tensa escena final revelará hasta piadoso. Pero el trayecto hacia ese necesario reproche duele. Destroza por dentro no poder ni saber expresar la pesadumbre, darle voz, soltar lastre y seguir luchando. Elsa Zylberstein es la hermana comprensiva, la sonrisa fraternal, el codo con que afrontar la vuelta a la vida. Con ella entona la actriz británica la discreta pieza de cámara pergeñada para dos instrumentos afinadísimos, dos piezas de un reencuentro familiar en un relato denso y muy francés en sus retazos literarios. Deja constancia Claudel de su maleta de escritor, conjuga bien el verbo reconciliar, salir a flote, y lo hace con el talento de sus dos actrices, a las que mima y confía un texto irregular, bastante escorado hacia el género intimista que un día algún iluminado llamaría de autor, poniendo una carne en el asador de las emociones que sólo a trozos se absorbe hasta el tuétano.

La atmósfera anunciada en los créditos del inicio no engaña. La tragedia se vislumbra, adivinamos sin esfuerzo el tono grave que embadurnará una historia de heridas aún abiertas, enterradas bajo el mutismo y la ausencia. Una historia -sin destripar el secreto de la trama- a vueltas con la maternidad y sus actos de amor, pero también con la familia, ese nido de felicidad construida, frágil y envidiable para quien se vio privado de ella. El director escarba aún más y esboza un encuentro entre seres maduros, víctimas de un idéntico sentimiento de ahogo y desarraigo, el escarceo de la protagonista con el personaje masculino mejor definido, al menos el de mayor peso dramático. Algún otro secundario, sin embargo, caerá por la pendiente del tópico generacional o la más rotunda fatalidad en lo que se antoja un subrayado excesivo, por muy preparados que andemos para afrontar las tinieblas ocultas tras la luz. Aún así, el proceso se embarra en escenas alargadas, algunas de escaso valor en la busca de intensidad, desequilibrando el ritmo general. No dudo del honesto esfuerzo de Claudel por arroparse con el manto de un cine serio, de etiqueta genuinamente gala. Es por lo que abundan los guiños culturales, las conversaciones entre culturetas burgueses, las cenas ilustradas de gente que no lo es. Y aquí entran en juego las apariencias, el valor de lo que se calla y termina por estallar, pero la gravedad no acentúa el contagio de ese equipaje emocional, no termina de cautivar pese al valiente esfuerzo del dueto estelar.

La prueba la aporta un final apresurado, la cámara en plano picado sobre unas escaleras que alojan la discusión entre hermanas, su cara a cara catártico y necesario. El instante esperado, pletórico de lamentos, las venas tumefactas por el desgarro y una solución de guión correcta pero incapaz de levantar el engarce previo de elementos al nivel de contundencia que todos preveíamos. No nos sentimos seducidos, atravesados o encenagados ante tal despliegue de introspección, y eso contando con la promesa de una elegante dirección que enarbola la sobriedad como arma con que defender su estudio psicológico. Buena caligrafía apenas tildada, contenido retrato que indaga en los lazos afectivos, los errores que carcomen y las oportunidades de redención, mejor con ayuda de quienes nunca cedieron al olvido. Los que siempre están ahí para ayudarte a recuperar la vida perdida entre rejas, espectral de tanta soledad, doliente cadáver asfixiado de culpa, soñando con el perdón más difícil de obtener.

20/8/08

LOS GIRASOLES CIEGOS: la manzana de Eva (o la testosterona y el alzacuellos)

El más común de los sentidos podría hacernos intuir un póstumo honor de los académicos hacia Rafael Azcona por esta adaptación del relato homónimo de Alberto Méndez. El último y más literario arrumaco del genio hacia el medio que alimentó nuestra inteligencia durante décadas de lucidez y sabio diagnóstico de la realidad española. Pero además serviría el galardón para acreditar que el legado del maestro se prolonga más allá de su muerte, que los laureles a todo un bagaje de talento incorruptible se reconcentran en un suspiro postrero, aunque menor, éste que José Luis Cuerda ilustra en imágenes. LOS GIRASOLES CIEGOS los vuelve a asociar con material nuevamente apegado a la posguerra siniestra, de nuevo los fantasmas, los miedos y el oscurantismo como inspiración argumental, otra vez la ortopedia visual de ese denostado sector de la industria patria empeñado en mostrar la gran cicatriz moral del país, su reencuentro -para infortunio del respetable- con el acomodo temático y la huida del riesgo en las formas más exasperante aquí, si cabe, que en EL BOSQUE ANIMADO (1987) o LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS (1999).

