29/2/08

LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA: poema de vida

El uso de la imagen cinematográfica para mostrar historias que exalten la pasión por vivir es tan antiguo como el propio cine. Todos recordamos películas que emiten un canto de amor a la existencia misma, al poder de la voluntad para afrontar y superar los más duros obstáculos y a la admirable capacidad para esquivar las lacras físicas y mentales a prueba de tenacidad y valentía. El peligro estriba en ceder a la manipulación sentimental ante historias de tan humano calado, en hacer demagogia o simplificar los valores en juego.

No es el caso de esta emotiva, hermosa, sensible y poética nueva obra del talentoso y poliédrico artista Julian Schnabel, quien vuelve a transitar complejos paisajes emocionales en su adhesión incondicional a las más marginales víctimas del funesto destino. Con LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA, centra su mirada inquieta en un personaje apasionante, Jean-Dominique Bauby, afamado redactor jefe de la revista Elle que, a sus 43 años, queda paralizado a causa de una embolia. Absolutamente incapaz de comer, hablar o respirar sin asistencia, su experiencia da lugar a uno de las propuestas más sutiles, arriesgadas y exultantes del último año. Schnabel nos ha regalado uno de esas odas al poder vivificador de los sucesos más traumáticos, justamente por lograr encontrar en la adversidad algún motivo para seguir adelante. Y nos contagia el júbilo de Bauby, su fé, su combate con la autocompasión.

Tan humanista y edificante punto de partida evita sin embargo el camino fácil de lo lacrimógeno, sortea los excesos de un discurso simplista y paternalista, expone el asunto con delicadeza y sobriedad, sin hacer apologías del sufrimiento ni condescender ante la frágil figura de Bauby. Por ello, adivino que no era un proyecto sencillo de materializar, y supongo que el artista Schnabel escogió la senda más creativa, la deslumbrante fusión del documental narrativo con la sugestiva belleza de los sueños y la visión subjetiva. El resultado, en mi opinión, es una de las más poderosas y enriquecedoras historias estrenadas, en todos los niveles. Con un trabajo de fotografía magistral del habitual de Spielberg Janusz Kaminski, el autor plantea la odisea de su personaje desde su misma interioridad, explota estéticamente el punto de vista del protagonista, por lo que gran parte del tiempo vemos lo que su ojo ve. Enfermeras, familiares y amigos pasan por delante de Bauby, quien no puede emitir los sonidos que articularían los pensamientos incesantes en su cerebro vivo. Ni tampoco pueden captar sus sentimientos, sus angustias, sus miedos, sus deseos, sus esperanzas, sus frustraciones y el irrefrenable afán de lucha que otorgará plenitud a lo que le resta por vivir.

La carga metafórica recorre la película desde el título mismo y la llena de profundidad y alegórico entusiasmo. La condición de Bauby se equipara a la de un convicto, pero esta vez es el propio cuerpo el recinto asfixiante, son sus limitados márgenes físicos los que no pueden salvarse, la escafandra le aprisiona y le impide volar, dar rienda suelta a su instinto de proyección hacia una realidad mejor. El alcance significativo del párpado izquierdo, único elemento de su cuerpo que aún tiene vida, reviste de nobleza y dignidad su espíritu heroico, casi épico. Es ese párpado la mariposa que le dirige en su nuevo y artístico camino hacia una felicidad posible; con la ayuda de su aleteo insaciable -codificado gracias al apoyo y la paciencia infinita de las enfermeras- terminará encontrando el signo de la autoafirmación, dejando testimonio indeleble de su vitalismo en un libro autobiográfico que difundirá, tras su muerte, la esencia de su tesón, su duelo constante con el fracaso, su instintivo y loable anhelo por no sentirse muerto.

Nada es gratuito en este regalo de película. Todo el metraje se expone con rigor y ausencia de moralinas. No veo por ningún sitio una absurda actitud piadosa hacia el personaje, su hazaña posee una grandeza propia, rebosa luminosidad, no se disfraza con artimañas narrativas para ensalzarlo. Se ve parte del pasado de Bauby a través de flashbacks, sirven estas escenas para desconectar del presente y darle una vida anterior a un ser humano que ahora la busca postrado en su silla de ruedas. Supongo que se ha ocultado el lado más oscuro y excesivo de la agitada vida del verdadero Bauby, pero no me hace falta para valorar y entender su lucha en el presente. Impagable es el tono onírico de muchas secuencias, el humor que salpica sus pensamientos, la fuerza que el sarcasmo le proporciona para afrontar sus limitaciones, la potencia visual de gran parte de las secuencias -articuladas con esos planos subjetivos tan expresivos-, la destreza de Schnabel para combinar la fría descripción de la rutina diaria en el hospital -esa hermandad con una de las enfermeras, entregada traductora del parpadeo alfabético- con los líricos pasajes del tormento y la ilusión, que necesitan de esa continua voz en off para hacérsenos presentes.

