22/1/09

CUSCÚS: receta desabrida y sin garra

Cada vez sorprende más el abismo entre la lluvia de galardones de algunos títulos y los cuestionables méritos por los que se otorgan. Sobre terreno tan desigual como es el de los festivales pueden brotar cardos de autor o piezas de metralla emocional. Puede darse lo grotesco y lo portentoso, aunque el palmarés no haga justicia objetiva, irrefutable, sin apelaciones, a las obras descartadas. Si se arañan un poco las imágenes mustias de esta cetrina CUSCÚS se verá que hay poca carne cinematográfica, pero sí la grasa que atiborra de prestigio, el regusto a cine parco en medios pero en teoría impregnado de honesta mirada a la realidad.

El problema no es que la élite festivalera -ramal veneciano, en este caso- y académica -veredicto francés- se arrodille ante la película, grandes desatinos se han visto. Lo realmente alarmante es la falta de interés que despierta este muestrario de miserias en sí mismo, sin el brillo de medallas, achacable a un fallido ejercicio de cine como escrutador de vida. El tunecino Abdellatif Kechiche se adhiere a la nómina de directores surcados por el no siempre loable instinto de testimoniar realidades grisáceas, donde pululan las grisáceas marionetas del infortunio, la base humana que cimenta un capitalismo ansioso por despellejarlos. Será cosa de la empatía hacia quienes, aún jodidos, siguen en la brecha, mordisqueando su trozo en el pastel de un sistema voraz.
No admite reproche el intento de reflejar los aledaños de la prosperidad, el rostro sombrío de un Occidente aún embarrado entre el progreso y los desaires raciales. Sin embargo ese alfombrado quirúrgico de la integración del inmigrante en Francia desvela propósitos mejor solventados muchas veces antes. En el relato polifónico de currantes portuarios y sus trapos de suciedad familiar todo queda invadido por un reguero feísta sin que el básamo irónico -ni hablar del remanso de lirismo- asome bajo el impulso documental. Cabría recordarle al director que no basta aferrarse al naturalismo visual para crear arterias de cine realista. Se antoja el resultado un apático registro de cotidianeidad, un andamio de secuencias innecesariamente alargadas cuyo objetivo parece ser meternos de hocicos en ambiente, pincelar personajes que nunca emocionan, sembrar de exotismo localista un paisaje humano incapaz de erigirse en estudio sociológico de esta era de fusión y desarraigo.

Más desidia que frescura, y kilos de laxitud narrativa desinflan las buenas intenciones, torpemente encauzadas a condenar el (des)orden de cosas en la Europa actual. Cuando creíamos que iba a prender la llama kenloach, empiezan a ventilarse otros asuntos menos nobles, cornamentas en salazón marinero y choques generacionales. No ayuda que el protagonista, rostro lúgubre y porte menudo, apenas tenga carisma para hacer orbitar el drama coral sobre sus hombros. Son casi tres horas (puro delirio) a la búsqueda de la prosperidad hecha barco-restaurante, el empeño con que salir del naufragio. Pero ni los guiños gastronómicos ni el condimento folletinesco ni la rolliza danza del vientre impiden que el negocio -tan diseñado para aflorar sensibilidades- termine encallando, barrido por el tedio.

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