11/3/08

COMETAS EN EL CIELO: conciencia en almíbar

No hay nada más molesto que ver una película con la sensación continua de que intentan venderte sus virtudes sin que la natural implicación emocional se produzca. Si por algo quiero seguir soñando en una sala es por la poderosa capacidad de ciertas historias para identificarme y obligarme a sucumbir ante sus honestos planteamientos. Todo lo demás me parece impostura y no consigue traspasarme.

El éxito arrollador del original literario auguraba otro tanto a nivel cinematográfico. COMETAS EN EL CIELO, basada en la novela de Khaled Hosseini, médico de origen afgano afincado en Estados Unidos, contiene toda una receta prefabricada para satisfacer con amplitud a espectadores hambrientos de emociones. Porque, en cuestión de emociones, se recorren todas. La historia narra un épico trayecto por las complejas facetas de la amistad, el sentido del honor, la carga de la culpa, la redención personal y la ubicación política y cultural con el marco de una Afganistán caótica y moribunda. La relación de dos niños en Kabul a finales de los años 60 y principios de los 70 empaqueta su arcoiris sentimental, lo envuelve en celofán y le pone un lazo bien vistoso.

No es que Marc Forster sea Spielberg, cierto, pero parece ser su discípulo más aplicado. De hecho, los créditos del film amenazan con el rótulo mayestático de Dreamworks, algo que nos avisa. A partir de ahí, nada defrauda, porque todo se amolda al sello de la factoría de los sueños. El guión plantea su macedonia temática en un discurso tibio donde nada cautiva, precisamente por otorgar el mismo énfasis a todas las secuencias del relato. En un tono monocorde de bondadosas intenciones, el director encadena las dramáticas vivencias -muy sintetizadas respecto a la novela- con soltura y elegancia, demostrando gran pericia narrativa. El cuento nos lo cuenta muy bien. Es el último ejemplo de cine fácil, testimonio de una cultura de cine yanqui bien mamada y asimilada. Tanto que su nuevo botón de muestra entra sin vaselina.

El regalo que nos hacen oculta un intensísimo y preciosista viaje al pasado, contando en flashback la amistad purísima y cristalina entre un niño de familia adinerada y su sirviente en la capital afgana. Aficionados a los concursos de cometas, su inmaculado y férreo lazo de amistad se quebrará cuando la cobardía de Amir -niño rico- permita que humillen y maltraten a Hassan -niño pobre-. La entrada de tropas soviéticas separará sus destinos hasta que, años más tarde, el niño rico -escritor afamado en yanquilandia- regrese a su mutilado -y bajo el signo talibán- país para expiar una culpa que aún le atormenta.

El punto de partida es prometedor, ya que tal empacho de sucesos se ajusta a un clasicismo de buena digestión, pero acaba acusando la falta de un alcance crítico que supongo estará en la novela. La trama argumental condensa acciones, espacios y tiempos con oficio de artesano, con un frío virtuosismo que evita pringarse en el fango y hace rutinario y mecánico lo que pretende ser descarnado y atroz. El director de origen suizo abrillanta tanto el producto, da tanto lustre a los sentimientos que, al final, nos perdemos en una escenografía emocional vacía, aséptica, de tarjeta postal. Y es evidente que este descenso a los siniestros rincones de la memoria pide a gritos brochazos de frescura, espontaneidad, de sordidez y angustia, de dolor y miedo, uno que atraviese la pantalla y nos devore. Eso se da cuando se hacen las cosas desde las tripas. No es así en COMETAS EN EL CIELO.

Viendo la película, tuve la sensación de un cierto desencanto. Con un relato tan potente, con unos paisajes físicos y espirituales tan fascinantes, el equipo artístico de Forster ha banalizado lo que prometía ser espinoso y edificante. Los personajes no escapan a un esquematismo grueso, y, salvo el ecuánime padre de Amir -encarnación de un islamismo progresista y moderado-, carecen de profundidad y carisma. Ni siquiera el atribulado protagonista logra filtrar su tormento interior por un rostro sin fuerza expresiva, lo que acentúa la insipidez global. Me quedo con la poderosa y elocuente presencia de Hassan, interpretado con auténtico vitalismo por el niño Ahmad Khan Mahmoodzada. Sólo él logra dotar de aliento y verdad a unas figuras llenas de clichés, epidérmicas, comparsas en un espectáculo que quiere arrebatar con toques de fábula colorista y sólo logra entretener en sus dos esmeradas horas.

El problema de esta bendita hija de la maquinaria de Hollywood es que consigue disfrazar con un argumento serio y pretencioso su arquetípica mercancía para ganarse al respetable menos respetable. Perfila así una aleccionadora y algo maniquea narración que intenta, en todo momento, decirnos lo profundo de su mensaje, hacer notar su solidario espíritu, su visión concienciada -pero superficial- de un tiempo histórico y un lugar perdido en abismos de horror e indignidad. Por eso, me parecen estomagantes su manipulación sentimental -la más perniciosa-; su débil discurso político; su torpe derivación hacia los tópicos telefílmicos más predecibles; su tosco moralismo en diálogos a veces forzados; y, sobre todo, la grave autocensura de lo más tenebroso y apasionante de la historia -sobre todo la escena clave entre los niños- para garantizar su distribución. Una historia asfixiada de luz y necesitada de toda una gama de sombras que enriquezcan las reacciones de los personajes y, de paso, la nuestra. Estas cometas vuelan alto y con brío, pero lo hacen sobre escenarios planos, artificiosos, de una fealdad maquillada, saturados de desgracias, seguros de que van a impactarnos con toda su humanidad sufridora. Pero a mí no me convenció esta autocomplacencia tan azucarada. Y, al final, me faltó lo que se quiere inyectar desde el principio: calor humano.

¿Qué hubiera hecho con tan sustancioso material un director ajeno a la industria? ¿Podría ahondar en una relación marcada por la deshonra? ¿Daría volumen psicológico y ético a un cuento con tantos flecos? ¿Podría transformar este plato astutamente precocinado en un canto a la vida lleno de lirismo y autenticidad? Seguro que sí.

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