26/7/08

VENGANZA: mi padre, mi héroe

Pocos son los alegatos que a favor podrían sustentarse para defender una película como ésta. Quizá el más piadoso -por no decir el único razonable- es que la última actualización de la ley con peor prensa de todas, la célebre del Talión, sirve al otrora insigne y recio Liam Neeson como cauce de nutrición ante la esterilidad creativa de la industria a la que pertenece. Más alimenticia que artística, pues, VENGANZA habría de ser considerada como parodia del thriller de justicieros urbanos, una paupérrima revisión de mascados esquemas en todos los niveles que puedan concebirse antes que propuesta mínimamente renovadora, curiosa o inquietante.Es este origen de saciedad estomacal la que acaba eclipsando el más ínfimo atisbo de originalidad en un guión esquelético, apenas virtuoso en el engaño de vendernos el humo de su trasfondo argumental, la trata de blancas. Espinoso asunto donde los haya que el solvente Pierre Morel -escudado en el parvulario trazo por Luc Besson, a quien la diosa Fortuna ha acabado despojando del injusto cetro que ciertos modernos le asignaron- atiborra con metralla facilona, certera en perforarnos todos los poros de la inteligencia, incluso los de una sensibilidad que, a golpes de trucaje barato, logra adentrarse en la mayor de las asepsias. No es por masacrar -valga el símil semántico- su rancia, asqueante y expeditiva premisa, digna de un casposo Chuck Norris a la hora del aperitivo dominguero, o del más pétreo a la par que infalible Charles Bronson en horas cumbre. No es por su acartonado escoramiento hacia un tipo de cine moralmente ambiguo, por otros calificado de proselitismo fascista metido con glicerina, rebajada su bajeza con la noble excusa que soporta el relato. Valga decir que ésta no es otra que el mencionado tráfico de jóvenes occidentales, sabrosas y en edad de merecer efectuado por redes de mafiosos tan complejas, de arquitectura tan sinuosa, con tantas ramificaciones que un solo hombre parecería incapaz de afrontar su poder. Nótese que uso el condicional porque la hipótesis, peregrina y desaforada como la que más, se convierte en historia incapaz de ser más que pura adrenalina virada al terreno del rescate de una hija por un progenitor cabreado, a todas luces dotado de una pericia sobrehumana para vencer al enemigo, los malos de la función ávidos de carne fresca y mejores réditos. Tanta nobleza articulada, podría decirse asfixiada, en pro de la linealidad, el nulo olor a riesgo, el parón neuronal que los rigores estivales -fecha de su estreno- hacen aún más irritantes.

Para granjearse al sector de público adicto al tiroteo indiscriminado, al crujido de articulaciones, a la patada abdominal -es decir, los púberes palomiteros y algún adulto sin criterio-, Morel y su equipo obvian cualquier asomo de verosimilitud y atacan con una batería indómita de recursos que sirven el eterno combate entre legalidad y justicia a propia cuenta del más común de los mortales. El personaje de Neeson se vale de su bagaje en un cuerpo especial del gobierno -no se menciona, pero está claro que es la CIA- para recuperar a la niña de sus ojos, secuestrada en París -¿qué tendrá la ciudad de la luz para focalizar raptos y persecuciones? ¿es que las llanuras y las urbes yanquis son menos siniestras?- durante una visita turística. La revancha que el explícito título anuncia no se hace esperar, trayendo a nuestra memoria cinéfila el rostro polimorfo del héroe anónimo ensalzado por el cine norteamericano durante décadas. Neeson se parece a Stallone, mezclado con el más republicano Schwarzenegger, pasando por la turmix los caretos de los apolíneos Mel Gibson o Harrison Ford -que a mediados de los 80 convirtió Polanski en frenético esposo también a la vera de la torre Eiffel-, apretados por la querencia paterna, ciegos de razones, capaces del trapecismo con revólver, de la lucha de púgiles sin apenas escuela.

Lo peor de VENGANZA es que evidencia, casi justifica su bipolaridad entre lo bueno y lo malo, entre los impulsos naturales -aunque muy sui generis- y lo aceptable, lo que el orden legal dispone. Hasta el tuétano imbuido de simpleza y maniqueísmo, el film evita el calor de la controversia y prefiere deslizarse por el torbellino de artificios, usando el neumático grueso antes que el compás en el trazo de un despropósito hinchado sin remedio hasta la traca final. Llegados a este punto, comprobamos que lo grotesco gana territorio y consigue provocar nuestra risa floja. Por eso compensa más el tiempo -también el dinero- invertido si se acepta el producto como lo que en ningún momento deja de ser, un chupa chups incendiario y volátil, una baratija veraniega despreocupada de coherencias, sutilezas, densidades y cualquier otra fenomenología del buen arte. Muy raro será volver a encontrar un padre tan amante de su adolescente inquieta y viajera, en quien se redime de sus propias frustraciones, su fracaso como marido, su cuestionable pasado manchado de sangre. Y no porque los cerebros planos de Hollywood no reincidan en cuestiones de protección paternofilial, vertiente del cine de acción siempre rentable, presto al olvido rápido. Más bien por parecer este padre incombustible y letal, sanguinario catálogo de calibres y maniobras que aquí rozan el lenguaje de un cómic paroxístico, acelerado, sin tregua pero también sin matices, sin más ambiciones que las de engordar las arcas. Ahí es nada. Como para tomárselo en serio.

