

Poco o casi nada es lo que descubre el bombazo editorial más suculento desde aquel código renacentista plagado de simbología facilona que el cine también se aprestó a adoptar. Pletórico podrá dormir el británico John Boyne por haber parido criatura tan golosa, a cuya blandengue armadura dramática le ha hincado el diente casi todo hijo de vecino. Sospecho una incuestionable habilidad para tantear el mercado y optar a un hueco de oropeles y bolsillos rebosantes, algo que no discutiré. Lo que sí me incomoda, incluso anima mi estupor, es que se pretenda disfrazar ese pequeño, insustancial fardo narrativo como el summum de la originalidad y la intuición. Aludo al tamaño en su doble y objetiva parquedad, la física -se lee en un rato- y la temática -se reduce su núcleo narrativo a una anécdota-. Es deplorable que un derroche de simpleza tan alarmante como el que destilan sus páginas sea acogido en volandas y elevado a los altares. Intuyo -y espero- que sus teóricas bondades acabarán arrinconadas cuando los años verifiquen los pilares de barro que sustentaron su celebridad. Tiempo al tiempo.


Porque el aroma que impregna la novela original y, por extensión, su espejo fílmico despide los vahos infectos del marketing más calculado para recuperar el nefasto capítulo histórico que ubica la relación de los protagonistas. Sin embargo la fuerza, el dramatismo, el escalofrío que otras veces han revestido los relatos de la infamia apenas logran tocarnos en este dibujo tibio amoldado al lenguaje de un telefilme de escaso nivel. Las imágenes pretenden hacernos transitar por el desconcierto y el pavor ante lo desconocido, lo que escapa a la comprensión de un niño, los lazos de amistad ciega en mitad del torbellino que cambió el orden del mundo. El resultado, lejos de exprimir nuestro ánimo, pasa ante los ojos sin puntos álgidos, con un perfil de personajes tan insípido que poco tiempo después de iniciada la función caemos fulminados de indiferencia. Nada desprende humanidad, gran paradoja. El tejido de fábula ternurista, descafeinado y de mecánica resolución visual, apaga la mínima reflexión sobre el sinsentido de ciertas grandes decisiones. Es por lo que la sensación transmitida se queda a leguas de un leve esbozo de calor, de la estocada mediante la que esta clase de tragedias suelen
provocar desgarros y lágrimas, la auténtica visión empática del dolor ajeno -que sí consiguieron Spielberg, Polanski o Benigni en sus diversos enfoques del conflicto-.

Diríase de este producto almidonado a la inglesa que no supera el nivel de peliculita destinada a revendernos las consecuencias de la crueldad nazi. Lo consigue porque se apoya en una novela que, aunque de escasa categoría literaria, ha sabido encauzar el grosor del gusto popular hacia terrenos de pisoteada eficacia. Tal vez en otras manos más diestras podríamos haber hallado una propuesta en verdad lacerante, revulsiva o, todo lo más, triste. Lo que aquí se contempla -ya detectado meses antes del estreno con el triunfo editorial- se arrima al sentimiento obvio, rotulado, todo diseño envuelto en celofanes. No es otra cosa que la hábil, complaciente y un punto indignante manipulación afectiva a través del instrumento más útil: los ojos, y el mundo visto a través de ellos, de dos niños. El conflicto de realidades queda asegurado, no tanto la nobleza de su puesta en escena, definitivamente mediocre, digna de olvido.

1 comentario:
No puedo estar sino de acuerdo contigo en lo que dices. Podía haber sido sensacionalista y punto, pero el punto de vista que adopta es tan simplón que no resulta creíble en ningún momento.
Saludos!
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