2/3/08

LA SOLEDAD: a golpes de autenticidad

No se imaginaba Jaime Rosales que su excelente segunda película le iba a reportar tantas satisfacciones. No creo que albergara la esperanza de alzarse con el premio gordo en la lotería goyesca de este año, por encima de orfanatos tenebrosos o rosas republicanas, más amadas por la taquilla. LA SOLEDAD ratifica su eminente posición como adalid de un cine patrio más experimental, vocacionalmente radical, un cine que intenta descubrir nuevas sendas, rechazar los más trillados esquemas narrativos y estilísticos, configurar a base de talento y valentía el terreno para cultivar un cine nuevo. Furiosamente nuevo. Es el segundo ejemplo de su personal lucha contra los patrones convencionales para contar historias. El director catalán ya despuntó con la sobria LAS HORAS DEL DÍA, ganándose al sector crítico más exigente con su críptico relato sobre la rutinaria normalidad de un asesino de barrio, tan común como cualquiera. Y ahora vuelve a transitar esos mismos cauces con esta arriesgada pieza coral que aborda una amplitud temática bien dosificada, concebida con enorme destreza y amoldada a unas líneas formales insólitas pero eficaces.

Es difícil resumir la trama desarrollada por Rosales, ya que aborda su anécdota argumental trascendiéndola, llevándola más allá de la clásica exposición narrativa para decirnos otras cosas. Para ello, los personajes y sus acciones en LA SOLEDAD están trazados desde la obvia cercanía con el espectador, nos son próximos, tangibles, de carne y hueso. Asimilamos su experiencia como nuestra, está tan lograda la naturalidad -fruto de un calculado y riguroso trabajo previo-, es tan vigoroso ese hiperrealismo que la pantalla pasa de ficcionar la vida a hacerse vida misma. Y, a partir de estos cimientos, es cuando los personajes y sus acciones nos hablan, con su humanidad desnuda y reconocible el director va elaborando el tejido del discurso, su carga de significado. Creo que de la aparente sencillez del conjunto se desprende una complejidad inusual en el mainstream de nuestro cine, la general pátina de frescura de la película envuelve un ambicioso armazón crítico, finalmente la seca elocuencia de las formas apunta a un fondo sólido, honesto, puro.

Rosales evita, en el dibujo de estas soledades varias, caer en el estereotipo frío, alejado de la realidad. La película deja hacer a sus actores y nos golpea con su extrema verdad en cada uno de los capítulos que la segmentan. Los protagonistas no tienen comportamientos canónicos y pautados, sino que se mueven, dialogan y callan con el solo resorte del instinto, reaccionan ante los envites de la vida de forma imprevisible, auténtica, veraz. La joven separada que emigra a la capital con su hijo y acaba viendo mutilada su precaria estabilidad o la entregada madre que capea con estoicismo los problemas de sus tres hijas son tan identificables como carnales, nos adherimos desde el comienzo a su dolor, participamos con actitud cómplice y piadosa de su destino -que podría ser el nuestro-. Su lucha para afrontar los problemas, su dignidad al superarse con la desdicha nos empapa, nos alienta y nos sirve de espejo en el que mirarnos.

La puesta en escena para este guión de hierro hereda la funcionalidad y el distanciamiento de gran parte del cine vanguardista europeo tan admirado por Jaime Rosales. Con un austero y bergmaniano valor teatral de las secuencias, abundan en LA SOLEDAD los planos fijos con cámara estática, ante los que evolucionan las sufridoras figuras como en un cuadro animado. Una planificación sencilla, contemplativa, analítica, que le confiere un peculiar ritmo, tan irritante para los amantes del cine palomitero, tan adictivo para los que amamos un cine visceral que transpira verdad. Además, el repetido uso de la polivisión -original recurso que fragmenta la pantalla para mostrar dos acciones simultáneas o dos perspectivas de una misma acción- enriquece nuestra experiencia como observadores, nos ayuda a entender el aspecto polifacético de las cosas, la complejidad de la vida misma. Con esta creativa solución expresa el director el oscuro pozo de incomunicación y aislamiento al que estos unos humanos -en el campo y en la ciudad, en las relaciones de pareja y en el núcleo familiar- caen sin pretenderlo. Y lo más importante: nos permite ser voyeurs de estos pedazos de existencia, nos metemos con sigilo y discreción en la cotidianeidad de los personajes, LA SOLEDAD -con su innovadora técnica- nos permite fomentar nuestra humanísima curiosidad.

Junto a ello, me sorprendió el uso inteligente del sonido directo -con distintos planos de intensidad en función de la lejanía de los actores-; el sabio trabajo con el fuera de campo -articulando así las secuencias de mayor carga dramática-; la expresividad de unos diálogos certeros, agudos, de una hondura disfrazada de ligereza; el poder aún más expresivo de los silencios -más contundentes que las palabras-; la ausencia absoluta de partitura musical que acompañe las imágenes y relaje el casi insoportable peso de tristeza que tiñe la historia; la profesionalidad y generosidad de los actores, auténticos creadores de estos retazos de vida, cuyos rostros y gestos otorgan una firmeza emocional deslumbrante -me enternece sobre todo la grandiosa Petra Martínez en todas sus escenas-.

Son todos éstos ingredientes que alimentan una obra de autor ajena a las exigentes reglas del mercado, una manera de hacer cine en las antípodas de la ortodoxia. Con ellos, LA SOLEDAD se crece como película, se convierte -dentro de la victimista industria española- en una enorme obra de arte a contracorriente. La más genuina, sincera, rotunda y brillante obra artística parida a base de audacia, gran dosis de compromiso y una enorme libertad.

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