30/4/08

COBARDES: educación para la ciudadanía

Hace un par de años que TAPAS se reveló como una de las sorpresas del sufrido cine patrio, jugando la carta de un realismo de barrio de sabor agridulce que se llevó al público de calle. Los debutantes Juan Cruz y José Corbacho pretendían contarnos esos trozos de vida con estudiada frescura y un tono acartonado más propio del formato televisivo, apoyándose en un sólido equipo de actores que dignificaban el asunto. COBARDES retoma el mismo espíritu crítico, aunque lo enfoca a un universo diferente.

Están de enhorabuena los que proclaman el lamentable ombliguismo de nuestra industria, su escasa capacidad para escapar de un espectro temático que se agota por repetición. Podrán regodearse con esta nueva muestra de un almacén llamado cine social, que tiene en niños, adolescentes y demás criaturas monstruosas fuertes asideras argumentales. La película aborda el acoso escolar, una de las lacras en el sistema maleducativo nacional que más prensa y telediarios ha acaparado. El astuto tándem C&C traza un relato en torno al bullying -que así llaman al fenómeno-, narrando la experiencia desde la doble perspectiva del acosador y el acosado. Guille, hijo de un concejal del ayuntamiento, parece ser el hijo perfecto, de no ser el gusto que siente cuando humilla y maltrata a su compañero de clase Gaby sólo por ser pelirrojo. Con materia tan jugosa construyen los directores un relato voluntarioso y algo esquemático, aunque en cierto modo valiente en sus intenciones.

Las remotas semejanzas con títulos como BARRIO (Fernando León de Aranoa, 1998), EL BOLA (Achero Mañas, 2000) o, si me apuran, HÉCTOR (Gracia Querejeta, 2004) y 7 VÍRGENES (Alberto Rodríguez, 2005) pueden emparentarlo con el subgénero centrado en la conflictiva adolescencia, pero no obtiene los méritos que sobraban a las anteriores. La fuerza de COBARDES reside en sus arrestos para pillar tan proceloso tema por los cuernos y elaborar una trama que no excede la hora y media. En ese tiempo concretan Cruz y Corbacho su historia en torno a los miedos que a todos nos asaltan, jóvenes y adultos, en la escuela y en la familia, en el trabajo y en las relaciones afectivas. Pero su discurso, por encima de la honestidad con que se plantea, se pone en pie con un aire demasiado doctrinario, tal y como un docto en materia de urbanidad ofrecería su clase magistral a una pandilla de púberes repletos de hormonas en ebullición. Da la molesta sensación de intentar edificarnos con un tema de candente presencia y una repercusión social que nadie niega, y a estas alturas a nadie le agrada que le hablen con tanta complacencia. Aunque se muestren verdades como puños.

La película se asemeja a un capítulo alargado de cualquier serie televisiva -del canal privado que ha financiado el proyecto, sin ir más lejos-, con todos los tics narrativos y estéticos que ello supone -diálogos, montaje de secuencias, uso de la música, dirección-. Mucha carrera les falta a C&C para redondear lo que no deja de ser una correcta radiografía de la generación sms, una narración que no profundiza en lo que plantea ni pretende juzgar a los personajes, y que, con mayor consistencia dramática, podría haber emocionado. Se queda el intento en un discreto manual sobre cobardías varias, un repaso al terror diario al que se enfrentan estos chavales, obligados a callar ante el desconcierto de sus padres. Padres igualmente asustados, con sus propios temores, con su pánico a no dar la talla en el trabajo, con inmadura incapacidad para establecer puentes de comunicación en el seno familiar.

COBARDES, los adolescentes, los progenitores y también los profesores, culpables o víctimas de un fracaso común, de la progresiva erosión de los escasos valores que aún rigen nuestra convivencia. La película tampoco se moja demasiado en finales concluyentes, sólo muestra que el orden de las cosas puede alterarse, que los que antes eran perseguidos y vejados pueden erigirse en líderes, en inductores del miedo y la vergüenza. Junto a la trama principal, se abre alguna otra subtrama satélite discursiva y más enfática -el personaje del mafioso argentino es innecesario, sirve sólo para aleccionar a Gaby, y a nosotros de paso- que aporta poco al conjunto.

Cruz y Corbacho puntúan su relato con una ligera aspiración crítica, aunque no termina de cuajar como obra de denuncia, cosa que es de agradecer. Más bien se estanca en su modesto tratado sobre la marginalidad impuesta y el coraje necesario para vencerla, con un tono dramático al que se ajusta como un guante el sólido equipo de actores -Elvira Mínguez, qué buena eres-. Los créditos aparecen y las preguntas también. La película no estimulará la fibra sensible, pero sí permite cuestionarnos ciertas cosas, interrogantes que quizá no hallen respuesta. Las razonables dudas en torno a una sociedad que ensalza a los falsos valientes y hace mártires sin motivos aparentes. O con ellos. Razones tan estúpidas como tener el pelo rojo.

