31/12/08

EL INTERCAMBIO: la grandeza de un clásico

El último bastión del clasicismo cinematográfico pretende morir con las botas puestas. Se empeña el maestro octogenario en alentarnos con sus brochazos de humanidad, su pulso de cirujano, su nobleza. Como otro coetáneo, uno oculto tras gafa de pasta y figura menuda, ofrece anualmente una ración de sabiduría tras la cámara -a veces también delante- para que no perdamos el norte, a sabiendas de su casi extinta manera de entender el cine, que no es más que un modo de mirar el mundo al viejo estilo. Podría ser indicio esta fecundidad de algo que te granjea la experiencia, el estar de vuelta y el haber tragado desprecios y arrogancia. La libertad. Valor a la baja en un tiempo éste de transacciones sentimentales y lupanares de cultura, tiempos de estupidez a borbotones y cine de orgasmo rápido. Clint Eastwood permanece incólume a pregoneros del mal arte, resistiendo los mediocres embates de la industria desde su óptica serena y terriblemente lúcida del ser humano.

La golosina de esta temporada -a la espera de su inminente GRAN TORINO- insiste en pellizcarnos la buena conciencia, como hicieran obras ilustres años atrás. Lo hace cambiando coordenadas de tiempo, no las físicas de esa Norteamérica sustentada en pilares de doble moralidad y corruptelas, de falsos ídolos, de miedos y manipulaciones, de fantasmas agazapados. Su nuevo regalo para amantes del buen yantar artístico reaviva la grávida y plomiza sensación de desasosiego que viene inspirando su cartografía del héroe anónimo en lance con el destino. Peligrosamente seducida por los dulzores de un producto de sobremesa llorona, EL INTERCAMBIO se eleva al rango de gran tallaje. Obra de fuste y con la suficiente garra narrativa como para lanzarla al saco de convenciones y tropelías sensibleras tan del gusto de las televisones, tan adictivas para los conformistas como inanes para el cinéfilo de cata.

El rostro frágil, la silueta trémula de una Angelina Jolie menos glamourosa que de costumbre abren paso a un retrato veraz, contundente, sinuoso de los recursos a los que una madre se aferra para recuperar a su hijo desaparecido. Podría, con otro timonel, haber naufragado un esquema propenso al cauce fácil, según promete un rótulo que advierte de que los hechos acaecieron realmente. Pero Eastwood capea la tentación de rotular el drama y prefiere que todo discurra de modo natural, como si lo escabroso, lo sensacionalista del asunto se despojara de malignas connotaciones. Queda el honesto ejercicio de cineasta como transmisor del engranaje siniestro de una sociedad podrida hasta el tuétano, esa ciudad luminosa tras cuyos neones y flashes se ocultaba la silueta de mezquinos, la maquinaria turbia que alimentaba al poder. Es precisamente esa otra intencionalidad crítica la que soporta una anécdota -escalofriante, tremenda- digna de engordar la crónica de sucesos de la época.

Es experto el maestro en perforar la superficie de lo cotidiano para aspirar turbulencias del alma. Lo consigue esquivando la metralla semántica, los oropeles, la fanfarria barata. Cuando adapta textos ajenos, su sentido de la honradez se multiplica en personajes poliédricos que engrandecen sus minúsculas existencias hasta límites épicos, la grandeza del perdedor en su titánico combate para mantener a flote una dignidad masacrada. En EL INTERCAMBIO, la tragedia doméstica deja paso a un soberbio paisaje de la hipocresía y la arrogancia de las fuerzas policiales, empecinadas en mantener lavada su cara frente a la prensa, cubriendo las espaldas ante una opinión pública maleable, timorata. Sutilmente, ajena al énfasis, se desliza una condena a los métodos denigrantes que las instituciones médicas aplicaban para atar en corto al disperso, el control feroz, inclemente, de esas piezas desencajadas de un sistema hundido en fangos de corrupción. El perfecto marco para que otra de sus heroínas, labios carnales y mirada afectuosa, demuestre el hedor de la justicia desde la única trinchera válida para afrontar sus abusos. La integridad de su amor materno.
No faltará quien juzgue de mecánica emocional un modo de rodar que, en su rechazo de la impostura, apenas innova. Habría que rebatir semejante idiotez recordando que los más insignes nombres de la profesión, ésos que habitan párrafos de enciclopedias, también hallaron su identidad desde una fórmula propia para vehicular ideas y experiencias. Un camino personal por el que pisotear la realidad, exprimirla, hacerla arte. Otros, desde la gamberrada, el supuesto vanguardismo, la ortopedia o el postizo, también se llaman creadores. Incluso se les baña en premios y alabanzas. Sinceramente dudo que el autor de esta disección lúcida de un tiempo y un país pueda acomodarse en categorías. Su oficio, al modo de una vieja especie a punto de fenecer, es de los que alumbran los recodos éticos del espectador, lo mísero y lo sublime que todos escondemos en una armonía tal vez insospechada.

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