Como en ellas, se rescatan personajes cercados por la espantosa negrura social y política, las pequeñas voces de una nación que el tijeretazo de la contienda escindió en buenos y malos hasta asfixiar cualquier asomo de diletancia. Cuerda, perro viejo, se arrima a la brasa que mejor caldo produce en su propio universo creativo, los rigores y sinsabores de ese pasado infame y el efecto sobre un pequeño racimo de personajes con sus íntimas zozobras. Pero es posible que el apego a la novela estriña la narración sin la válvula de lirismo que rociaba aquellas estampas costumbristas. No así el fondo crítico, que aquí se mantiene coleando. Porque por el armazón de sentimientos diseñado en el guión repta no muy sibilinamente la enésima condena a los victoriosos, un previsible canto de amor a los derrotados, la épica del fracaso ahora filtrada bajo las pieles de un triángulo emocional de vértices incandescentes.
Opta el autor de LA EDUCACIÓN DE LAS HADAS (2006) por apoltronarse en una narración lineal hasta el cansancio, exenta de quiebros que desentonen y den calor a una historia de ardores previstos. Este cuento, hiperrealista en el trazo, plasma desde el recto empaque visual los tormentos de un efervescente diácono (excelente Raúl Arévalo) obnubilado por dudas de fé, ciego de anhelos carnales que una turgente Maribel Verdú (pletórica, puro fuego) le inspira entre cánticos y recreos de párvulos. La fémina, además de incitarle a los vicios del mundo, le oculta su vida familiar contraria al régimen, marido escritor con el rostro del soberbio Javier Cámara -en la piel de un rojo rojísimo, tanto que se refugia cual cucaracha de la luz solar- e hija embarazada y por amor prófuga hacia tierras más gratas. Nada huele aquí a fantasía surrealista. No despunta el delirio delicioso del antiguo artesano. Poco o nada de su magia reivindicada, de la fábula nutrida de melancolía, casi nada de esa plástica de la naturaleza en idilio con los seres humanos que pueblan sus paisajes. Demasiada inyección de realidad, sobrio chute de espectros pretéritos que hace de su contención el mayor de sus pecados.

Es eso, poco más y casi sólo eso. Oficio empaquetado con apatía, lenguaje academicista, átono y, por momentos, aburrido. Más allá de la traslación fiel del texto original no se descubren alicientes que impulsen el torrente dibujado, que aviven la emoción, que nos identifiquen y perturben, que nos conmuevan. El maestro Azcona firma un texto de simbolismo facilón y personajes algo esquemáticos, todo su historial de acidez e ingenio al servicio de un relato incapaz de transmitir ninguna de las pasiones, cocido a un fuego lento que sólo las chispas finales consiguen reactivar. Pero es tarde ya. El trayecto sombrío y apesadumbrado queda marcado hasta el sexual desenlace por el sello insípido de un Cuerda que nunca quiso ser ni pudo ser ni fue supuesto un esteta. Cierto es que la comedia ochentera tuvo en su cine referente de transgresión, lo estrambótico y lo patético, lo irónico y lo tierno imbricados con precisión, barómetro de miserias, espejo de soledades también nuestras. AMANECE QUE NO ES POCO (1987), clásico indiscutido e irrebatible.
Sin embargo, el acercamiento al entorno moral y religioso descrito por Méndez se antoja, en las antípodas de la ficción sarcástica y evocadora, tibio retrato localista tiznado de miedo y silencio. También traición. Y la castración del deseo, la prohibición impuesta incluso por uno mismo. Nobles impulsos que acaban amortiguados por la gélida gramática del director, las llamas reducidas a cenizas, costumbrismo mustio con la mecánica de la tragedia bien aprendida y desplegada. No es éste más que un estudio de los deseos humanos que no perdura, el acartonado perfil de la represión, de las luchas personales y colectivas que no estimula algo distinto a la indiferencia, casi un hastío tímido. Y no me dejen insistir en mi vieja cantaleta sobre el spanish cinema y el catálogo de corsés que lo sustentan. Mejor será.