29/4/08

DUEÑOS DE LA CALLE: en la cuerda floja

El norteamericano David Ayer -firmante de HARSH TIMES (VIDAS AL LÍMITE) (2007) y autor del libreto de otras tantas muestras del cine de acción más complaciente- no podrá presumir de haber reinventado ni un ápice el lenguaje del género al que se adscribe DUEÑOS DE LA CALLE. Más ligada a la digna relectura de esquemas pisoteados que a una nueva formulación de los códigos que definen al policíaco, su nueva obra no es más -tampoco menos- que un correcto thriller temática y estilísticamente emparentado a universos reconocidos por todos. Es más, se percibe en el relato el préstamo asumido de elementos que el director no se esfuerza en ocultar -incluso lanza alusiones concretas-, y que levantan un metraje con evidente enfoque comercial, tan lícito como respetable.

Con la idea original del enorme James Ellroy, quien rubrica un guión tenso y eficaz, Ayer tiene gran parte del camino recorrido. L.A. CONFIDENTIAL (1997) supuso que el gran público accediese al mundo sombrío y complejo de Ellroy, al trazado virtuoso de un mosaico humano en una época donde las luces ocultaban rincones de lo más siniestros. De paso, Curtis Hanson se marcó una pieza de culto que -esta vez sí- plantó los esquejes de un noir postmoderno, brutal y desesperanzado como los clásicos, una intensa recuperación de ambientes y personajes que Brian de Palma fue incapaz de apuntalar con su insípida LA DALIA NEGRA (2006), también engendrada por el autor californiano.

Hay que aclarar que el argumento de estos Street Kings no puede subirse al mismo pedestal que su más brillante antecesora al no alcanzar su grado de maestría, ni en el plano narrativo ni en su potencia visual. La sensación final que perdura es la de haber asistido a una historia contada con firmeza, con absoluto dominio del trabajo de campo y un montaje astuto del material. Pero no puede esquivar -sin duda responsabilidad del guionista- el cúmulo de clichés que van tejiendo un relato sobre la lucha entre lealtad y traición, un áspero y vibrante paseo por el lado más peligroso de la corrupción, siendo el cuerpo policial su principal transeúnte. Tratándose de Ellroy, se podría exigir un entramado más denso sobre asunto tan estimulante -siempre es un placer comprobar que los buenos destinados a acabar con los malos no son tan buenos como se dejan ver-, un edificio dramático más elaborado, un tanto alejado de sus pretensiones taquilleras y aún más descarnado.

Al contrario, sin ser desdeñable, su última muestra de género se establece en atmósferas tributarias de obras-emblema y no se arriesga a exceder cánones que éstas marcaron hace décadas. La referencia más obvia la incluye Ellroy en una frase del protagonista, quien se revela como reencarnación de aquel policía honesto y algo expeditivo, con su propio y noble catálogo de principios, llamado SERPICO (1973), que el maestro Sidney Lumet revistió de sobriedad y agudeza. A partir de ésta, la herencia se multiplica y se evidencia en el fondo y en la forma. DUEÑOS DE LA CALLE contrarresta su falta de originalidad con buen pulso narrativo y un ritmo in crescendo al que van ajustándose los giros en la acción -o viceversa-. La figura del policía atormentado y algo alcohólico cuya honestidad queda cuestionada por su implicación involuntaria en las mismas sórdidas redes que su unidad pretende desactivar nos hace retroceder a esos viejos modelos sin dudarlo. Lo malo es que el hierático -sospechosamente traicionado por su cirujano plástico- Keanu Reeves es incapaz -no es una novedad- de transmitir una sola de las capas emocionales que se adivinan bajo el caparazón de violencia con el que actúa, que Pacino sí lograba dimensionar. El resto del reparto cumple con tipos estandarizados, modelos sin otro trasfondo que su mero servicio al discurrir de los hechos. Sólo la figura de Forest Whitaker enaltece un personaje que acaba revelándonos la tonalidad oscura y pesimista de la historia -"todos somos malos" confiesa con aire concluyente-.

Una historia que vuelve a refrescar la rivalidad entre legalidad y delincuencia, entre ambición e integridad, cuya línea separatoria es tan leve que puede traspasarse sin que en realidad calibremos los riesgos. David Ayer se esfuerza en ofrecer alguna lectura secundaria a un convencional frenesí por el que asoman los conflictos interraciales, la dudosa catadura moral de los protectores de la ley y, al fin, la victoria de un cierto orden ético en una sociedad podrida desde el momento en que sus máximos adalides se pliegan ante razones más materialistas. Todo esto regado con las consabidas sorpresas y retruécanos en una narración irrevocable, que no deja tomar aliento y conduce a su explosivo desenlace sin que nos cuestionemos el alcance de su propuesta.
Para incidir en lo abyecto de este submundo de extorsiones e hipocresías, nada mejor que un regusto televisivo en la planificación y el uso de la luz -también al recurrir al célebre Hugh Laurie-. Con la impresión de estar frente a un capítulo prolongado de cierta serie norteamericana, la cámara ampulosa de Ayer nos deja solos frente a tan hediondo panorama, pegándonos a los personajes, al cara a cara del héroe con la muerte, testimoniando con agilidad y desasosiego cuál es el precio que cada uno pone a su propia honradez. Por alto que sea.