GENTE POCO CORRIENTE: menuda fauna

No engaña el título de la nueva propuesta del neoyorquino Griffin Dunne, de quien sin miedo puede afirmarse que aún no ha encontrado el cauce de creatividad, la irrefutable personalidad artística que lo separe de la simple artesanía. Podría parecer tal si nos dejamos arrastrar por la promesa que encierra una historia ajena al arquetipo romanticón y sin aristas, de leve tallaje cómico que el casi siempre actor viene cultivando. Un apreciable punto de partida acerca el relato a un paisaje tragicómico más sugerente que, visto el resultado, eficaz a nivel narrativo, equivalente a afirmar que la decepción termina por imponerse tras una mirada perdida en los vaivenes de la historia.

Honesto título, decía, porque, apenas sumergidos en aguas que se presuponen turbulentas, la extravagancia en texto y personajes se adueña del metraje, haciendo que el desconcierto, puntualmente la irritación, a veces una descarada indiferencia disipen el lógico apego emocional que estos asuntos reclaman. En verdad es gente extraña la que rodea a los protagonistas, cercados en un nuevo entorno donde el clásico proceso de autodescubrimiento y redención de culpas, fracasos y otros fantasmas tendrá lugar. Dunne intenta ponerse serio al querer abarcar muchos ángulos de tiro, lícita pretensión que no encuentra reflejo en la traslación de la novela original, tal vez más atinada al describir el zoológico humano que nos aborda a golpes de delirio y perdidos retazos de sentimentalismo de qualité. Esta madre alcohólica, medio yonqui, libertina, un punto irresponsable, y su adolescente retoño, lejana la figura del padre -a quien convoca en oníricas visiones alusivas a su labor antropológica con una tribu africana-, en fase de maduración afectiva, emprenden una nueva etapa de aprendizaje de propios miedos y deseos a través de un peculiar grupo de personajes, de caudal lleno, cierta conciencia de clan y alguna que otra neurosis insalvable.

Quiere ser GENTE POCO CORRIENTE pequeño mosaico de actitudes ante la vida, esboza sus tensiones familiares entrelazando, no siempre con éxito, la materia dramática y los escuálidos empujones de un humor que se balancea entre el surrealismo y la mera ñoñería para acabar difuminando el peso de algunas secuencias. El problema es que Dunne no controla el timón de todo lo que nos pone en bandeja, siendo el dibujo de algunos personajes o situaciones de escasa fuerza pese a la terapéutica presencia de Diane Lane -belleza rotunda y serena que desarma a todas las niñatas del nuevo Hollywood- y del maestro Donald Sutherland -sin comentarios-. Sus personajes, como el que incorpora el joven Anton Yelchin, como todos los secundarios, naufragan en mitad de una estructura cuya esencia literaria se amolda a una factura próxima a lo televisivo, de mínimos destellos a considerar.

Es posible que otro director hubiera dado calor a este cuento estraflario de miserias reconocibles que organiza sus cartas como metáfora del mundo loco en que vivimos. Tal vez en otras manos se habrían amasado mejor su leve crítica al orden familiar, sus puntazos de retrato generacional, la borrosa ironía con que se disfraza el despertar a la vida adulta. Acaso alguien dotado para radiografiar los boquetes en la moralidad de todo un círculo social -con sus idílicas campiñas, sus partidos de golf, su abismo entre pobres y ricos- podría culminar el relato con más tino. Pero con hipótesis ilusas no puede construirse algo parecido a una crítica. Hay que quedarse con el sabor insípido de un fruto que se pretende ácido, un claro ejemplo del desequilibrio entre aspiraciones y talento para plasmarlas.

24/7/08

A SOAP (ENJABONADO): rar@s vecin@s

La sombra del movimiento Dogma es bastante más prolongada de lo que cabría esperar. Y eso teniendo en cuenta la escasa presencia de este lenguaje cinematográfico en los últimos años, al menos en lo que a estrenos comerciales se refiere. Los puntuales picotazos de Lars von Trier o Thomas Vinterberg -y algún otro experimento más allá de la frontera danesa-, quedan como claras pruebas de un impulso que acabó secándose, una moda que albergó entusiastas acólitos y críticos acérrimos por igual. Nadie negará que lo que puede entenderse como una radical relectura del oficio creativo ofrecía una estimulante manera de captar paisajes humanos reconocibles y los hacía aún más físicos, precisamente por añadir un estricto código narrativo en las antípodas del cuerpo de convenciones que atontaba nuestra mirada.