Me quedo con una escena, de una hondura emocional aplastante, quizá la más estremecedora de LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA: la conversación telefónica con su padre -el carismático actor sueco Max von Sydow, de presencia siempre estimulante-, quien se encuentra también impedido, encerrado en otra cárcel. La conmovedora unión de esos dos seres rotos por la soledad, aislados en su recinto de dolorosas dimensiones, finalmente emparentados por los golpes de una realidad inclemente, me dejó abatido. Creo que me costará volver a descubrir un cántico tan honesto, tan original, tan sublime y tan desgarrador a la pasión por la vida. La esperanza no la pierdo.

28/2/08

JUNO: la semilla del diablo

Con esta pequeña película de título tan exiguo como sus pretensiones, y casi tan mínimo como sus logros, he vuelto a ser engañado por el marketing y por un cierto espectro crítico muy favorable a ella. Aunque, tratándose de la semilla de una diabólica ex-stripper y ex-blogger con ínfulas de escritora recauchutada y bastante hortera, no me extraña nada que mi opinión sobre el producto sea totalmente opuesta. Es otro ejemplo claro de cómo algo minúsculo va agigantándose por efecto del boca a boca, aunque... salvemos las distancias con otras más ilustres.

La carta de presentación de JUNO es perfecta: adolescente norteamericana bastante más inteligente, sarcástica e ingeniosa que la media, con un punto de precocidad y otro de rebeldía, decide entregar en adopción al bebé que ha engendrado con el más espigado, lelo y blanquecino de sus compañeros de clase. Y, por suerte, encuentra en un anuncio de prensa a una pareja en apariencia modélica para que eduque a su retoño en un ambiente intachable de gente acomodada. Hasta aquí, el núcleo de la trama, que va desgranándose en un tono general de amabilidad y buenas maneras, hasta conformar un paquete bien envuelto para gozo de una mayoría bienpensante y adocenada.

Porque, honestamente, no es tan rebelde ni tan ingeniosa ni tan irreverente ni tan mordaz ni tan singular ni tan progre la nueva obra de Jason Reitman, autor de la más interesante y socarrona GRACIAS POR FUMAR.

Su JUNO -auténtico éxito de taquilla y aclamada por muchos críticos- se centra en la peripecia maternal de una joven espabilada que afronta este hecho inesperado con insólita tranquilidad no exenta de gran valentía. Sobre todo, teniendo en cuenta que el padre es un insulso e introvertido joven en pleno proceso hormonal, más preocupado por superar su tiempo en las carreras de atletismo. En fin, que asistimos al periplo prenatal de la avispada joven a través de su relación con los futuros padres adoptivos de su hijo, mediante el contraste entre la franca naturalidad de aquélla -cuyo entorno familiar es bastante tolerante con la situación insólita- y la pluscuamperfección de éstos. Y se organiza el relato en cuatro bloques -correspondientes a las cuatro estaciones- con numerosas y agradables canciones que se ganan al respetable. Es una propuesta que encierra el clásico apego por los lazos familiares y la plenitud que otorga la maternidad, aunque sea mediante la burocracia adoptiva. Eso sí, esta vez la protagonista no tiene pelos en la lengua y disfraza el posible temor ante el futuro con -en ocasiones- cargantes dosis de intelectualidad y fina ironía. Opuesta a ella, los futuros papás postizos -exitosos profesionales- acaban no siendo lo que parecen, su envidiable status y armonía acaban resquebrajándose, su ideal matrimonio se rompe al fin.

Más allá de todo esto, no he visto nada especialmente brillante, ni en el guión ni en la puesta en escena, simple aunque efectiva. Bajo una capa de calculada ligereza y con gotas de tragicomedia desnatada, el cóctel es, como se ha comprobado, no sólo eficaz sino premiable -la inefable autora, de ilustrativo nombre de guerra Diablo Cody, recibió hace unos días el oscar al mejor guión original embutida en hirientes ropajes, tan excéntricos como el premio que recibía-. Algo está ocurriendo en la industria cuando se ensalzan minucias como JUNO aduciendo razones centradas en la modestia de los planteamientos, las buenas intenciones o la carga de humanidad de sus personajes. Porque lo cierto es que todo esto no siempre da lugar a una película de altura. Todo ello está presente aquí, pero el conjunto no va más allá de una anécdota insípida y sin fuerza, y con un regusto bondadoso bastante irritante. Al terminar, no pude dejar de preguntarme: ¿y...esto es todo? La película aporta la consabida cuota de pequeñez sin complejos que el mercado yanqui se dispone a ofrecernos con frecuencia. En mitad de tanto encefalograma plano, estas obras "independientes" se asoman como salvadoras de la causa noble y pulen las conciencias neoliberales con sus espinosos asuntos. Eso sí, no atraviesan. Ni por asomo.

Hijo de uno de los más rentables fabricantes de comedias del mainstream, Jason Reitman dirige con oficio y funcionalidad este producto afable exento de malicia, excesos o salidas de tono. Todo surte su efecto, aunque no hay una carga ideológica debajo que sustente este retrato cálido pero descafeinado, no existe el espíritu ácido que se le presupone. Al menos yo no pude descubrirlo en ninguno de los bloques de la historia, pese a la picardía y agilidad de algunos diálogos, y mi empatía con los personajes fue relativa.