25/4/08

MIL AÑOS DE ORACIÓN: historias mínimas

A cuentagotas se revela esto del cine -burdel que acoge numerosas formas de prostitución audiovisual- en su sagrada dimensión artística y logra hacernos madurar, no sólo como espectadores, también en un plano personal. Hay películas que se cuelan entre los estrenos y, tan discretamente como entraron en cartel, salen de él sin que más que unos pocos avispados puedan disfrutar de su grandeza -no precisamente en su alcance comercial-. Wayne Wang parece empeñado en asaltar la zona más noble de nuestra pasión voyeurista -todo cinéfilo tiene mucho de esto- y hablarnos claro con un cine emocionalmente pulcro. Puede incluirse en el grupo de autores para los que el oficio se aleja de necesidades industriales y consuma esos imprescindibles actos de comunión con la vida que algunos seguimos exigiéndonos.

Aún humean en la memoria las excelencias de una obra portentosa como SMOKE (1995) -concebida a cuatro manos junto a Paul Auster- y de la sensible y preciosista LA CAJA CHINA (1997) -Jeremy Irons dando un nuevo prisma al tormento-, que elaboraban una íntima y doliente partitura emocional a través de personajes en busca de identidad -sentimental, familiar-, en huida espantada del desarraigo vital. La integridad narrativa de Wang sólo podía equipararse -aún más en la primera- a la diáfana presencia de los asuntos abordados, con una caligrafía visual naturalista que favorecía nuestra absoluta identificación. MIL AÑOS DE ORACIÓN ahonda en veredas exploradas por el director, quien vuelve a situar a sus protagonistas ante hechos que alteran el rumbo de sus días, en un frente a frente de mundos opuestos obligados a convivir. Pero el referente más obvio en la filmografía de Wang es su excelente CÓMETE UNA TAZA DE TÉ (1989), que en sabia mezcolanza de comedia y drama sentimental mostraba el devenir de los emigrantes chinos en la Norteamérica de las oportunidades en los 50 del pasado siglo.

Tan minúscula como una fábula milenaria china, pero a la vez con toda su losa simbólica, su fascinante poder de seducción, va desplegándose esta hermosa película. Wang enuncia sus temas a partir de la experiencia del anciano sr. Shi en la tierra prometida, un viaje físico que revelará un paralelo trayecto interior de descubrimientos. La narración -toda cubierta de una pátina de melancolía irresistible- pivota así sobre el choque generacional entre padre e hija, quienes vuelven a compartir techo tras muchos años de distanciamiento. Pero se articula este choque como concreción de otro superior, como un ejemplo muy revelador de la colisión entre culturas que propiciará algunas de las escenas más hilarantes de la película. El director elabora a partir de ese eje un sutil y cálido discurso sobre la incomunicación, sobre todos los puentes invisibles que permiten entenderse por encima de las palabras, un minimalista tratado sobre las afinidades entre extraños unidos en su desorientación -espacial y emocional-.

En este sentido, MIL AÑOS DE ORACIÓN se nutre de escenas de profunda tensión entre el viejo y su hija Yilan, en instantes donde asoman los flecos de esa divergencia cultural. El padre no entiende la parquedad de su hija, las cenas silenciosas, no entiende tantas cosas en la rutina americanizada de su hija. En sus salidas al parque encontrará un alter ego, la señora iraní también despojada de sus raíces, otra exiliada -como él- aunque por motivos más infames. Es en estos diálogos frescos, cargados de ironía, donde Wang perfila el mensaje final, su confianza en el poder que alberga el ser humano para transmitir sus propias inquietudes. Ambos personajes se reconocen mutuamente en su común desahucio, se entienden e intercambian muestras de aprecio sin apenas descifrar el lenguaje. Es curioso el hecho de que Wang haya omitido los subtítulos en algunos de estos pasajes, cuya expresividad queda acentuada de esta forma. Lo importante para él -y para Yiyun Li, autora del relato en que se basa, Mil años de buenos deseos- es la superación de la barrera idiomática cuando se trata de participar del dolor, de los temores, del mundo interior de los demás.