Pernille Fischer Christensen, triunfadora en la última Berlinale, no se ajusta del todo al corsé formal impuesto por la corriente europea, pero se acerca a su manera de captar personajes cotidianos, sus relaciones y evolución dentro del drama. A SOAP le abre camino en el mercado desde un poco ortodoxo concepto de la amistad entre dos extraños, marcándose un acercamiento a materia tan peliaguda como es la transexualidad con el rechazo explícito de la polémica, siempre dispuesta a enturbiar los más dignos puntos de partida. Junto al tema elegido, el film opta por disponer su material con peculiar sentido del naturalismo que los adalides del movimiento cultivaron en sus seminales obras. Digo peculiar porque el rigor dogmático se rebaja a base de música externa a la propia escena, pero esta vez como parte de la escena misma. Bien sabemos que es una de las bases del reglamento estético que a rajatabla siguieron piezas como ROMPIENDO LAS OLAS (Lars von Trier, 1996) o CELEBRACIÓN (Thomas Vinterberg, 1998), y que Fischer Christensen se permite violar con el fin de granjearse mayor espectro de público sin perder la aureola de prestigio que nunca se deja de contemplar.

Podría etiquetarse la apuesta como tragicomedia urbana con aspiraciones de fábula moderna, muy moderna, sobre dos almas solitarias cuyos caminos convergen en la más inesperada de las situaciones. La historia no perfila otra cosa que una amistad insólita, a la postre pletórica de sinceridad y mutua liberación, que es más o menos lo que tantos guiones nos han servido en bandejas de diverso calibre. Sobrevuela en el relato el concepto de infelicidad, o más bien la búsqueda de una senda por la que ir hallando retazos de una vida estable, a la medida de los íntimos deseos y esperanzas. Sus personajes -no tan marginales como en principio se podría pensar- están sumidos en un abismo afectivo, el maltrecho puente sentimental hacia los demás pero también hacia uno mismo. Es el motivo por el que su común entrega responde a una idéntica lucha por la identidad -sexual, amorosa- que permita encontrarse a gusto como seres autónomos, capaces de vivir sin el recuerdo de antiguas parejas, sin el asedio de madres sobreprotectoras.

La muestra de tanta soledad compartida, el encuentro de semejantes derivas vitales, la mezcla de patetismo y ternura hacen que el tono mustio gane la partida a las ocasionales salidas de hilaridad. El debut de la danesa es decididamente triste, y esparce su tristeza ayudándose de una narración en off solemne y falta de ironía, el marcaje casi demiúrgico con la que se abren los capítulos que jalonan la narración. Ya en DOGVILLE (Lars von Trier, 2003) se accedía a la fábula con parecidos bloques explicativos, impregnando de trágicos ecos el trayecto por zonas de bajeza moral de magnética atracción. Sin igualar las excelencias de aquélla, A SOAP (subtitulada como ENJABONADO en clara alusión a una escena) juega a alejarnos de la realidad que muestra y nos hace repensar la historia en los propios límites del artificio que esta decisión aporta. El deseo de apegarse a los protagonistas, a su dolor, a cada paso de su salida a flote se registra con una cámara inquieta, una textura próxima al vídeo digital que acentúa la verosimilitud, la noble intención de sortear los riesgos melodramáticos de la historia. Sin embargo el contraste con estas cortinillas con fondo musical hace explícito, tal vez redundante, el dilema que late bajo el extraño vínculo dibujado en el guión. Su repetida presencia termina por difuminar la pretendida poética que la realidad desnuda aportaría sin esfuerzo.

Pese a esta discutible decisión, el trazado de una amistad que deriva en amor sin tapujos se antoja valiente y genuino, rara avis no sólo en la industria danesa, también dentro de una tradición de cine social que envida con asuntos prestos a la controversia, pequeñas o grandes cuestiones de humano calado que la opinión pública aún se atreve a juzgar. El valor de esta obra irregular es el de dejarnos pensar, valorar o justificar bajo nuestro único criterio, apenas influidos por los filos de la emoción que gotea entre las secuencias, articuladas por Fischer Christensen con diáfana puesta en escena pero desigual sentido del ritmo. Es una lástima que los vaivenes en la definición de situaciones y personajes -bien acoplados a los rostros de Trine Dyrholm y David Dencik- impidan darle calor al retrato de tormentos y miedos, de angustias y frustraciones ajenos al cómodo discurso de normalización, pero también a la parodia preñada de tópicos que otras veces nos han endosado.