Aún reconociendo la excelente creación de la emergente Ellen Page -que brilló en la inquietante HARD CANDY- y del correcto Michael Cera, no fui capaz de identificarme plenamente con sus inquietudes, con sus dudas, con su marginal relación y con la supuesta madurez que un embarazo inesperado puede aportar. Quizá no he sabido captar los matices e intenciones de una obra con vocación televisiva. Pero creo que una cucharada más de mala uva y un desarrollo más definido de los temas que aborda habrían enriquecido el resultado. Otra vez será, Diablo.

27/2/08

EN EL VALLE DE ELAH: demoledora y necesaria

Hay pocas historias que te hagan salir del cine con el cerebro y el espíritu atenazado, presionado por la grandeza de lo que acabas de ver, escuchar, tocar con tu fibra más a flor de piel. Me sucedió con MYSTIC RIVER, me sucedió con TE DOY MIS OJOS, con MILLION DOLLAR BABY, con EL JARDINERO FIEL, con IN THIS WORLD, con CARTAS DESDE IWO JIMA (qué casualidad, tres títulos del maestro Eastwood en esta corta lista). Cuando una obra cinematográfica traspasa los estrictos márgenes de su rígido corsé de proyección y se estrella contra ti exprimiéndote con el poder de su propuesta, es cuando me reafirmo en mi teoría de que sólo por esto vale bien la pena seguir alimentando el acto de curiosidad que es la vida.

EN EL VALLE DE ELAH no ha sido, ni mucho menos, una decepción. Más bien ha confirmado y elevado a niveles imprevistos mi absoluta certeza de que me iba a introducir en una de las historias más poderosas, arriesgadas, complejas y emotivas no sólo del reciente bautizado 2008, sino de lo que llevamos de década. La fuerza narrativa, el vigor ideológico, la nada complaciente exposición de la anécdota, la recia pintura emocional de unos personajes en carne viva, el absolutamente nada maniqueo discurso sociopolítico subyacente, el sabio empleo de los recursos del oficio por parte de Haggis y unos actores que acarician la perfección encarnando cada una de las líneas de este guión maestro son los elementos que vaticinan la vigencia de esta cinta más allá de su improbable periplo recaudador por las salas comerciales.

Tratándose de Paul Haggis cuesta aceptar que esta descarnada, acerada, rotunda película haya sido firmada con su nombre y apellido, el mismo nombre y el mismo apellido que rubricaba otra cinta con inspiraciones críticas, pero en las antípodas de la sutileza y el buen gusto, aquel producto acomodaticio, maniqueo, simplista y edulcorado llamado CRASH (COLISIÓN). Viendo esta última obra después de aquélla se observan los dos extremos desde los que la industria yanki del cine puede poner sobre la mesa ciertos temas de calado social, ético y profundamente humano. Un extremo es el de lo grotesco por burdo, ramplón e inverosímil. El otro extremo es el de la inteligencia por transgresión, por absoluto dominio de los resortes de la emoción y la honestidad a la hora de hacernos transitar sus meandros.

Nos ofrece esta nueva muestra de buen cine americano una nada manipuladora crítica contra una de las estructuras más siniestras de la sociedad yanqui: el ejército. Y ataca con destreza y convicción, sin excesos ni apologías, sin demagogias compradas a bajo precio, con sosiego y una aguda dosificación del misterio. El poder simbólico de la bandera americana, que aquí ondea colgada del revés, sintentiza el espíritu que alenta la historia. Una hermosa y dolorida historia de mentiras -o verdades enterradas, que viene a ser lo mismo-, de cómo se disfraza la realidad cuando ésta puede derrumbar las convicciones más oscuras. Un fascinante relato de desesperanza y búsqueda de la verdad, del amor de un padre por su hijo, de una investigación minuciosa y apasionante donde relucen los secretos que una nación mantiene para no hacer peligrar sus cimientos. Tiene este metafórico VALLE DE ELAH mucho de cine clásico, brillan retazos del mejor Eastwood en sus imágenes; la sobriedad de su factura, su ritmo pausado y la consistencia de los personajes la emparentan con los mejores, con la nómina de auténticos creadores americanos que dan testimonio doliente y comprensivo de su tiempo.

Una vez aceptado el hecho de que el señor Haggis ha sido capaz de enriquecer su discurso, de hacerlo libre, de no encorsetarlo con las fajas dinerarias de las productoras, de apostar desde el principio por una historia de pérdida y desarraigo que vierte sobre nuestra ánima su esencia, obligándonos a reformular inmediatamente nuestros propios códigos de actitud frente a la vida... Una vez deslumbrados con la solidez de esta irreprochable película, podemos confirmar que el cine sigue permitiendo que aprendamos más sobre nosotros mismos.

