
Dejemos a un lado sonrojantes intentos por escarbar en terrenos tan cenagosos y retengamos las aproximaciones más
o menos dignas o sutiles o respetables a un espectro temático que habita a sus anchas en nuestra memoria. LA NOCHE ES NUESTRA (James Gray, 2007) y DUEÑOS DE LA CALLE (David Ayer, 2008) servían no hace mucho la siempre golosa madeja de impulsos de tan humano calado que acababan siendo el motor del descalabro de todo un código de valores, de efectos aún más sangrantes por brotar en el seno del cuerpo policial. Ahí es donde esta nueva pieza de género se adhiere sin complejos, haciendo de la mímesis su mejor garantía, pero también el lastre para que una cierta mirada innovadora se desvele tras la fanfarria orquestada. Si no para alcanzar cimas revisionistas empapadas de eso tan inaprensible como es lo legendario, los artífices de CUESTIÓN DE HONOR -título explícito donde los haya, despliegue sucinto de intenciones- han dispuesto un material clásico en fondo y forma con el único objetivo del entretenimiento sobrio, urdido sobre claves espaciales, narrativas y humanas innegablemente atractivas, pese a contar con pocos resquicios donde dar cabida al entusiasmo.


La óptica que descubre una trama digerida hasta la saciedad, con su bajeza ética, con todos los sucios rincones de una moralidad pervertida a golpes de avaricia y mezquindad, deja escasos repuntes de brillantez por debajo de de su arquitectura visual. Y es que no trasluce este policíaco intenso y adiestrado más que ese leve latido de complejidad, a la postre de escasa enjundia si se trata de hacer retratos turbios de escenarios nocturnos, azulados callejones, siniestras pátinas de cotidianeidad. Un argumento estirado como gominola eficaz hasta que la glucosa de su cámara potente, el regusto sabroso de los dilemas esbozados y el carisma de un plantel actoral ajustado se muestran como férreos pilares de un relato en sí mismo convencional, de ejecución astuta pero igualmente exento de personalidad.
Es habitual en productos incapaces de deslumbrar como apuestas insólitas o desgajadas de los cauces dictados por el mainstream que la factura
técnica acapare atenciones, eclipsando la posible reinvención lingüística, quizás también el lifting en las coordenadas argumentales amasadas con ilustre tino por hermanas mayores. Por ello caería dentro de lo memorable -aunque no llega a caer- el pulso con que Gavin O´Connor arremete contra desórdenes de chapa y pintura, delineando no sin ínfulas autoriales los acordes de una partitura en ningún momento tocada con varitas de genio. Su película no aburre, pero está lejos de arrebatarnos el ánimo, moldearlo mediante el torbellino emocional y obtener, punteada con el portaminas del oficio, una obra grande. Todo huele a mecánica, lección bien asimilada, discurso aprendido. Hace tiempo que los nuevos tiempos trajeron nuevos bríos en los cuentos de la miseria y sus modos de expresión, razón que induce a exigir tirabuzones en ejercicios de semejante ralea. Si no se descubre el virtuosismo literario junto a la contundencia estética, la acrobacia psicológica frente al impacto fotográfico, la densidad bajo el rutinario catálogo de acciones y reacciones, la ilusión 
por recodificar un paisaje emblemático en la historia del cine se quedará en quimera absurda, simple aplicación de barniz a ensamblajes más discretos que fascinantes, hábil receta con que endosar trayectos de siempre y pretender dotarlos de un halo mítico que pocos obtienen.



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