19/8/08

UNA PALABRA TUYA: el peso de la tristeza

No todo el mundo puede ser Fernando León de Aranoa. Me refiero a su óptica como cineasta, al talento para hablar de gente humilde en términos casi épicos. El firmante de BARRIO (1998), LOS LUNES AL SOL (2002) o la inferior PRINCESAS (2005) se subió hace años al pedestal de últimos cirujanos de nuestra realidad cambiante y poliédrica, aunque sin colgarse medallas ni esperar vítores. La humildad es lo que el madrileño ha cultivado desde su brillante debut (FAMILIA, 1995), y es lo que comentarios, apariciones públicas y actitud personal y artística revelan. Lo menciono por ser el con mayor astucia abona la parcela social en la titubeante producción patria, también alimentada por Icíar Bollaín -TE DOY MIS OJOS (2003)- y una nueva hornada que entrega sus tímidos pedazos de vida a modo de discursos honestos, tramados sin trampas y un común escarnio publicitario -15 DÍAS CONTIGO (Jesús Ponce, 2005), NEVANDO VOY (Maitena Muruzábal/Candela Figueira, 2007)-. Digo que no todo el que aborde temáticas cercanas, articuladas en torno al triste gris de la mediocridad, logra horadar la fibra emocional y morar en ella al calor del recuerdo grato. La presidenta de la santísima Academia nacional no termina de convencer en su romance intertextual con Elvira Lindo. Es el germen literario el principal obstáculo para que esta historia de perdedoras cobre peso y autonomía, a la vista de un desarrollo desequilibrado, más centrado en el bosquejo de las situaciones, decididamente lúgubres, sin la densidad psicológica que tanta pesadumbre requiere. Nunca más acertado que aquí el popular comentario que desestima una obra cinematográfica por su herencia novelística.

Ángeles González-Sinde se escuda en la España currante, madrugadora y esclava de horarios relatada por Lindo, en todos esos héroes que a diario levantan el paísaunque el aire gélido les agriete el alma. El dueto femenino sirve para corporeizar un idéntico miedo a la soledad vital que las impulsa a una amistad de roce casi lésbico, en lo que parece un cruce de destinos imprevisto -como lo son todos-. Fácil es suponer que todo lo que sigue al encuentro conduce a un -éste sí- previsible proceso de mutuo descubrimiento, la superación de esos íntimos miedos y la lucha común por capear los envites de la vida perra. En el proceso también logran afrontar los fantasmas del pasado, bien sea el recuerdo de una infancia mutilada por la droga y la precoz madurez, bien las cargas familiares de un presente sin escapatoria. El contrapunto lo pone el vértice masculino del relato, tal vez más estereotipado o de perfil más desdibujado, aunque sea evidente su relevancia dramática para el desenlace de la historia.
Pero nada de esta fábula urbana sorprende ni entusiasma, tan teñida queda con el mustio color de la tristeza apenas rasgado por fallidos ramalazos de humor que no alivian el tono fúnebre -el surrealista arranque hace esperar lo peor-. Desde luego voluntad no falta en un texto ceniciento como la realidad que le sirve de inspiración. Tanto que da la sensación de estar supeditado a las más nobles intenciones sin poder transmitirlas con convicción, ni siquiera con la complicidad de tres sólidos actores, a la cabeza Malena Alterio, perfecta en su eterno rol pusilánime, de tierno patetismo. Lo artificioso de algunos diálogos, la plana dirección o las zozobras entre el desnudo costumbrismo y un leve aliento poético impiden rematar el espejo de miserias tangibles, la asqueante rutina de tantos que esta vez se antoja decepcionante.
Parece necesario recordar anteriores méritos de la directora en su faena retratista para descubrir, si no las válvulas de escape del fango cotidiano, sí mayor aplomo en el recorrido hacia la luz. Ya sabemos lo dura que es la vida. Otra cosa es que nos la cuenten de forma que llegue a emocionarnos, casi nada.