La perfección de ese andamiaje narrativo se hace más vibrante, si cabe, con la densidad, la versatilidad, el permeable abanico de recursos interpretativos de uno de los más grandes intérpretes del último cine mundial: Tommy Lee Jones. Es uno de los grandes. Está en el Olimpo junto a Ed Harris, junto a Harvey Keitel, junto a Morgan Freeman, junto a Daniel Day-Lewis. Y su interpretación del tenaz padre-militar jubilado- en su febril pesquisa por los laberintos del estamento militar y policíaco para desentrañar la desaparición de su hijo militar es una de las más intensas, dúctiles, tiernas, esperanzadoras, sutiles y brillantes que yo he podido ver en muchos años. Su carga de sufrimiento, de angustia, de desconcierto, de ilusión se refleja en cada arruga de su rostro y en la caída irrenunciable de sus ojos. Nos arranca el actor un pedazo de piel en cada plano, nos hace sangrar y, por si fuera poco, nos arrebata lo único estable con lo que entramos en la sala: la cordura. Sólo por su papel estelar en este dolorido y atormentado VALLE DE ELAH ratifica su majestad dentro de los pocos elegidos, los escasos actores que dignifican su oficio con un talonario de talento y sabiduría.

25/2/08

EXPIACIÓN: el elevado peso de la culpa

En un principio era reacio -y mucho- a ver esta nueva muestra de melodrama de época, auténtico éxito del cine británico en los últimos meses. Y lo era por simple desapego hacia un género que nunca me ha entusiasmado, pese a contar con indiscutibles buenas piezas de orfebrería. Reconociendo el valor que este tipo de obras puede albergar, y precedido por la unánime aceptación crítica y taquillera, me decidí.

Y salí sorprendido tras disfrutar de esta EXPIACIÓN de Joe Wright. Una sorpresa insólita, causada por el gustazo que me proporcionó una sencilla historia de amor truncado por una inocente traición y enmarcado en la época de entreguerras. Algo que en principio no aportaba gran novedad. Como tampoco lo es el estereotipo al que se ajustan los amantes en cuestión: niña rica e insolente-pobre y humilde sirviente, quienes, tras años de juegos infantiles y sana amistad, ven cómo el destino les convierte en sufridos enamorados, separados por las adversas circunstancias. El marco que abraza su relación tampoco sorprende: lujosa mansión en mitad de la campiña inglesa donde vive una porción de la burguesía acomodada y con marcadas inquietudes intelectuales. Hasta ahí, nada original.

Es con el personaje de Briony con quien nos sumergimos en la calurosa y plácida rutina de la familia, con quien recorremos pasillos, salones, cocina con hacendosos sirvientes, con quien nos asomamos a los frondosos jardines a través de la ventana. La figura decidida de esta precoz joven con alma de escritora hace arrancar la acción y se convierte en testigo y ejecutora del trágico desenlace. Es con ella con quien conocemos a los sufridos amantes, es su avispada mirada la que dirige nuestra atención, se convierte la inquieta Briony poco a poco en el auténtico eje del relato, es este personaje -al que acompañamos en tres etapas de su vida- sobre el que pivota la unión de los dos mundos condenados a separarse.

Con un estilo refinado y una potente ambientación nos presenta el director británico este azaroso trayecto por un amor marcado por la fatalidad. Aún encuadrándose en un tipo muy concreto de drama romántico, la película destaca por su brillante -y preciosista- recreación en tres actos que, aunque descompensados, ofrecen un conjunto emocionante y no exento de un gran lirismo. Tras la exquisita primera parte -con sutileza en la presentación de ambientes, con enorme talento en la dosificación de la intriga y un hábil manejo del ritmo-, viajamos a la sordidez y el horror del campo de batalla en tierras francesas -aunque se ha comentado la bajada de ritmo en este tramo, sigue pareciéndome visualmente excelente- y culminamos el relato con la presencia de una Briony anciana, enferma y redimida de su culpa a través de la literatura que siempre cultivó. Es aquí donde la trama adquiere pleno sentido y donde la empatía emocional del espectador se rinde ante la evidencia: nos ha atrapado el tenso y desasosegante recorrido por el dolor, por la angustia, por la mentira más hiriente y la lacerante sensación de haber cercenado la felicidad de dos enamorados.

Fiel a su origen literario, la EXPIACIÓN de Joe Wright me cautivó por su dignidad moral, por la altura de los sentimientos que suscita, por la sabia organización narrativa del discurso -que juega con cambios de perspectiva de una misma escena y con saltos temporales en absoluto confusos-, por la huida de recursos academicistas muy presentes en el más rancio cine británico, por su montaje dinámico y preciso, por su música -turbadora, emotiva, hermosamente clásica-, por su deslumbrante puesta en escena -plagada de detalles, pletórica de colorido y frescura-, por ese tremendo plano-secuencia de seguimiento al amante en la tétrica segunda parte, por la pericia para transformar en emoción desnuda y punzante un relato que se adivinaba simple y epidérmico...