22/7/08

NEVANDO VOY: vida perra

Tiene su gracia que en plena canícula vea la luz esta historia donde el frío invernal adquiere rol protagonista. El plano que cierra otro de los debuts del año deja que la nieve, plena de simbología, refresque los termómetros y dibuje una sonrisa agradecida en el espectador. Gratitud, buen rollo, respeto, sensaciones todas que invaden el ánimo por haber sido cómplices en un nuevo retrato de la vida abordada desde el prisma menos colorista, el que de forma prolífica ha jalonado los últimos tiempos de nuestra industria. Cabe añadir que suele ser el que con facilidad y nobleza alcanza a pellizcarnos la conciencia mofletuda durante poco más de hora y media.

Pero hay que decir que es arriesgado ofrecer un empache de triste realidad obrera para estrenarse en lides de cineastas comprometidos con el mundo, con la existencia grisácea de los otros para hablar de la nuestra propia. Es la puñetera y triste vida de cuatro currantes la que Maitena Muruzábal -navarra- y Candela Figueira -argentina- eligen para adentrarse en una corriente temática que, a estas alturas, empieza a espantar a productores y público masivo como síntoma de demencia creativa, tal vez a la espera de que las nuevas brisas en el viciado recinto genérico patrio no sean un espejismo. Hastiado de un cine ombliguista y facilón, seducido a veces por el moralismo, la complacencia en el tono y el opaco espejo de miserias ajenas como motor de historias no tan lúcidas como se pretende -ejemplo claro es COBARDES (Juan Cruz/José Corbacho, 2007)-, el espectador de NEVANDO VOY consigue arrastrarse hacia el pequeño ámbito de la emoción cuando ésta nace de la honestidad y la más absoluta falta de pretensiones. En otras palabras, nos sirve fresco y sincero un modelo que huele ya a fórmula para la adhesión popular, al esquema sin riesgo que enuncia problemas, carencias, tragedias íntimas en la busca de una radiografía social a veces forzada.

Quizá sea esa falta de condena de un estado de cosas deplorable la principal virtud de una obra tan imperfecta como resultona -rasgos básicos de la reciente UN NOVIO PARA YASMINA (Irene Cardona, 2008), centrada en el tema de la inmigración-. El tándem, rebosante de ilusiones, deja en el tintero el virtuosismo técnico, el aplomo narrativo, la filigrana rítmica, y ataca con más corazón que otra cosa. Su película es el pequeño trayecto por una rutina alienante que cada día asedia a millones de empleados temporales en este país de precariedad laboral, de estúpida sumisión al horario de ocho horas a destajo. Un paisaje nada cómodo de ver que aquí esquiva la posible soflama kenloachiana escogiendo el trazo de fábula sencilla y eficaz, con personajes cercanos, de tangibles contornos, seres humanos con los grilletes que una posmoderna esclavitud impone y en los que muchos podrán reconocerse.

Figueira y Muruzábal componen al alimón un canto a la esperanza en mitad de vulgares polígonos industriales, de madrugones y horarios de autobuses, de monotonía y tiempo para el bocadillo envuelto en papel de aluminio. Mucho empeño y poco presupuesto se han necesitado para definir los márgenes de la felicidad en mitad de un entorno donde ésta escasea, hostil a las relaciones humanas. Digno retrato de la lucha diaria que imbrica de forma admirable los conflictos familiares con la mecánica empresarial, apuntando de paso la falta de comunicación en las parejas, entre padres e hijos como reflejo paralelo de una despersonalizada relación entre jefes y empleados. Todo ello sin apenas rozar el lamento victimista, sin que nada apeste a discurso de espantosas verdades necesitadas de voz. Tras ver la película parece que queda un mínimo espacio para la esperanza y la visión optimista, el hueco justo para aliviar la tediosa jornada con una canción, el tiempo que hace aflorar la amistad insospechada, los afectos y algún sueño perdido.

Se erige así esta historia en paradigma de un cine menos cerebral que auténtico que deja asomar los pespuntes, su ortografía de principiantes cuyo entusiasmo cubre las carencias visuales y algún exceso en actores sin experiencia. Son los males menores en un recuento de virtudes que la adhieren con orgullo al universo de Benito Zambrano (SOLAS, 1999), de Fernando León (LOS LUNES AL SOL, 2002), de Icíar Bollaín (TE DOY MIS OJOS, 2003), de Jesús Ponce (15 DÍAS CONTIGO, 2005) y otros documentalistas de las crudezas del día a día, la cámara y el corazón apegados a los trozos de vida anodina, el ojo curioso frente a la cotidiana mediocridad de los de siempre. Todo su talento al servicio de narraciones nutridas a base de humildad y ternura, capaces de imbuir de cierto lirismo los territorios menos propensos a la ficción del cine, ajenos a los resortes que activan la evasión y logran construir otros mundos posibles.