17/8/08

JIRAFAS: tres mujeres y un crimen

Hay películas condenadas a sufrir los rigores de una pésima distribución, hecho directamente relacionado con el ínfimo, por no decir nulo, apoyo publicitario que reciben. Si a ello sumamos un director apenas conocido más allá de la frontera israelí y unas condiciones de exhibición denigrantes, se entenderá que JIRAFAS pase con mucha pena y nada de gloria por la cartelera estival. Ahogados en la usual marea de superhéroes, adaptaciones de series y algún entusiasta musical, jamás podríamos intuir la tímida presencia de este fallido thriller, debut de Tzahi Grad que aterriza en nuestro país tras siete años de olvido. Dato bastante elocuente, por cierto.

No extraña esta hibernación forzosa visto el resultado, aunque en su defensa señalaré que la proyección se hizo en formato dvd -avisados estábamos los incuatos asistentes por medio de un blanco rótulo-, imagínese el lector lo que eso acarreaba. Obviaré detallar la lamentable definición de imagen sobre la tela blanca, tampoco me explayaré en el espanto sonoro. Calidades a un lado, la historia, femenina pero no feminista, viene a ser una suerte de collage urbano que trenza los hilos de una investigación criminal en la que tres mujeres, vecinas de un edificio en Tel Aviv, se ven implicadas. El relato se concibe y vertebra sobre el andamiaje asimilado al género policíaco, pero a Grad parece interesarle también un goteo dramático que nos permita aproximarnos al ámbito emocional de sus personajes. Por eso el primer tramo de la cinta podría llevar a engaño. No acaba siendo la terna protagonista, pese a los indicios, muestrario de la idiosincrasia hebrea contemporánea, ni siquiera reflejo poliédrico de un modus vivendi digno de crítica o germen de reflexión última. Pronto se revela como lo que el rocambolesco guión se encarga de confirmar. Muy al contrario de lo que pudimos observar en EL EDIFICIO YACOBIÁN (2007), opera prima del egipcio Marwan Hamed que ofrecía un rico caleidoscopio de El Cairo a través de la historia de dicho inmueble y sus diversos ocupantes. Lo irónico y lo sórdido, pasado y presente en un análisis certero de todo un paisaje moral.

A diferencia de la de Hamed, esta película se convierte en tedioso engranaje del suspense, mecánico y confuso puzzle cuyas piezas son ensabladas no ya sin una mínima afinación estética -aquí huele a rancio-, también careciendo de brío narrativo y habilidad en la pintura de personajes. En definitiva importan poco las motivaciones del asesino o el mantel de ambigüedades que se pretende extender ante nuestros ojos. Todo deriva en narración apresurada repleta de paupérrimos diálogos, ni qué decir tiene que enfundada en toscas opciones en el lenguaje visual -próximo a lo amateur-. Sería más bien una hipotética tercera regional en la liga de obras de peculiares aportes al género de intriga criminal. Y el aburrimiento toma la delantera.

Tal vez sea lo más relevante de JIRAFAS el juego de espejos planteado en el epílogo. Desde el principio asistimos a confusión de identidades y equívocos sentimentales, aunque las inquietudes artísticas de dos de las jóvenes permiten una tímida elucubración sobre los límites entre realidad y ficción. O la realidad como inspiración para construir ficciones igualmente lamentables. O la ficción construida como realidad alternativa, con un final más emocionante, de mayor impacto, puro espectáculo. Pues ni aún con ésas. Tan dignas intenciones se antojan amortiguadas por el peso de una blanda resolución que podrá curtirse con una segunda oportunidad tras la cámara (MAL GESTO, 2007). Bajo este ensayo sobre verdades y mentiras abiertas a la interpretación resuenan voces que mendigan presupuesto y -todo hay que decirlo- mayor astucia para contar algo realmente estimulante.

14/8/08

CALIFORNIA DREAMIN´: bienvenido, mister yanquee

Da lo mismo el conflicto del que se trate. En cuestiones de belicismo que involucren al ejército americano -que son casi todos los fregados allende el Atlántico- una óptica ajena a su poderosa industria alumbra más esquinas de las imaginadas. No por azar recuerda CALIFORNIA DREAMIN´ a la franco-israelí LA BANDA NOS VISITA (Eran Kolirin, 2007), cuyo relato también se varaba en un limbo físico como metáfora deliciosa del entendimiento entre dos pueblos forzados a convivir. Salvando distancias espaciales y también artísticas, ambas obras esquivan las grandes gestas que engordan las enciclopedias. Su misión, ésta en verdad humanitaria, es enunciarnos la pequeña intrahistoria tal y como nadie la conoce, perfilando la voz y el espíritu, modelando el corazón animoso de seres anónimos dueños de su rutina, figuras borrosas ajenas al despacho del estratega pero a la larga marionetas de sus designios.