Esta obra nos habla a susurros, va descubriendo su secreto con la misma timidez de un niño, y lo que revela suscita sensaciones encontradas, pero igualmente edificantes. El humor que mina el relato -la escena de los jóvenes mormones desborda ingenio- actúa como contrapunto del pequeño drama familiar, que en su final saturará de palabras los espacios de silencio, logrará tender esos lazos de comprensión paternofilial quebrados por el tiempo. Pero nos queda la sensación agridulce de una separación irremediable, parece querer constatar Wayne Wang que la reconciliación entre ambas formas de vida sólo es posible manteniendo la brecha geográfica. Hasta entonces, la película intentará esbozar la cara de la felicidad, en ese latente combate entre la filosofía de vida más tradicional y un futuro construido sobre valores occidentales. ¿Es feliz la joven profesional instalada en la próspera América -pero fracasada en el nivel sentimental junto a otro paria-? ¿Lo es acaso la mujer pisoteada por el destino y forzada a envejecer en un asilo? ¿Puede divisar algo parecido a la felicidad el viejo turista accidental marcado por un pasado de frustraciones y un doloroso reencuentro que le hará regresar?
Péndulo de emociones, sabiduría condensada, espejo limpio de las incertidumbres que consiguen conectarnos. MIL AÑOS DE ORACIÓN teje su plegaria austera y delicada en torno a la culpa y el perdón, sobre los vínculos afectivos que nos marcan, sobre las cosas que callamos y terminan por estallar, sobre sueños derrumbados, soledades compartidas y otras epidemias del mundo moderno. Una serena y aguda reflexión que la mirada del gran Henry O -con justicia premiado en San Sebastián en el 2007- reviste de compleja humanidad, de la inspiradora fuerza encerrada en los proverbios.

23/4/08

EL BAÑO DEL PAPA: las micciones del pontífice

Reza la publicidad de esta película que se trata de una historia sobre la esperanza y otros milagros. En estos tiempos de locos en los que vivimos no está mal que aún se reivindiquen conceptos tan difusos desde la mejor plataforma imaginable. El último cine hispano continúa entonando cada año sus pequeños homenajes a los más humildes, a toda esa humanidad ignorada que siempre se las arregla para sortear las muchas caras de la miseria. Se abrió camino comercial con las magistrales Un Lugar En El Mundo (Adolfo Aristaráin, 1992) y Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea/Juan Carlos Tabío, 1993), y pudimos comprobarlo en las posteriores Estación Central De Brasil (Walter Salles, 1998), Una Noche Con Sabrina Love (Alejandro Agresti, 2000), Amores Perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), Lista De Espera (Juan Carlos Tabío, 2000), Historias Mínimas (Carlos Sorín, 2002), Ciudad De Dios (Fernando Meirelles, 2002) o María, Llena Eres De Gracia (Joshua Marston, 2004). Y también en Whisky (Juan Pablo Rebella/Pablo Stoll, 2004), auténtica revelación que sirvió de brillante catapulta a una producción uruguaya hasta entonces desconocida. Con idéntico espíritu crítico y similar parquedad de medios fueron aterrizando en nuestra cartelera y engrosaron ese realismo social tan genérico que no conoce fronteras, aunque sí un enorme poder para trazar las más variadas emociones.

En un inteligente equilibrio entre la comedia social y el drama, EL BAÑO DEL PAPA supone el estreno de Enrique Fernández y César Charlone en el largometraje. La película cuenta la historia de un pequeño pueblo, Melo, situado en la Uruguay fronteriza con Brasil. Su historia es la de un sueño común, la visita prevista de Juan Pablo II dentro de sus viajes pastorales por la zona. Todos se prepararán para el evento, intentando sacar ventaja económica ante la afluencia de peregrinos. Comidas, bebidas, souvenirs... Excepto Beto, que intentará prosperar construyendo un excusado junto a su casa para cobrar por su uso a los visitantes. Será su personal odisea por sacar a su familia de la pobreza, su pequeña aportación a una ilusión conjunta. Con este material asistimos a un hermoso y vitalista relato sobre las esperanzas que se comparten, un modesto botón de muestra de realidades
que los directores no han querido dejar de plasmar. Es significativo que la película se construya a partir de unos hechos reales que alteraron la rutina en este territorio a finales de los años 80. Más que nada porque enriquece la ya grata contemplación de imágenes tan pegadas a la vida, haciendo de esta obra un soberbio ejemplo de integridad ética -bastante devaluada hoy en día-.

Superando los tics del cine combativo, de tendencia más social-ista, Fernández y Charlone escogen una anécdota mínima para levantar un guión sencillo pero poderoso. Y ni siquiera alcanzan a rozar los límites de una obra doctrinaria porque lo hacen desde la honestidad, con una diáfana narración de la experiencia que viven los protagonistas. Su cine es rabiosamente humano, pero en ningún momento se percibe una intención moralizante, nunca intenta enjuiciar ni guiarnos por caminos ya marcados. La experiencia del entusiasta Beto y de su familia se presenta ante nosotros con toda su grandeza, escondiendo bajo la aparente capa de retrato costumbrista un discurso crítico finamente hilado, tan sutil que refuerza los golpes de humor en esta historia de perdedores. Por eso se perdona una estética artesana, tosca en ocasiones, opuesta al brillo formal que muchas veces oculta los mayores vacíos.