GARAGE: a medio depósito

Insiste la estrategia de la distribución en meternos con calzador la supuesta calidad de ciertos títulos a rebufo de anteriores éxitos, aunque no siempre se corresponda con la realidad. GARAGE se publicita como la nueva muestra de cine irlandés, estéticamente arrinconada en lo indie, de narrativa fluida y sin grandilocuencias. Hasta ahí, nada que objetar. El despropósito surge cuando se relaciona con ONCE (John Carney, 2007), pequeña joya que dejaba en pañales los plastificados intentos de resucitar el musical, una maravilla repleta de oxígeno que dignificaba el arte de la sugerencia, de transparente puesta en escena y arrebatado lirismo en su sencillez. Una estela bajo la que no puede adscribirse lo nuevo de Lenny Abrahamson (ADAM & PAUL, 2004) pese a ubicar su anécdota en el terreno de lo costumbrista -ahora varado en un entorno más rural, lejos del populoso Dublín- y contar con el apoyo de un protagonista en semejante condición marginal. La comparación, más que resaltar las virtudes de esta discreta historia, pone en evidencia sus limitaciones como posible garfio con que desgajar la emoción del respetable, algo que la de Carney lograba con una aplastante falta de pretensiones.

Quizá el subrayado naif del relato, ese calculado tono de aparente ingenuidad de sus imágenes se vuelva en contra de un título hecho con los esquemas de lo minoritario para ganarse al gran público. La historia de Josie, bonachón y leal empleado en una gasolinera -matizada contención la de Pat Shortt-, toma cuerpo mediante un lenguaje en exceso minimalista, un dominio de la parquedad formal con la que se pretende abarcar algún tipo de reflexión acerca de la soledad, cierta mirada tierna sobre un ser noble, un niño grande aceptado por la pequeña comunidad que mantiene distancias con él, su postura condescendiente, puntualmente su desprecio. En este sentido denota escaso despliegue de originalidad en el estudio humano que propone, ceñido a la autonomía del desahuciado frente a una colectividad en la que no termina de encajar. Hereda este material dramático las líneas de un clásico como MARTY (Delbert Mann, 1955), con Ernest Borgnine incorporando al entrañable personaje no sin cierto chorro de sentimentalismo bastante apreciado en la época. Más cercano está el parentesco con FORREST GUMP (Robert Zemeckis, 1994), que también colaba el prisma edulcorado en la hagiografía del individuo peculiar que reafirma su extravagante forma de estar en el mundo, su inocencia frente al recelo o la condena de quienes le rodean. HEAVY -debut de James Mangold en 1995- y la reciente LARS Y UNA CHICA DE VERDAD (Craig Gillespie, 2007) también aportaron notables puntos de vista al respecto.

Por encima de posibles influencias, Abrahamson se estanca en la referida brevedad del trazo, en la fábula ligera y humilde -no cabe duda-, pero a todas luces insuficiente. Puede calificarse GARAGE como tragicomedia con ocasionales apuntes melancólicos, un punto compasivos, aunque que no logra adentrarse ni en el terreno dramático ni en la fina ironía a la que el guión parecía querer aferrarse. En ese páramo indefinido es donde se encadenan las secuencias de forma casi teatral, alargando planos a la búsqueda de una densidad psicológica lastrada por un texto que reclama un sentido menos estricto de la economía. Al final el laconismo de su escritura impide que el dibujo trascienda lo anecdótico, el retrato amable y algo descafeinado de un encantador marginado con el que pocas veces logramos sentirnos identificados. Lo peor es que todo huele a puro diseño de la naturalidad, la sumisión a las nuevas modas que intentan representar la vida sin artificios, cercana y tangible, con sus luces y sus sombras, foco de grandezas y miserias, de disfunciones y noblezas que no siempre encuentran los mejores modos de expresión. Propósitos tan dignos no siempre consiguen enamorar.

19/7/08

ALEKSANDRA: abuela en retaguardia

Alexander Sokurov es de esos nombres del cine cuyo prestigio crítico vaticina los valores de los títulos que logran estrenarse, o, en el peor de los casos, alivia sus posibles carencias con el peso del curriculum. Bastante desconocido entre la masa cinéfaga, este artista ruso, inclasificable y culto, concibe la técnica cinematográfica como perfecta herramienta para cuestionar posturas éticas, morales e historicistas, casi siempre moduladas en torno a su Rusia natal. ALEKSANDRA, su última criatura, no es perfecta. Ni siquiera puede decirse que roce un refinamiento visual equiparable a la densidad de su discurso, al dignísimo engranaje de reflexión que recorre las arterias de su sencilla historia. Es ésta una obra ambicionada en tanto pequeño muestrario de los absurdos de la guerra, la que acontece en territorio checheno sin que los visos de un final -más o menos próximo, más o menos compasivo- mitiguen la angustia de saberse una nación sin identidad, ahogada por un lacerante sentimiento de desarraigo. Si el gran Nikita Mikhalkov rellenaba de lúcida autocrítica las costuras de su desmedido alegato antibelicista 12 -a la sazón remake un tanto innecesario del clásico judicial de Lumet-, Sokurov hace lo propio -que es mucho y muy loable- con el lenguaje de una parábola humanista e iluminadora, delimitada con los trazos de un relato anecdótico que trasciende sus propias flaquezas. La aventura de esta abuela parapetada en territorios de masculinidad sudorosa y hambrienta recubre de tono naif, a veces conscientemente acorazado en lo tosco, una hermosa metáfora que alumbra ese desencanto existencial desde la óptica de la soldadesca obligada a arriesgar vida y alma en nombre de la santa patria. Para elaborar su mensaje de condena -que nunca se inflama hasta hacernos sonrojar-, el periplo de la anciana entre tanques estacionados, artillería desmontada y jóvenes descamisados adquiere un formato estético cercano al documental, nutrido con un orden secuencial donde el ritmo logra tambalearse gracias al escaso dibujo dramático que Sokurov pone en bandeja. Dicho de otra forma, acaricia ALEKSANDRA territorios de inanidad narrativa, elevando a grado máximo la peculiaridad -por no decir inverosimilitud- de su premisa y articulando el bosquejo costumbrista de la trastienda del conflicto, el testimonio descriptivo de una retaguardia expectante como razón de ser del metraje.