Como en el benévolo cruce de caminos entre egipcios y hebreos, la sátira recubre muchos de los tramos de esta pintoresca película. Cristian Nemescu, su malogrado artífice, no logró ver el montaje final ni tampoco podrá catar el halo de culto que quizá recaiga en su obra, de trazo pausado y cámara inquieta. Porque no es ésta una excelente pieza visual o envoltorio maqueado para recubrir flaquezas en la sustancia. La póstuma del joven Nemescu viene a confirmar la pujanza de la industria rumana, el legítimo magisterio de la compatriota 4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS (Cristian Mungiu, 2007), brutal y descorazonador viaje al infierno en pleno cénit Ceaucescu. Y ratifica ese pedestal adquirido armado de inteligencia, con la sola herramienta de la mordida irónica sobre una historia mínima. Otra más digna de atención, otra vez la mirada puesta en terrenos de cotidianeidad en mitad de ninguna parte, territorio casi fantasmal que alberga ruindades y desencuentros, afectos imprevistos y combates de egos, la sexualidad fortuita y la barrera idiomática a la postre sorteada. El simbólico trayecto que maquina Nemescu viste el ligero fuselaje de una fábula localista, neuralgia de conflictos personales bajo el gran conflicto burocrático que enhebra la función. Armand Assante -rotunda presencia- encara sin éxito el bloqueo de su convoy ordenado por el corrupto jefe de estación de esa recóndita e imprevista aldea, verdadero escollo en el camino hacia una Kosovo en los estertores. La obcecación del personaje choca con la cuestionable eficacia de las altas esferas occidentales, trasiego de llamadas telefónicas mediante, en la práctica estériles. Radica en esta premisa lo insólito de una propuesta amable sólo en continente, pronto desplegará el libreto su arsenal de crítica mordaz al caciquismo provinciano frente al intruso -en este caso, la soldadesca de la era Clinton-, hilando con delicado esmero las intimidades que despierta situación tan descabellada entre invasores y autóctonos. Es por ello que los tintes políticos del conjunto, toda la convulsión laboral que vertebra gran parte del relato se aloja dentro de un edificio emocional bien construido, asentando los dramas interpersonales al modo de dibujo polimorfo de ese choque cultural al que yanquis y rumanos se ven abocados.

Quizá susceptible de acortar su duración, esta parábola condena la inoperancia militar y los rigores del capitalismo voraz en pequeñas comunidades, donde a veces el alcalde no es más que un títere al servicio del yugo explotador del empresario. De paso se cuela una divertida reflexión sobre la capacidad de vencer abismos lingüísticos, de cambiar afectos sin la evidencia de la palabra (o con pobres traducciones de los discursos). Cruces de miradas, hilarantes malentendidos, impetuosos arrebatos que dan pie a secciones de impagable eficacia, festivas muestras del humor bien asumido y plasmado sin que lo burdo asome el hocico. Se cuentan como gemas memorables la imitación de Elvis Presley en la fiesta, todos los detalles del cortejo de los militares reventados de testosterona al sector femenino o el discurso de Assante en apoyo a los lugareños cansados de corrupciones. ¿Pueden los americanos, tantos años esperados, dirimir diferencias aunque no les incumba? ¿Pueden erigirse en héroes de causas peregrinas, en salvadores de patrias chicas? La comicidad, sin rozar el ámbito delirante y macarrónico de Kusturica, orienta cualquier posible respuesta. Lo que equivale a afirmar el talento de alguien sobrado de ingenio por bascular entre lo costumbrista y lo burlesco, por torear la rigidez del cine combativo e instalarse en un equilibrado sarcasmo. Por hacer de su fábula agridulce un recodo atemporal de esperanzas, la trastienda de cualquier guerra en cualquier frontera. Sólo esos explícitos flashbacks en blanco y negro parecen enfatizar que terrores pasados se mantienen en el recuerdo como miedos aletargados, renacidos por una nueva ocupación, aunque esta vez pacífica y con garantías diplomáticas.