EL BAÑO DEL PAPA nos permite empaparnos de estas vidas manejadas por el destino, sin que por eso convierta a sus personajes en mártires. Tampoco en héroes. Está clara la actitud alentadora de un relato como éste, el alcance vivificante que tienen hechos tan tragicómicos. Pero no pretenden sus directores hacer un retrato monolítico, sin matices. Claro que los hay. Tantos como tantas formas de enfocar el suceso que vertebra la acción. Los habitantes de Melo son cercanos y tangibles, pero no son modélicos. El protagonista se dedica al contrabando para ganar dinero, y acaba haciendo negocios con el orden policial, tan corrupto como cualquiera si se trata de sobrevivir. Al final, esta obra demuestra que los códigos morales dependen de quien los practique, no es fácil mantenerse recto en mitad del vendaval. Son pequeños retazos sociopolíticos que laten sin hacerse notar demasiado, sin enturbiar nuestra identificación con una historia a ratos ingeniosa, a ratos dolorosa. Pero siempre emotiva.

Los debutantes Fernández y Charlone dibujan una luminosa parábola acerca de nuestra capacidad de superación frente a las adversidades, de la lucha cotidiana por mantener una dignidad a fuerza de tropiezos, sobre los deseos -personales y colectivos- que hacen que nos sintamos vivos en una tierra sin futuro. Habla la película serenamente, con un abanico de emociones puro, sin contaminar, auténtico. Nos habla sobre la vida en comunidad, exponiendo con melancólica comicidad el esfuerzo diario por seguir adelante. Pero también nos habla de la vida en familia, del amor entre un padre y una hija, del respeto a quienes de ti dependen, del orgullo herido y la reconciliación. Es una película llena de optimismo, un tierno y entrañable obsequio que sabe hacernos transitar por su cauce de sensaciones sin manipularnos, en hora y media de prodigios insólitos.

EL BAÑO DEL PAPA estimula la taquilla con su dosis de oxígeno, en un -en verdad- milagroso trabajo de equipo, que hace carnal esta épica de la derrota, un relato libre y conmovedor, sin otra pretensión que la de contagiarnos con su poesía naturalista. Una obra primeriza, plagada de virtudes y también defectos, que se sirve de su pequeñez para crecerse ante nosotros, con una puesta en escena hiperrealista, tan desnuda como las casas de Melo. Como ese váter objeto de quimeras. Cuando el cine se edifica sobre realidades tan ajenas es cuando logra hacernos un poco más humanos, más conscientes de las invisibles redes que nos hermanan. Este minúsculo y grandioso relato es la prueba. Aunque parezca una utopía.

TRES DÍAS: apocalipsis al sol

Calor. Mucho calor. El aire espeso de la tarde impide respirar. Angustia, desasosiego, puro miedo. El miedo a lo desconocido, a sabernos acorralados, incluso desquiciados en mitad de la nada. Y la temperatura sigue subiendo a lo largo y ancho de esta película tensa, sofocante, el prometedor debut del cordobés F. Javier Gutiérrez en la dirección de largometrajes, una joya inesperada que se hizo con el premio gordo en el Festival de Cine Español de Málaga y que despunta como lo más potable de un año previsiblemente endeble -como de costumbre-.

TRES DÍAS nace como clara apuesta vencedora dentro de la ya consolidada industria cinematográfica andaluza, que arriesga en una producción sólida -Maestranza Films junto a Green Moon-, de un empaque formal insólito en nuestro país. Tan insólito como el género que explora en el ámbito narrativo, la ciencia ficción teñida de terror psicológico, en lo que son terrenos codificados hace ya algunos años por el cine yanqui que tantas palomitas ha hecho devorar.
La película nos sitúa en un rincón perdido de nuestra geografía, Laguna, pueblo sin rostro definido, fantasmal enclave donde se desarrolla una acción marcada desde las primeras imágenes por su tono sombrío, claustrofóbico, de innegable magnetismo. Sólo faltan setenta y dos horas para que un meteorito gigantesco se estrelle contra la superficie terrestre. En ese tiempo, observamos los efectos que la noticia provoca en la rutinaria existencia de sus protagonistas. Álex, joven desencantado, y su madre deciden ir a cuidar a los hijos de Tomás -ausente hermano de Álex- en su casa a las afueras del pueblo ante el desconcierto desatado en la zona. Aislados de la gente y el ruido, intentan protegerse de la anunciada hecatombe, sin sospechar que el terror adquiere formas diversas, más cercanas. Un terror encarnado en el rostro de Lucio, extraño visitante en busca de venganza, un ambiguo personaje que les hará encarar de golpe un pasado siniestro, tanto como el futuro que les espera. Espectacular arranque que nos conduce -sin salir del asombro ante lo que vemos- por un relato apocalíptico y enfermizo, un brillante thriller que explota el color terroso y amarillento de sus escenarios naturales para jugar con el contraste en un guión construido sobre el enigma. El director demuestra un dominio maestro del clima dramático para contarnos su historia retorcida, desequilibrada, brutal. Una historia casi nihilista donde importan menos las motivaciones de los personajes, incluso las causas de lo que sucede, y más las sensaciones que transmite su atmósfera bochornosa. TRES DÍAS nos atrapa desde la sugerencia, nos abandona en este paraje agobiante para que respiremos el miedo, para que sintamos sus rincones tenebrosos, su demencial viaje por el infierno. Éste es el mérito y también la debilidad de F. Javier Gutiérrez en su rotunda ópera prima. La fuerza de su premisa se mantiene con pulso, pero esquiva por el camino las mínimas explicaciones que nos ayudarían a entender el descontrol de los personajes. El relato se nutre de reacciones salvajes, tan humanas que podrían ser las nuestras frente a algo que nos supera. Pero también va dejando flecos sueltos, aporta datos y personajes secundarios sin que se ahonde en ellos, levantando un conjunto tan absorbente como desajustado. Es una obra que va esparciendo el misterio en golpes de efecto brillantes, cautivadores, que arrancan nuestra emoción más intensa y sin prejuicios, la pura emoción del cine que desatiende a veces la lógica para dejar paso a las pasiones.