Si atendemos bien al esquemático esbozo de los personajes entre los que pulula la inquieta protagonista, si captamos el escaso despunte de secuencias donde la acción parezca avanzar, puede concluirse que no importa a Sokurov el sentido canónico e imperturbable de la narrativa convencional, su básico diagrama de causas y efectos. En la memoria cinéfila residen aún las imágenes de EL ARCA RUSA (2001), triple salto mortal en un acrobático experimento que enarbolaba el plano secuencia como arma lingüística con que repensar la historia nacional. Tildado de visionario por unos, petulante esteta por otros, el director retoma ahora el mismo impulso analítico que latía en aquella obra de facinante envergadura y lo expone con el cuerpo de la fábula de sencillo molde y amplias miras. La pintoresca experiencia de una señora en busca de su nieto, oficial ruso en una de las bases militares del conflicto armado, es un -a ratos ingenuo, a ratos tierno- mensaje de alerta por el sinsentido de esa guerra -habrá quien lo trasponga a otras conflagraciones-, que, como cualquier guerra, como todas las guerras, se articula sobre los cimientos de una juventud empujada por la falacia de un sentido de la heroicidad impostado, cincelado a conveniencia de los mandatarios para ganarse adeptos a la causa. En varias líneas de guión insiste el director en su apesadumbrada visión de un tiempo y un país, aunque enmarque la propuesta en un barracón perdido, desfigurado entre polvareda que casi puede morderse. Enclave que se torna microuniverso donde empastar el derrumbe de los pilares que sustentan las esperanzas, las ilusiones de un colectivo a la deriva. Alexandra -magistral presencia de Galina Vishniévskaya, celebridad del ámbito operístico soviético reciclada en sólida actriz- se cuestiona la utilidad de una lucha empecinada en devastar en lugar de reconstruir, al tiempo que se escandaliza por la imberbe arrogancia (caparazón de humanísimas angustias) de la que hacen gala los soldados. Su desconcierto en un entorno despojado de comodidades y afectos es el nuestro ante la frialdad en la radiografía de Sokurov, quien ocasionalmente se escora hacia el cartón pedestre a la hora de transmitir la enorme semántica de su relato. Desnuda de artificios, sin el apoyo de la emoción -pese al lirismo de una partitura del todo inadecuada en la busca de realismo-, la andadura de la gran progenitora se antoja apacible reflejo de toda una idiosincrasia, sereno compendio de miedos y deseperaciones, de una falta de fé en el futuro que no halla su correspondiente lustre como objeto cinematográfico. Sería el empaque de brillantez -lo que se cuenta y cómo se nos cuenta- con el que honrar tanta catadura moral puesta en juego.

15/7/08

ESKALOFRÍO: la niña salvaje quiere que te asustes, leche!!

Aquéllo de que es mejor la sugerencia que la evidencia no parece quedar claro a Isidro Ortiz en su tercera incursión tras la cámara. Sobre todo teniendo en cuenta el género al que se adscribe ESKALOFRÍO, ultimísimo producto patrio engendrado con claros ánimos de revolver posaderas y el buen rollo del respetable. No obstante, antes de valorar lo acertado de la propuesta hay que situarla en la reciente -presumo que fructífera- línea de producción nacional que reventó taquillas (expresión que no suele casar con nuestro cine salvo en honrosas excepciones) el pasado año con EL ORFANATO (J.A. Bayona) y REC (Paco Plaza/Jaume Balagueró), ambas insólitas, ambas meritorias por encima de sus -también las había- debilidades, las dos excelentes pruebas de que, cuando nos ponemos, podemos hasta ser innovadores.

