20/3/08

LOS FALSIFICADORES: el precio de la supervivencia

Darle una vuelta de tuerca a los pisoteados campos de concentración en la Alemania de los horrores ya vale un esfuerzo. Si, además, se hace desde la integridad y un uso del cine honesto, diáfano, sin rincones traicioneros, entonces el aplauso es obligado. Más allá de salvaciones masivas a lo Schindler, creativos intentos de fuga o penalidades en el guetto, una fuente de inspiración tan fértil daba para más. Estamos cansados de acompañar a hombres dóciles que ponen la otra mejilla ante verdugos uniformados y algo simiescos. Toca ahora un aspecto igualmente dramático aunque no tan efectista.

Los casposos académicos han premiado en este 2008 con su hombrecillo dorado -cada vez más perdido entre tanta estupidez- a un sincero viaje por la brecha de mezquindad que abrió el nazismo en la bendita Europa. Dudo de que hayan visto la película, pero alabo su intuición al condecorar la sencillez de Stefan Ruzowitzky y su pequeña historia de supervivientes. LOS FALSIFICADORES nos remite al universo vergonzoso que tantas veces hemos olido en una pantalla, pero se centra en la peripecia de un prisionero muy peculiar. Sorowitsch, que burla al sistema alemán falsificando todo lo que cae en sus manos, acabará colaborando con el gobierno del Führer mediante la emisión masiva de moneda falsa en el barracón donde lo destinan. Objetivo: hundir la economía aliada y reflotar la divisa nacional.

Me sorprendió mucho el tema elegido para hablarnos de asuntos de fondo que pueblan nuestra memoria cinéfila. El apoyo del protagonista -de origen soviético- al régimen cristaliza en un relato de héroes anónimos dispuestos a sujetar el clavo ardiendo que se les tiende para no morir. Son los elegidos, su demostrada pericia les ha otorgado ese sospechoso trato de favor. El lacónico y reservado Sorowitsch lidera al grupo con inquebrantable fé en sus principios y un inexplicable carisma. Con esta base, asistimos a una elaborada trama que moja su templado canto a la vida con gotas de un suspense básico pero muy entretenido. La herencia genérica de LOS FALSIFICADORES la convierte en una propuesta humanista que deja poso, un cuento bien contado, sin ambiciones ni esplendores, donde la anécdota oculta un sombrío y edificante homenaje a las víctimas de una histórica aberración.

Y me gustó que el director no crucificara a sus personajes para arrancarnos los escalofríos. La narración, sin ser brillante, es bastante sólida y equilibrada, nunca se regodea en el tormento de estos hombres. Se viste con la tensión justa para identificarnos con su vivencia, sin melodramas, sin pregonar angustias y miedos, con admirable contención. Demasiada a veces, tanta que cuesta empatizar con el protagonista o con momentos más emotivos del relato. Aún así, nos implicamos con esa rutina que permite alargar la guerra y, de paso, su vida. Con los brotes de odio entre ellos, con sus íntimas ilusiones o el desgarro de perder a un familiar. Es una obra que no evita la dureza, pero sí la carnaza. Tampoco evita posicionarse junto a sus hombres, los dibuja como un bloque firme, unidos por una misma lucha. Sin embargo, surge en el relato el usual personaje cuyo idealismo pone en peligro la estabilidad del grupo, las convicciones políticas de este "rojo" convencido arriesgarán la misión -y a la postre evitará la victoria nazi-. Su desmarcación del grupo produce el necesario elemento narrativo que hace virar el guión a cauces de una ideología elemental pero muy valiosa en estos tiempos difusos.

LOS FALSIFICADORES es directa, materializa un guión eficaz desde la inmediatez. Ruzowitzky va rápido al grano, sin escarbar en la paja. No hay adornos ni caretas, lo que vemos y oímos cumple su función de brindarnos los hechos desnudos y atroces. Sin embargo, no profundiza en los personajes, y Sorowitsch es apenas definido con unos detalles, aunque ¿hace falta más? Puede no ser deslumbrante, pero la cinta conoce sus limitaciones y no se avergüenza. Al menos logra que unos personajes tan estereotipados y dados al simplismo estén llenos de vida y nos contagien su hambre de dignidad.

Y lo consigue con una austeridad insólita, con el estilo frío e hiperrealista de un documento vivo, clavando la cámara en medio del dolor, absorbiendo el aroma del barracón, pegándose a los actores para que su aliento nos empape. El director austríaco exprime lo más vendible de las pasiones y se queda con el germen, con un esqueleto emocional comedido pero valiente. Un ejemplo clave de cine respetable, de una raza poco frecuente hoy en día. ¿Habría hecho falta meter más leña, inflar las miserias, definir más el sufrimiento? Creo que cada espectador debe encontrar su respuesta.

Pongo en duda que mr. Oscar de Hollywood case siempre con calidad y sanas intenciones. Pero con esta película se ha premiado el rigor ante el pasado, la honradez frente a la apetitosa manipulación, la puesta en escena sobria y precisa, el sentido del ritmo, la funcionalidad de una historia épica de buenos y malos -algo predecible- que nunca moraliza, el impulso ético que mueve toda la película y la engrandece por encima de su parquedad. Por todo eso recomiendo recorrer estos recintos de calvario y brutalidad, sin duda lo más estimulante de una cartelera mustia. Garantizo que se encuentra aquí un noble intento por dar entidad a lo epidérmico, por afilar un poco más -no demasiado- el perfil ingrato que la realidad nos ha ofrecido, por hacer con los desgraciados monigotes del destino un meritorio discurso sobre la solidaridad y la esperanza.

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