Y, también, por los actores. Por su profesional apego a personajes un tanto esquemáticos. Por la languidez y seductora carnalidad de Keira Knightley. Por la inteligente y matizada creación de James McAvoy. Por la presencia breve pero enorme de la gran y desaprovechada Brenda Blethyn. Por el inquietante rostro de la joven Saoirse Ronan. Pero, sobre todo, y en el tramo final de la película, por Vanessa Redgrave. Sobra cualquier adjetivo. Vuelve a demostrar la dama del cine que siempre es. Su plano fijo confesando la agonía de saberse culpable del engaño condensa la intensidad última del relato. Sólo una actriz prodigiosa puede arrastrarnos por los senderos del abatimiento, sus palabras dolientes nos hacen participar de una expiación necesaria, cargada de sinceridad digna, profundamente humana. Su pecado de niña orgullosa queda perdonado.

21/2/08

SWEENEY TODD: navajazos de venganza

Tiene Tim Burton el privilegio de ser uno de los pocos -muy pocos- creadores con un sello intransferible, un autor con un universo tan personal que resulta casi intolerable que alguien no sepa identificarlo. Un universo paralelo plagado de ilusión e irrealidad, el gozoso territorio donde sueño y voluntad se entrelazan, el inefable submundo de pesadilla y humor negrísimo, el siniestro escenario donde los seres más humanos se mueven en entornos de artificio, convirtiéndose en figuras de cuentos tragicómicos de oscura belleza, en las marionetas de un artista empeñado en no crecer.

Al menos, ése es el Tim Burton que yo espero siempre. Y es el que me enamora. El padre de obras de genio como EDUARDO MANOSTIJERAS, ED WOOD o SLEEPY HOLLOW, y responsable de más de una pieza deslumbrante, sigue pariendo criaturas con bastante frecuencia. Pero tengo la impresión de que su potencia visual, su innato dominio de la técnica, sus arrebatadores hallazgos plásticos, su incombustible talento narrativo ya no me enamoran. Creo que en sus últimos cuentos no ha conseguido arrastrarme como lo hacía antes; aún reconociendo sus virtudes -muchas, como siempre-, me queda una sensación final molesta, sus últimas historias son la versión aligeradas de propuestas anteriores, de sus más hipnóticas y hermosas experiencias visuales, auténticas maravillas, y de una intachable obra maestra -ED WOOD -.
Ahora se atreve con el musical. Uno con bastante solera en los escenarios londinenses para los que se concibió. Un libreto con elementos más sangrientos de lo habitual en su cine, adaptado a su mundo gótico y legendario. SWEENEY TODD es una vuelta de tuerca a sus fantasías expresionistas, esta vez con un buen paquete de canciones ilustrando el relato, un relato quizá un tanto simple y predecible en su construcción, con unos personajes más esquemáticos de lo deseado y faltos del alcance fabulador de sus precedentes. La tétrica historia del barbero buscando venganza en forma de mortales cuchillazos se ajusta a la creatividad de Burton como guante de seda, es digno sucesor de sus ilustres parientes. Pero algo al final me dejó a medias. Sé que quería encandilarme, pero sólo consiguió entretenerme. Quizá la borrachera de canciones frena el potencial narrativo, quizá el musical no es el género más adecuado para que el pequeño Timmy deje suelta la marea de ideas que le remueven. Quizá simplemente sus detractores tendrán razón al considerar que se sobredimensiona a un artista visual pero mediocre guionista. Me ha parecido una historia prometedora, con enormes posibilidades, que, sin embargo, no ha brillado lo que podría esperarse. Una lástima.

Con un arranque perfecto en mitad de la niebla, con una capacidad para zambullirnos de golpe en un Londres tenebroso y sucio, con esa cámara volando por callejones y plazas de forma frenética, era fácil dejarse llevar. Los autorreferenciales títulos de crédito del inicio anuncian el nivel artístico de lo que después veremos. La música elaborada del gran Stephen Sondheim nos empieza a trazar el camino. Un paseo por neblinas y miseria, sórdido, inhumano. Un recorrido rápido por una ciudad de ensueño, postiza, astutamente estilizada, un paisaje mágico donde intuimos que el horror va a acampar a sus anchas. Y nos metemos de lleno, conscientes de la ilusión perfecta que nos van a dibujar. E intuimos que nos va a gustar, es Tim Burton, ya nos ha manejado a su antojo varias veces. Con la historia del vengativo Benjamin Barker no iba a ser menos...

Por si fuera poco...Johnny Depp. Vuelve a demostrar su enorme versatilidad e intuición al arrimarse al proyecto de su amigo. La creación del taciturno y amoroso psicópata rebosa genialidad y frescura, y ahora resulta que, además, canta! Y bastante bien! Otro escalón en la insobornable y calculada carrera profesional del actor, uno de las presencias más generosas y estimulantes del cine actual. Con su atormentado barbero confirma su capacidad de riesgo y los registros más sorprendentes, y continúa alimentando inquietudes y misterio con sus gestos y miradas. Menuda evolución la de Cry Baby...Nos atrapa con su encarnación perfecta de lo maligno, con la bruma de un corazón herido, con su espíritu de venganza en forma de navajazos letales.