Me estoy esforzando en no desplomarme sobre los tópicos que orbitan en torno al cine hecho en este país. Intento no caer en manidas expresiones, discursos victimistas y condenas aducidas para calibrar los males endémicos de la industria. Por lo tanto, esquivaré esa senda harto zapateada y procuraré centrarme en los valores que esta película contiene por sí misma, aunque avanzo que son bastante limitados, por no decir escasos. Ortiz no es nuevo en esto del thriller de terror. Ya en anterior obra, SOMNE (2005), se arrimaba al suspense psicológico sin poder sortear una mediocridad general que la alejaba de su prometedor debut, FAUSTO 5.0 (2003), extraño y simbólico relato que recreaba el mito germano con la complicidad de La Fura dels Baus. Credenciales que parecen insuficientes en esta nueva pieza más voluntariosa que -visto lo visto- estimable, por una sencilla razón que también justificaba el reciente desastre de PROYECTO DOS (Guillermo Groizard, 2008). Una cosa es aherirse en temática, pulso narrativo e iconografía a unos patrones genéricos -respetable, lícito, incluso admirable-, otra bien distinta es apoltronarse en ellos, manosearlos, escudarse en una sarta de lugares comunes que impidan avanzar hacia un cine realmente digno, un cine de género que reemplace las ansias recaudatorias por el aliento regenerador.

Es ésta una película de los "por supuesto" -se me permita la licencia idiota-. Por supuesto hay un adolescente problemático y/o marginal y/o enfermo -a más inri, de fotofobia, igualito que los niños de LOS OTROS-. Por supuesto hay un cambio de vivienda, ahora un viejo casón norteño. Por supuesto el casón tiene desván, y en el desván -por supuesto- el protagonista halla una vieja fotografía de una niña. Niña que, por supuesto, vivió en esa casa, en la que, por supuesto, se escuchan ruidos nocturnos y sospechosos. Por supuesto hay un bosque cercano al que, por supuesto, los lugareños temen cual morada del averno. La llegada de los nuevos vecinos provocará -por supuesto- un torrente de muertes, animales incluidos, con el lógico desprecio del pueblo. Es fácil imaginar el resto, aunque llama la atención que el temido fantasma adquiera aquí los fangosos rasgos de una niña silvestre, criatura que escapó de un centro de niños disminuidos asistido por monjas. Cualquiera se haría salvaje asesino con tan triste panorama.

Que no lleve a engaño la sólida puesta en escena, el manejo de todos los recursos audiovisuales para situar esta rutinaria historia de fantasmas y bosques malditos. Como en la intriga de Griozard, ESKALOFRÍO empaqueta con innegable sentido de las formas un rotundo homenaje a la mecánica del suspense, aunque no entendido en su complejidad y sutileza -acariciadas por Amenábar en TESIS (1996) y, sobre todo, LOS OTROS (2001)-. Antes bien, ofreciendo un artefacto que agota a golpes de efectismo, todo un manual minucioso del susto complaciente, el griterío previsible, los retruécanos de baratija que obligan a la historia a despeñarse hacia la mayor de las obviedades. Me gustaría pensar que el propósito era cubrir los baches del camino explorado por sus parientes cercanas, pero me temo que no se aleja de un cine hecho para adolescentes, cuyo consumo palomitero está en proporción inversa a su nivel de exigencia. Sólo así se explica la nula profundidad de los personajes -meros arquetipos de la función-, el trazo grueso con que el guión aborda el esquema de la intriga, más centrada en preparar la batería de clichés y, uno tras otro, sin apenas respiro, dispararlos hasta la extenuación. Ortiz coge el rotulador fluorescente y subraya su relato sin aristas, sin otras dimensiones que las que marca un impulso comercial, el regodeo en lo mascado, un énfasis sobre los moldes de ortodoxia sin que el riesgo pegue la mordida en ninguna de sus esquinas.

Dicen que cuando se repite mucho una palabra se va erosionando su valor. Lo mismo podemos decir del terror de cuadernillo que dibuja ESKALOFRÍO, aportando paradójicamente cualquier sensación -sopor incluido- menos la prometida en el título.

