31/12/08

FLAME Y CITRON: viejos fantasmas, firmes ideales, y la amistad que dure

La corriente histórica del cine de qualité europeo engendra de cuando en cuando algún producto de fácil digestión, sazonado al punto de una narrativa férrea, modesto dibujo de psicologías y un justito condimento estético propio del thriller, el género más dúctil para encauzar revisiones de tiempos y batallas. Un pródigo Paul Verhoeven retornaba hace poco hacia las escarpadas sendas del pasado de su Holanda natal y se atrincheraba en la aventura bélica de canónica factura. En EL LIBRO NEGRO (2006) nada deslumbraba, pero el cúmulo de sucesos atropellaba un relato adocenado, consumible sin resaca de terceras lecturas, hecho por y para el disfrute del personal. De paso endosaba un rango autorial a lo que no dejaba de transpirar sudores de telefilme, bien orquestado y exento de vanidad.

FLAME Y CITRON cambia Holanda por Dinamarca, pero el trasfondo sobre el que orbita su argumento tiene los mismos colores de infamia, idéntico hedor a pólvora, iguales dimensiones de tragedia. También se empareja con la de Verhoeven en su concepto del relato asumido desde lo clásico, en cuanto a recipiente de asuntos que van desplegándose, en una lineal y admirable concatenación de hechos y efectos hasta el cierre, más o menos concluyente, ambiguo o memorable. La historia de los dos resistentes daneses en el gran conflicto armado del siglo que sajó el orden del mundo es, ante todo, puro cine. Más bien reivindica el cariz lúdico de este arte llamado el séptimo, su noble entretenimiento -nada que ver con los mamotretos descerebrados-, su firme, nunca autocomplacida bandeja dramática. Y, corriendo los (burdos) tiempos que corren, es algo más que loable.

Da mucho juego el marco intrigante de un nazismo fantasmagórico, cuyos tentáculos riegan de vísceras las frías callejuelas, los sombríos esquinazos de la vida. Ole Christian Madsen pulsa con solidez las teclas de la memoria pero no se arrima al documento historicista ahogado en pretensiones. Apenas se intuye en su película un ánimo por sentar cátedra, adoctrinar o escorarnos a ideologías mascadas. Prefiere el danés contornear sus criaturas y darles entidad desde ese escenario teatral, ceniciento paisaje que asusta en su tremenda precisión. Es ésta una aventura sin coartadas ni concesiones, el ancho gozo de contarnos los azares y destinos cruzados de dos amigos, su contienda común por defender grandes empresas. En ese discurso acompasado, en ningún instante víctima del frenesí tan goloso para algunos niñatos con cámara, la dualidad psicológica enriquece el mero festín narrativo y va orientando nuestra mirada, gratificándola a golpes de sabio control visual. No hay embarullamiento, ausentes están las pedradas a la inteligencia del espectador. Lo que aquí transcurre se llena de equilibrio entre el pentagrama intenso que sirve de decorado y los acordes serenos con los que estas figuras del horror y la injusticia, de los ideales robustos y la conciencia, quedan perfiladas.

Uno podría equivocar el juicio sobre el film, dejarse arrastrar por erradas sensaciones de mecánica en la forma de relatarnos la fábula atroz. Insisto en que Verhoeven se destapó los aires de trascendencia y abogó por la desnudez formularia aunque efectiva de su crónica de espionaje. Lo mismo sucede en uno de los títulos que -es un presentimiento- mayor desprecio sufrirá en taquilla. Enterradas las toscas moralinas, obviado el prisma maniqueo de estos seres ya asentados en el pedestal de las leyendas, queda un coherente repaso por las encrucijadas vitales de dos personajes no ajenos al miedo y la esperanza, a un sueño de libertad y a los diversos matices de la lucha. Obra poliédrica que rechaza de pleno el torpedeo emocional, prefiriendo el dosificador, el goteo incesante y cautivador de las pequeñas hazañas hasta configurar el cuadro final, tan grotesco como en realidad se reveló.

Si en un principio se acerca al precipicio del estereotipo y la marioneta sin alma, a los márgenes difusos de una hagiografía descafeinada imbuida de una falsa (y cómoda) épica, salva los muebles el director haciendo acopio de un sobrio discurso formal, un respetable empaque artístico como respetuoso es su exorcismo de espectros e ilusiones del pasado. A algunos parecerá gélida, incapaz de dar calor al torbellino pespuntado sin apenas tregua, sin que la morosidad empañe el ritmo. Pero tal vez sea más vitamínico este cine discreto, equidistante entre lo tenebroso y lo heroico, digno por habitar las antípodas del mercadeo de baratijas. Son de agradecer radiografías de antiguas vilezas y convicciones cuando no desprenden los molestos tufos de la manipulación, ya sea a nivel humano o en los resortes aparatosos, estridentes, casi siempre huecos con los que ganarse la venia del público.

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