Junto a Depp, grandes secundarios, entre los que destaca la rarita Helena Bonham-Carter (fetiche de Burton, para que todo quede en casa), que aporta palidez y malévolo arte culinario al asunto. Todos cumplen dignamente con su función satélite de este SWEENEY TODD brutal y ensombrecido, operístico y salvaje, sangriento a chorro limpio. Todos ellos se mueven por el relato con una calculada soltura, con libertad de movimientos propios de la escenografía teatral más depurada, algo que el libreto original marca con precisión y que el director ha sabido trasladar con oficio. Pero, aunque la pirueta genérica de Tim Burton le confirma como el genuino creador de tinieblas que siempre fue, encuentro que su impulso es menos lustroso, que su fuego de artificio no es tan sólido, y que ciertos pasajes musicales -edulcorados para románticos tramos de la acción- son bastante menos estimulantes que el relato macabro y lóbrego que nos resulta tan adictivo. La marca de autor que empaña toda su filmografía sigue latente, pero el musical de Sondheim asfixia con su implacable seriedad las vías para que respire un Burton más espontáneo, el de siempre. SWEENEY TODD encorseta con su estructura tan rígida, con su ritmo irregular, con su sempiterna oscuridad y su sangría a granel el espíritu de cuentacuentos fabuloso del director.

Aún así, sigue siendo un niño excéntrico y soñador, el soñador que siempre ha sido. Continúa deleitándonos con su barroquismo y un diseño de producción fastuoso, con una puesta en escena pletórica, apoteósica, irrenunciable. Pero esta vez la imaginación de este niño grande no ha logrado hacerme soñar.

20/2/08

NO ES PAÍS PARA VIEJOS: violencia depurada

Tuve durante la proyección de esta último título de los Coen una sensación incómoda. La misma que me asaltó viendo otra pequeña maravilla, BIG FISH, y parecida a la experimentada con las imágenes de LA MALA EDUCACIÓN, exquisita pieza de autor. En los dos últimos casos el tiempo puso las cosas en su lugar, logrando, tras un segundo asalto, que mi opinión sobre ellas reivindicara sus más que evidentes logros y anulara los iniciales reparos. Y pasé de observar sus propuestas desde fuera, sin implicación alguna, impermeable a sus muchos aciertos, a considerarlas fuente de placer para el espectador sorprendido y fascinado que siempre quiero ser.

Con NO ES PAÍS PARA VIEJOS sabía, desde el primer instante, que estaba asistiendo a una película excelente. La suma de elementos artísticamente ensamblados creando un todo perfecto como un engranaje se lograba con esta historia de corrupción y violencia. Todo en ella es brillante. Sin embargo, no logré, en ningún momento, dejarme arrastrar por el relato, no pude sentir la fascinación que el cine -el bueno, por supuesto...¿o es que hay otro?- suele producirme. No me enamoré de una historia potente, no me sedujeron sus personajes oscuros, no me involucré con su trama inquietante -aunque un tanto confusa-, con su ambientación seca y crepuscular, no pude dejar de percibir que toda esa brillantez quedaba lastrada por una frialdad excesiva -a lo que contribuye la ausencia total de banda sonora- y un final falto de clímax. Con su trama fronteriza y fantasmal, estéticamente emparentada con el western -al estilo de la obra maestra de John Sayles LONE STAR- la cinta destila un laconismo presumiblemente presente en la novela original de Cormac McCarthy. Al fin y al cabo, los avispados hermanos Coen han cumplido su misión: demostrar con esta adaptación un nivel de creatividad intachable, ratificando así su rincón entre los grandes.

Aún reconociendo su perfección formal, ese dominio técnico, la pericia al trasladar en imágenes una novela que se me antoja compleja por su densidad simbólica, una lograda ambientación y la soberbia dirección de actores, me faltó algo crucial, básico, esencial, para creerme que estaba viendo una cinta de los Coen: el humor negro, marca indeleble de la casa. Apenas lo encontré por los resquicios de esa Arizona brutal y desquiciada; no pude captar la sorna y la gamberrada que brillaba en SANGRE FÁCIL, o en BARTON FINK, o en FARGO, o en EL GRAN LEBOWSKI, o en EL GRAN SALTO, o en EL HOMBRE QUE NUNCA ESTUVO ALLÍ. Los hermanos Coen ofrecen su maestría absoluta e indiscutible al servicio de un viaje a los infiernos de la condición humana. Algo que ya dominan. Lo mismo que han hecho antes. Muchas veces. Pero esta vez sin humor. Con genio, pero más serios. Secos, inquietantes, tenebrosos. Pero sin sarcasmo. Como la historia que narran. Han sabido verter todo su bagaje en la adaptación de un texto ajeno en el que sus habituales perlas de cinismo no aparecen. Es una película muy bien realizada, pero no engancha. Con ella, los Coen han dejado las travesuras, han abandonado su permanente juego de reinvención de géneros para abrazar la gloria: ya son adultos. En NO ES PAÍS PARA VIEJOS se filtran ciertos detalles autorreferenciales a su cine moderno, es evidente que saben aprovechar el material novelístico para amoldarlo a su plasticidad como creadores. Son muy listos, y el vigor de una Norteamérica más profunda que nunca es exprimido desde el guión y la dirección artística. Pero no me parece la obra redonda que pretende ser. Y la crítica está babeando con ellos. Más que nunca.