TRES DÍAS deviene en una potente fábula sobre la capacidad del hombre para enfrentarse al horror, sobre los miedos personales y colectivos ante lo que no conocemos. Gutiérrez nos mete de cabeza en la pesadilla -casi una alucinación-, nos arrastra a un trayecto irreal y desesperanzado por los límites de la razón, por los afilados contornos de la locura.Su película es crispada y violenta, compleja y visceral, nos va ahogando con su ambientación densa, con una puesta en escena casi espectral. Nos va arropando la historia con su ritmo pausado, en un virtuoso manejo del tiempo narrativo, el suficiente para mostrar el lado más oscuro de estos personajes trastornados. Para lograr su propósito, se extrae el jugo a una fotografía de ocres y marrones, cegándonos con planos quemados, con intenso uso de la luz, con todos los recursos que den expresividad a un lugar que huele a muerte. El director convierte esas llanuras ardientes en un protagonista más, en un territorio amenazador, donde el peligro aguarda sin que sepamos dónde. Los planos con profundidad de campo serán al final tan inquietantes como los planos cortos que salpican la película.

Víctor Clavijo, Mariana Cordero -enorme actriz, racial, de la estirpe de las grandes- y Eduard Fernández -sin comentarios- encabezan el reparto de este turbulento, perturbador cuento lleno de polvo y de estrellas, con un paisaje desolador y opresivo, un paisaje -andaluz, español, universal- tan elocuente como las miserias humanas que refleja. Se convierte así en una propuesta contundente que alumbra partes turbias de nosotros que ni siquiera sospechamos. Las posibles lagunas -curioso nombre para un pueblo- narrativas no ensombrecen el trabajo del cordobés, que con justicia podría seguir recopilando premios paseando sus TRES DÍAS magistrales.El vivo ejemplo de cine comercial fabricado bajo un sello de autor merecedor de apoyo financiero y respaldo crítico. Un cine necesario -como lo fueron EL ORFANATO (Juan Antonio Bayona) o [REC] (Jaume Balagueró/Paco Plaza)- para salvaguardar una industria tan victimista como la nuestra, más preocupada por lamentarse de las carencias que por arriesgarse a base de talento y creatividad.

22/4/08

8 CITAS: despiezando el amor

Algo tendrá el amor cuando lo bendicen. Tan clara es su presencia a veces que ni siquiera nos atrevemos a confesarlo, a liberar nuestro deseo. Sus límites son borrosos, hasta el punto de confundir una relación de paso con el sentimiento más puro. Uno puede incluso hacer el ridículo con tal de dar buena imagen, la que se espera de nosotros. Es capaz el amor hasta de enfrentarnos con pasados ya olvidados o tan recientes que su herida aún escuece.

Cosas parecidas pensarían los debutantes Peris Romano y Rodrigo Sorogoyen al imaginar esta 8 CITAS, un respetable título en clave de comedia coral que desgrana con frescura los efectos de ese misterio llamado amor en un grupo de personajes variopintos, tan diferentes que acabarán unidos por los lazos afectivos más inesperados. Con la complicidad de un nutrido reparto –Fernando Tejero, José Luis García Pérez, Raúl Arévalo, Verónica Echegui, Adriana Ozores, Miguel Ángel Solá y Belén Rueda entre otros-, los directores se atreven a dibujarnos los perfiles –dolorosos, esperanzadores, desconcertantes, absurdos, surrealistas, patéticos- de tan noble impulso. Y lo hacen apostando por el humor, que suele ser una buena válvula para filtrar este tipo de reflexiones sin parecer trascendentes.

Su bautizo en el largometraje es todo un mosaico de vidas cruzadas, conectadas con los sutiles mimbres de los afectos. Viene a ser una suerte de retrato intergeneracional segmentado en capítulos, cada una de las fases en las que el amor asoma a nuestra vida y nos descoloca. Con diálogos cercanos, identificables, de una naturalidad a veces forzada -aunque simpática-, las historias se suceden con ritmo desigual, pero van contagiando su lenguaje ágil, sin complejos, toda su carga de ilusión, desengaño, optimismo, confusión, deseo. Quizá pueda achacársele cierto abuso de lo hablado por encima de lo meramente narrativo, confiriendo en ocasiones un aire televisivo a los bloques episódicos que, sin embargo, no llega a irritarnos.

