14/1/09

EL TRUCO DEL MANCO: sueños de extrarradio

Bien acolchados en pasados réditos, los nuevos polluelos del pequeño corral patrio siguen apostando por contarnos lo jodida que se presenta esta vida para los de siempre, haciendo del cine el baboseado stand de miserias barriobajeras y oportunidades de reflotar una existencia gris oscura casi negra. El colmo de la satisfacción para quienes atacan la producción nacional por norma verán que EL TRUCO DEL MANCO no rebasa el bosquejo de la mediocridad arado por títulos de envergadura, auténticos manjares para conciencias delicadas y ávidas de golpes intestinales que le recuerden que siempre hay alguien peor parado que uno, repantingado en la butaca contemplando la función.

En esa línea se presenta una historia aquejada de los males que espantan y de las bondades que atrapan en semejante proporción. Cuenta con el nervio del debutante, Santiago Zannou, en quien no se descubre riesgo por encima del ejercicio de honradez con que atrapar las piezas de realidad hasta montarse su propia visión del infortunio. Cierto que aburre ya ese estreñimiento temático, en paralelo a una naturalidad de estilo heredera de las nuevas olas europeas de los 60. Es alarmante la casi total extirpación del instinto, la originalidad, el ánimo reinventivo del que el último cine parido más acá de Andorra viene haciendo gala. Cuesta mantenerse al margen de un debate al parecer incrustado en los pellejos de una industria renqueante, con la columna de los haberes artísticos en números rojos, sólo reflotada cuando los ilustres nombres -pocos- se dignan aportar su ración de talento.

Fuera de controversias, tampoco es cuestión de condenar un botón en el muestrario de vidas anónimas diseminadas en películas de calado humano innegable. La de estos dos parias en los arrabales del mundo, intentando hacer pie en el barrizal cotidiano, las arterias reventonas de hip hop y castillos en el aire, se hace carne en un texto salpicado de ironía, siempre la válvula para aliviar escozores. Las bocanadas de frescura rocían el dibujo exacto de la desesperanza, aunque impiden contener el chorro de mal fario -eso que llaman fatum- que atenaza a los protagonistas, la espina dorsal de otro cuento sobre sueños resquebrajados bastante previsible. Y es que parece no importarle al director la creación de tensiones ajenas a la radiografía social y la estampa de amistad. Los caminos explorados se adivinan, no hay sorpresas ni estridencias, como tampoco las había en los cuadros perpetrados por León de Aranoa, Bollaín, Zambrano y demás sembradores del género. Nada mejor para arañar nobles desdichas que el uso preciso del argot suburbial, al mismo nivel que un cascarón estético de clara vocación naturalista, en franca huida del artificio, de toda la parafernalia con la que otro cine suele otorgarnos refugio efímero.

Es esa la sensación que empaña la mirada hacia un relato sencillo, bien urdido, hasta simpático. Hemos visitado muchas veces los aledaños del destino, la otra cara de la sociedad capitalista, el chute de oxígeno de los que se ahogan en la mierda. Un reputado cineasta británico se ha erigido en experto analista de los desfavorecidos, y es su estela la que Zannou recoge, descargada de soflama política. Está claro que el peso de la mala suerte gravita como losa sobre el manco del título. Olemos la chamusquina de su lucha, el inútil arsenal de trapicheos y verborrea. Aún así, una desarmante falta de pretensiones hincha de verdad cada tramo de la fábula y la hace reconocible, palpable, digerible: puede ocurrir en cualquiera de los barrios de cualquier gran ciudad. Es el amargo sabor de la pobreza, que al final, a fuerza de emoción hecha fórmula, pasa por la garganta sin dejar mucha huella.

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