Pese a todo, supe siempre que me encontraba ante una joya pulida y refinada, ante una de las más perfectas criaturas de los directores -su cumbre, en mi opinión, sigue siendo FARGO- y ante lo más destacado de un año pobre en la calidad de los estrenos. Reconozco que esa desnudez formal es la más apropiada vestidura para el cuerpo narrativo. Este trayecto de sangre y agresividad, de polvo desértico y pólvora, de huídas y persecuciones, de diatribas existenciales en mitad de la nada, de venganzas sin redención nos golpea a bocajarro, se hace vibrante, peligroso, demoníaco, nos azota con su bestialidad...eso sí, depurada, perfectamente calculada y, al final, deshumanizada. Pude ver todos sus actos violentos como nunca antes en el cine de estos autores. Pero detrás de ellos no he visto pasión.

Tendré que darle una segunda oportunidad a esta última muestra de buen cine. Volveré a sentir el sudor de Josh Brolin huyendo en esa espiral de violencia y horror que se desata; supongo que volveré a percibir el signo de lo diabólico bajo el el rostro impasible de un Bardem ahogado en premios; con toda seguridad volveré a quedarme atónito ante el derroche de talento del maestro Tommy Lee Jones -su último plano con una lúcida reflexión vital en voz alta es lo mejor de la película-; espero encontrarme de nuevo con ese círculo de sordidez asfixiante, con ese trágico itinerario de asesinatos en mitad del desierto americano, con ese árido y perturbador aroma a muerte que te deja sin aliento. Supongo que volveré a encontrarme con buen cine. El de unos hermanos Coen esplendorosos. Ellos se lo merecen.

19/2/08

INTO THE WILD: el salvaje peregrino

Confirma el díscolo y rebelde vocacional Sean Penn su talento para, si no hallar, al menos indagar su nombre propio dentro de la nómina de autores tras la cámara, su sello intransferible como creador de sueños en movimiento, de retazos de vida y muerte encarnados en personajes muy matizados -al menos en la escritura del guión- y en un uso libre, astuto, poético de los elementos que conforman la puesta en escena de esas ideas.

Y lo hace mediante este sentido y profundo homenaje a la libertad innata del ser humano para encontrarse a sí mismo, para afirmarse como entidad física y proyectar su más arraigada dimensión espiritual hacia la naturaleza que lo rodea, hacia el medio salvaje en el que desarrollarse y del que se ha visto privado en aras de una vida falsa, hipócrita, postiza, estéril, materialista y, en definitiva, carente de sentido y plenitud.

La visión de esta espeluznante, extraña y magnética INTO THE WILD apela a la zona más noble de nuestra sensibilidad y eleva la mera y rutinaria experiencia como espectador a la esfera de la emoción más pura, al territorio donde descubrimos nuestra propia integridad individual, al paisaje anímico en el que tomamos conciencia de lo que somos y en el que nos liberamos. Es una propuesta más lírica y sugerente que narrativa, no importa tanto la progresión dramática como el efecto cautivador y reflexivo que nos produce. Penn ha querido -y logra- que cada espectador construya su apasionado viaje interior, superando así el tono elegíaco de sus anteriores obras.

INTO THE WILD nos seduce con su hipnótico recorrido humano, nos sumerge en la inmensidad del espacio natural que vemos, nos conduce con su música, con su sonoridad, con sus caminos, con sus personajes, con sus amaneceres, con el agua limpia, con la blancura de sus cumbres y la frialdad de sus estaciones, con el viento que corta rostros y vegetaciones, con todo lo que reafirma y anula a la vez el concepto que de nuestra existencia teníamos en principio.

Es una de las experiencias más arrebatadoras, subyugantes y emotivas que he podido vivir en un cine. Por todo lo que la historia plantea, por ese preciso empleo del montaje, por esa imperfecta pero perfecta planificación a base de encuadres cortos, por esa sorprendente facilidad para destilar quietud y dinamizar el ritmo, por esa sabia fórmula para extraer pasión de las miradas, para pintar con el rostro de los actores la tristeza, el desamparo, el miedo y el gozo más absolutos...Y son excelentes actores los que traducen todo esta riqueza emocional, tanto el protagonista, un soberbio y prometedor Emile Hirsch -tierno, ingenuo, apasionado y aterrorizado-, como el anciano Hal Holbrook, a quien sólo le hacen falta 5 minutos para removernos por las arrugas de su voz y la elocuencia de sus gestos.

Sean Penn sigue investigando su pequeño hueco en el cielo de los creadores genuinos, y lo hace con una poderosa parábola sobre la pequeñez de nuestra vida frente al entorno, sobre el poder que escondemos para cambiar nuestro destino, para hacer temblar los pilares sobre los que se organizaban nuestros días. La historia del joven graduado de familia adinerada pero absolutamente disfuncional que abandona los oropeles de su vida de éxito para viajar al corazón de Alaska y reformular los códigos de su existencia es nuestra historia, la de cualquiera de nosotros, la de todos nosotros. Con ella recorremos todas y cada una de las emociones que nos alimentan. Hace falta mucha dosis de inteligencia e intuición para lograrlo.