8 CITAS nos muestra un tapiz urbano que analiza el universo complejo y poliédrico de las relaciones, la de distintas parejas, frágiles como cualquiera de nosotros, con las mismas necesidades de amar y ser amadas que cualquiera. Unos más logrados que otros, estos “apuntes del natural” juegan la baza de la ironía para transmitirnos una gama extensa de sensaciones, las que viven estos personajes en medio de equívocos, encuentros imprevistos, cosas que no se dicen, cosas que se dicen sin pensar, celos que nos consumen, remordimientos que nos agobian, el hastío y la desilusión que el tiempo nos produce, reencuentros insólitos que vuelven a avivar esperanzas dormidas.

El tándem Romano-Sorogoyen acierta en su realismo sin adornos. Su guión –lejos de ser brillante- sabe trazar pasiones tan contradictorias, aún rozando a veces el esperpento, con situaciones llevadas al extremo, no siempre eficaces. La secuencia en casa de los posibles padres políticos bordea un delirio casi felliniano, incluida la música que la acompaña. Otras son especialmente ocurrentes, puntuadas con algún efecto de imagen y audio que logran su propósito –monólogos internos, excelente montaje-. Es el riesgo de elegir la comedia para contar historias, ya se sabe que el género es tan rico como peligroso, se mueve con resortes difíciles de manejar, y esta película es buena muestra de cómo algún que otro bache no empaña la media sonrisa que queda al final. Un final quizá previsible, pero también el más revelador, el único posible para terminar de implicarnos.

8 CITAS se presenta como un digno ejemplo de la comicidad que oculta nuestra vida, refleja con sobriedad y sin pretensiones cosas cercanas, reacciones de gente corriente, seres a veces bloqueados, quizá entusiasmados, siempre enamorados. Los directores –curtidos en el cortometraje y la televisión- hacen su versión castiza, tan nuestra, de asuntos tan universales y cinematográficos. Una opera prima honesta, ajustada a un tipo de cine ya visto, pero que aún puede sorprendernos con nuevas vías formales y expresivas. Un relato pequeño, imperfecto, hecho desde la sinceridad y las buenas intenciones para hablarnos de lo único importante, lo que acaba entrelazándonos sin esperarlo. No está mal para los tiempos que corren.

16/4/08

ELEGY: carta dolorida

Querida Isabel Coixet.


Acabo de ver tu última película, la que has titulado de forma tan breve para condensar sentimientos tan enormes. Acostumbrado a un cine de emociones compradas en todo a cien y a una banalización del amor en historias vacías, reconozco que tu última obra supera la media. No hay duda. De lo que no estoy tan seguro es de si supera tu propio nivel artístico. Como creadora, yo veo mucho más que esos aires de grandeza que tus detractores aducen para crucificarte. Veo muchísimo más allá de etéreos y livianos aromas a anuncio de compresas, más allá de los ocasionales visos de antigua publicista. En general llego a superar el discreto velo de pretenciosidad que podría cubrir tus historias tan generosas, tan humanas. Y puedo hacerlo porque me pareces convincente como directora, tus personajes muestran heridas identificables, tus relatos saben guiarme por caminos tortuosos, por todos y cada uno de los colores del dolor.Me entusiasmaste con COSAS QUE NUNCA TE DIJE, me sorprendiste con A LOS QUE AMAN, lograste aplastarme con MI VIDA SIN MÍ, me alentaste con LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS.Eres de las privilegiadas que supera el digno título de artesana para abrazar el de creadora, auténtica, genuina, una personalidad propia en la industria, con su lenguaje, sus inquietudes, el sello que la identifica. Pocos gozan de ese lujo. Y lo sabes.

Tengo que decirte, Isabel, que con ELEGY no has podido revalidar tu título. No. Aunque me cueste admitirlo. No he podido asentarme en ninguno de los estados emocionales que adivinaba tras ese cartel fragmentado y misterioso. Reconozco, eso sí, que la historia me tentaba. Supongo que te atrajeron sus personajes encerrados en una relación más asfixiante que liberadora, descubierta en la plenitud de una vida que siempre se cerraba al amor. No está mal. El prestigioso Philip Roth con uno de sus paisajes de intimidad dolorida. Tú eres astuta, Isabel, y aceptaste este encargo creyendo que podrías aportar una parte de ti, que el universo del escritor se amoldaría al tuyo propio, uno cuyas formas vienes definiendo desde hace años. Pues te confieso que tu película no huele a ti. Ni la construcción dramática ni el espíritu que late bajo las imágenes te pertenecen. Mejor dicho, no transmiten tu forma de entender el cine. Pertenecen a Roth, son sus personajes torturados, es su atmósfera densa y claustrofóbica, todo su mundo. Tú -siento decirlo- sólo has puesto la parte que te toca como buena narradora que eres. Una profesional que ordena con oficio un material ajeno. A estas alturas, tus rendidos admiradores esperábamos algo más personal que mantuviera intacto el mito.