SOY UN CYBORG: deslumbrante extravagancia

Sólo a veces la cartelera filtra algún título premeditadamente marciano que esgrime su rareza sin ningún tipo de tapujo, a sabiendas de que el desconcierto, por no hablar de alguna deserción, gobernará en el auditorio. Ciertas películas se despeñan por laderas de transgresión tan asumida desde la idea misma hasta su resolución, pero muy pocas logran convertirla en cine deslumbrante. El surcoreano Park Chan-wook puede presumir de ser uno de los más potentes estandartes de una industria pujante a nivel comercial -no digamos crítico-, cuna de un abanico genérico y estético que abarca adhesiones férreas y viscerales rechazos. Elevado a la bóveda celeste por los amantes de lo moderno -como sus colegas Kim Ki-duk y Bong Joon-Ho-, el autor de la trilogía de la violencia se mantiene fiel a su estilo, que equivale a decir que sigue intacta su peculiar visión del ser humano.
SOY UN CYBORG puede situarnos en el punto equidistante entre la irritación y la fascinación. La clave -como en el caso de esos otros totems del último cine oriental- está en conocer el universo que Chan-wook viene enhebrando con historias tan excéntricas como apasionantes, hay que entender que no extiende el tapete de convenciones que suele adormecer nuestra mirada. O, lo que es lo mismo, debemos prepararnos para lo peculiar, lo heterodoxo, lo que va a pasarse las normas por el forro de un innegable sentido de la creatividad artística. Podemos afirmar que éste es el último -y valiente, y experimental, y desacomplejado- botón de un muestrario de obras que requieren de nuestro cómplice ánimo para aceptar su propuesta. De ese tipo de películas que exigen dejarse arrastrar por su torrente expresivo y originales derroteros. Lo contrario puede anclarnos en el más intenso de los cabreos.

En su nueva criatura Chan-wook usa también la violencia como eje narrativo pero esquiva el tono trágico, enfermizo, asfixiante de su célebre tríptico -que alcanza el paroxismo con la brutal OLDBOY (2003)-. Ahora se decanta por la fábula surrealista, delirante casi siempre, una explosiva fusión de comedia grandguignolesca, tierno melodrama y aventura romántica con una protagonista sujeta a las mismas reglas de rareza que empapan las imágenes. La odisea de la joven robot por encontrar sentido a su existencia toma cuerpo con un tono casi naif, propio de narración infantil con mensaje, cosa por otra parte nada molesto si ya hemos entrado de lleno en el juego y estamos dispuestos a llegar al final. Pero es una ingenuidad epidérmica, aparente, es obvio que oculta una segunda -y tercera si se quiere- capa de lectura bajo su aspecto ligero y estrambótico, lo que enriquece el relato más allá de la anécdota hasta despertar un tímido -también inesperado- brote de emoción.

Puede encontrarse el doble filo de SOY UN CYBORG en el choque entre el desenfado, la rabiosa frescura, el colorido extravagante y la frialdad, el hermetismo, el dibujo conceptual de sus personajes. Young-soon, en tenaz búsqueda de la abuela que los hombres de blanco encerraron, se busca también a sí misma, quiere descubrir su propia identidad mediante la memoria de la anciana demente. También ella cree ser algo distinto a un humano, causando el estupor de los médicos y quedando confinada a su mundo interior salvo por la compañía del ladrón enmascarado, otro freak, otro paria de la sociedad tan marginado como ella, a cuestas con la losa de un pasado doloroso. Material tan ingenuo sirve a Chan-wook para esbozar un virtuoso y desenfrenado cuento de amistad, de soledades y deseos compartidos, pero a la vez de violenta revancha por el daño sufrido en la niñez, por el abandono, por la culpa y la humillación, por no saber el lugar en el mundo. Sendas parecidas nos hizo recorrer Spielberg en INTELIGENCIA ARTIFICIAL (2001), elegía sombría y melancólica donde otro niño androide emprendía sus propias búsquedas en un entorno hostil y despiadado.

Chan-wook dispone las secuencias como viñetas de un cómic intimista, abigarrado, explícito, todo lo cruel que una escena como la del tiroteo "digital" (la punta de los dedos a modo de implacables armas) puede ser. Asoma aquí una borrachera de influencias que el director asume jueguetonamente, desde la coreográfica violencia de Peckinpah y sus piezas maestras GRUPO SALVAJE (1969) y PERROS DE PAJA (1971) hasta la gelidez documental de Gus van Sant en ELEPHANT (2003). Actos de venganza absurda, excesiva, traviesa o calculada, pero siempre en la línea de estilización visual marca de la casa. Justo entonces la película alza el vuelo tras una primera parte más confusa y peor definida que sirve para ir abonando el terreno alegórico, de desbocada fantasía en el que nos encontraremos metidos. El espacio donde Young-soon hallará las pistas para ser feliz, el tiempo para vencer el rechazo de los reclusos, la incomprensión de quienes le robaron la libertad. Bello recorrido por el que asoma el tradicional cara a cara del individuo con las instituciones, los clásicos conflictos entre la ansiada autonomía y los métodos de represión que, nunca como aquí, rozan el más arrebatado lirismo.

Resulta fácil dejarse llevar por este equilibrista de la imagen, maestro del encuadre poético, refinado iconoclasta que hace balancearnos entre lo onírico y lo patético, mezclando humor gamberro y bizarría a granel en un despliegue de plasticidad irreprochable. No deja de ser éste un nuevo ejercicio de autor cimentado en moldes de vanguardismo sin medias tintas, milimétrico producto que despertará el entusiasmo de los alérgicos a los modos de siempre, a los corsés que suelen estreñir el buen cine hasta asfixiarlo, sin apenas válvulas para oxigenarlo y transformarlo en arte vivo.