Lo mejor que puede pasar es llevarte la película puesta en tu cabeza y no poder quitártela durante un tiempo. Tengo la sensación de que esta pequeña joya, modesta y ambiciosa, íntima y espectacular, vivificante y dolorosa, pertenece a esa especie.

THERE WILL BE BLOOD: érase una vez en América

Con la garantía de dos obras maestras -y una inteligente marcianada- en el currículum del
director y la presencia de uno de los tres mejores actores del
cine moderno, era complicado que la decepción empañara la
valoración de esta joya, sin duda una de las más brillantes de la
década. Es más, el brutal, intenso y alegórico retrato del
magnate petrolero que vertebra el film amplificó las
expectativas, barrió últimas sombras de duda y redefinió mi
criterio sobre la clase de historias y ambientes que aquí se
desarrollan.

Cambio drástico de temática y localización espacio-temporal para el niño terrible de la industria, el portentoso, excéntrico, caprichoso y genéticamente genial Paul Thomas Anderson, quien vuelve a tocar el cielo con su quinta obra. El autor de una maravilla vanguardista y desaforada como MAGNOLIA -una de mis cinco películas de los 90- vuelve a demostrar que su mirada excesiva, trágica, de adscripción épica, a un ser humano y a un entorno que lo define sólo es posible con el rigor, la tensión , el perfeccionismo y la madurez del artista californiano.

Hay sangre, mucha sangre, en THERE WILL BE BLOOD (me niego a repetir el infame título de
telenovela texana con el que se ha distribuído). Pero la sangre que destila la película es negra. El
color del líquido que origina disputas e hiperbola las pasiones, que dibuja manchas de odio y orgullo en la árida meseta americana, que ubica a empresarios y propietarios en el vasto rincón más siniestro del planeta. Se trata de una película de época, una muy decisiva para el florecer económico de la nación, la de los pioneros, y como tal arranca y nos conduce al estilo de las grandes epopeyas líricas del cine yanqui. Hay mucho de cine clásico en esta obra maestra. Pero toda esta herencia temática, ideológica y narrativa late bajo un sello postmoderno, el esqueleto narrativo y estilístico de Anderson bebe de fuentes sólidas a las que se les da un acabado autorial nuevo, vibrante, de latente potencia visual en cada fotograma. Vemos retazos de cine mil veces visto en televisión, pero en esta THERE WILL BE BLOOD se abraza el signo de lo coetáneo; son deseos y arrebatos humanos de siempre vestidos con la fuerza de nuestro tiempo. Parece que Anderson quiere dejar de ser un raro superdotado y encauzar su visionario potencial por sendas más ortodoxas. Por mí perfecto.

Pese a un final que diluye la furiosa solidez argumental en aras de un cierto exceso e histrionismo, THERE WILL BE BLOOD se sitúa en la vanguardia del cine de autor por sus arriesgadas decisiones narrativas –un ejemplo, su desarmante primer cuarto de hora-; por un empaque formal que trasluce la tensión de la historia con una planificación intachable –travellings que siguen a los personajes con nervio o planos generales majestosos que resaltan la aridez del paisaje-, perfilando con sus ángulos la oscuridad de esos seres humanos enfermos de mezquindad; por el expresivo uso fotográfico del gran angular y los tonos oscuros; por esa banda sonora tan audaz como desconcertante; y por la inteligente y matizada postura que el director adopta frente a los personajes -nunca maniquea ni enjuiciadora-, quienes se mueven con el solo peso de su bajeza innata -los débiles de fé ciega y de codicia sin límites nunca son objeto de burla, más bien de cierta piedad-. Una vez más: nada nuevo bajo el sol, pero visto como nunca antes.

Tuve la íntima sensación al ver la película de que no hay otro actor vivo capaz de encarnar, con toda la grandeza requerida, al complejo magnate Plainview. La bestial presencia de Daniel Day-Lewis enriquece las aristas de un personaje incómodo, dota de rabiosa humanidad a un monstruo falto de escrúpulos y enaltece las miserias del arribismo en persona. Cada cambio de gesto en esos primeros planos tan gratos es fruto de una meditada introspección del actor, pero cumple su función: sumergirnos de lleno en los abismos más sucios de una personalidad demoledora. La mirada turbia, las sonrisas, los andares, la voz cavernosa y casi teatral…todo en la creación de Day-Lewis otorga ese rasgo de enormidad que baña la historia. Sólo con su potente físico y su entregada –puntualmente barroca- creación se concibe este desasosegante relato del auge y la caída de un magnate petrolero. Él es, en una interpretación calculada y pletórica, fría y grandilocuente, virtuosa y descarnada, la integral personificación del mal. Él y no otro actor es quien puede implicarnos en este firme y torrencial recorrido por los senderos de la avaricia, los férreos lazos familiares, la corrupción de un naciente capitalismo y los peligros de la fé. Algo en sus ojos anuncia continuamente la violenta explosión bajo la calma. Y los premios le están lloviendo al actor. Con razón.