Pero no, querida Isabel, a cambio nos entregas un relato templado, distante, sin poder de seducción, con un estudiado dibujo de la pasión incapaz de abrasarnos. Pretendes hablarnos de la belleza, del cambiante valor estético de las cosas, de la soledad, del miedo a enamorarse y del compromiso, del sexo como escudo protector o como creador de vínculos más fuertes, del paso del tiempo y sus estragos sobre el amante. Quieres que nos envuelva tu relato desbordado de amor intergeneracional e intercultural, agotado por su ansia de posesión. Esperas que nos cautive esta obsesión punzante, que crece poco a poco y obliga a actuar en contra de la edad y la posición social. Intentas contagiar de algún tipo de lirismo a una narración sobria, elegante, con un aliento humanista y vivificante que aquí se contiene. Has querido emocionar, Isabel, y sólo a medias lo consigues.

El problema es que quizá no se pueda trasladar a tu íntimo -ya nuestro- universo de soledades compartidas esta historia tormentosa. ELEGY respira con un tempo ahogado, se revela como obra concebida para sofocarnos. El aire puede cortarse, los sentimientos van comprimidos dentro de límites que no pueden traspasar. No consiguen rebasar sus márgenes para que compartamos el dolor con los amantes. Supongo que la novela original irá construyendo la pasión para permitirnos bucear en ella hasta el fondo. Por esto tu adaptación queda encorsetada, deja ver con evidencias que no nace de ti.

Tu última obra es una pieza de cámara exquisita, con un lenguaje formal pulido, adherido al terreno de lo indie, pero con mayor peso intelectual en el material narrativo. Está en la línea de los trabajos quirúrgicos de Alan Rudolph, paradigma del cine independiente con clase, cubierto de un paño de alta costura en sus análisis sentimentales. Esta película también disecciona los encuentros entre David y Consuela, insertando la ironía en mitad del drama, enfrentando al turbulento subconsciente del profesor la frescura y expresiva serenidad de la alumna cubana. Es una explosión de psicologías opuestas que se reconocen en el sexo y terminan implicándose, en un nada convencional enamoramiento que el guión define sin que cobre vida en la pantalla. Quiere ser torbellino y no pasa de brisa empaquetada con estilo.

¿Qué te ha ocurrido, Isabel Coixet? No descubro aquí nada que me entusiasme, me provoque compasión, o desasosiego, o ira, o ese estremecimiento que llega sin avisar. ELEGY va desenvolviéndose con ritmo lento, con cierta morosidad en algunas secuencias y un tono monocorde potenciado por la -en ocasiones- irritante voz en off del protagonista. Aquí flirteas con la pedantería, no sólo por el ambiente donde se mueven los personajes, no sólo por el carácter reflexivo de los diálogos, ni por lo forzado de algunas reacciones, sino también por tu énfasis en que todo fluya bajo el signo de la fatalidad, por ciertas marcas visuales -encuadres, movimientos de cámara, música- que acentúan un relato ya de por sí estreñido. Dejas muy claro que David y Consuela sufren, que el destino no está dispuesto a unirlos. ¿Es culpa tuya o de Roth? No sé, no sé.

En fin, querida Isabel, me cuesta reconocerlo, pero supongo que tendré que revisar esta elegía apesadumbrada. Procuraré captar mejor su arquitectura sutil, su proceso trágico por el que dos seres tan diferentes encuentran ataduras que acaban arrastrándonos. Aunque dudo de que logres sugerirme mucho más con tu discurso herido sobre heridas que iluminan, con este pulso entre el arte y la vida, entre el egoísmo y el perdón, entre la razón y los deseos más viscerales. Un viaje por los más primitivos instintos, aquéllos que reinventan nuestro modo de estar en el mundo.

Y si la vuelvo a ver, será para confirmar mi opinión sobre un asombroso fenómeno natural, Ben Kingsley. Es un equilibrista, un auténtico genio. Su trabajo destila una implicación brutal con el cínico, libertario y escéptico David Kepesh. Tienes razón al decir que haría de silla si se lo pidieras. Me lo creo. Su mirada es compleja y magnética, con poder para fascinar y desconcertar por igual. Sólo él podría introducirse en un personaje tan rico en matices como este animal moribundo. Pero siento decirte que pocas son las chispas que provoca con Penélope Cruz, que vuelve a hacer de ella misma, tan sexual como siempre -por mucho que digas que ha nacido para encarnar a Consuela Castillo-. La escena en que ella se desnuda para ser una privada maja goyesca es la única que eleva el nivel en una historia afectada, presuntamente poética, un discreto y minimalista boceto de emociones que no nos roba la nuestra. P. D. Me duele despedirme de manera tan sincera, querida Isabel Coixet, pero tu idea de rodar la ansiada fucking masterpiece tampoco se ha hecho realidad con ELEGY. Quizá con la próxima, que piensas rodar en japonés. Tú que puedes.