Las imágenes del documental LÍBRANOS DEL MAL (Amy Berg, 2006) nos descubrían uno de los más sangrantes casos de pederastia ocultados por la cúpula de la iglesia católica. El padre O´Grady, todo sinceridad, confesaba a cámara los siniestros impulsos que le condujeron al destierro -tardío, eso sí- de sus labores pastorales tras engordar un penoso historial de infancias mutiladas. Había poca carnaza sensacionalista y mucho de análisis agudo de la mezquindad humana, tal vez más reveladora al gozar del amparo de las altas instancias eclesiásticas. LA DUDA viene a ficcionar esa realidad grotesca, desgraciadamente presente en el seno de sociedades que se quieren cuna de progreso y civilización. Si bien no dejará poso como obra cinematográfica, es de suponer que alentará el debate en torno a los endebles pilares de moralidad que sustentan la presencia de la iglesia en la vida pública.
Pero el cine es, debe ser algo más que un adoquinado reflexivo sobre el que desplegar argumentos espinosos de consumo asegurado. Se adivina el fondo turbador del dibujo de O´Grady también en el film de John Patrick Shanley, quien adapta su propia pieza teatral apoyado en dos criaturas leoninas llamadas Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman. La diferencia de bulto -hay otras menos visibles- está en los modos que éste elige para escenificar la culpa, motor de un relato cuyo esqueleto no encuentra acomodo visual a su altura. Enunciar hechos condenables desde posturas objetivas revela una valentía siempre útil para airearlos y, llegado el caso, exigir responsabilidades, honrar a las víctimas, cuestionar los márgenes éticos y legales tras los que acorazarse. Otra cosa es la
habilidad artística con la que hacer discurrir el material, próximo a lo escandaloso, pegado a ese límite borroso entre la crítica y el morbo.El director apuesta por la mesura y la contención, y centra en los diálogos -con toda su simbología, su oratoria moralizante, sus retazos irónicos- el tibio repaso al rígido conservadurismo norteamericano de los 50. Ambas decisiones, las de fondo y las relativas al embalaje, logran aprisionar el resultado y lo convierten en un ejercicio de teatro filmado, apático, deslucido, tan sobrio y aséptico que la mediocridad termina por invadirlo. Hoffman y Streep alzan cuellos y enfrentan hábitos y verborrea, secundados por una espléndida Amy Adams. Desvela el trío no sólo la mecánica estructura dramática, hecha de sucesivos vis a vis que tal vez fueran más eficaces sobre las tablas. También sirve su talento para colar en taquilla un producto de rango televisivo, incapaz de transmitir el mínimo escalofrío que podría adivinarse vistas las intenciones y el juego cómplice de las estrellas implicadas.
Son ellas las que, con vaselina, esquivando hurgar en lo escabroso, salvan del peor de los naufragios al último -no muy memorable- acicate para las conciencias. Las que visten de sotana y en sacristía sus bajezas dignas de confesión.
Las imágenes con las que Stephen Daldry moldea su nueva obra destilan mirada clásica, de la que algún espabilado tildaría de preciosista. No se alejaría de la razón si dicho mimo en las formas se atascara en ejercicios de onanismo creativo, ajeno al cincel psicológico como sustento de la narración. Lo que elegantemente transcurre ante nuestra ánimo atento deriva hacia ámbitos de emoción desnuda, frágil por saberse atrapada en la urdimbre sentimental de un texto sobrio y sin estridencias. Se adivina el material literario en una recia cabalgada entre dos tiempos históricos, pasado y presente modulados con una historia de amor fuera del arquetipo que cierta maquinaria comercial propaga. Es ese mismo empeño en confeccionar un cine de prestigio el que latía bajo la engañosa placidez de LAS HORAS (2002), 


El espectador de cine tiene el privilegio a veces de hallar en su camino muestras de un genuino interés por el ser humano, por entenderlo y engrandecerlo. Ciertos títulos trascienden el recuento de méritos cinematográficos para abarcar zonas de vigor ético e higiene emocional fuera de discusión. Es un proceso revelador que no admite la impostura, brota de una óptica honesta sobre ese pedazo de realidad y logra, si cabe, imbricar cine y vida. Uno de los asuntos medulares en la tradición del cine espejo -etiquetado como social- es el que cuestiona los cimientos de cualquier sistema educativo como triste barómetro con que pulsar un orden social lleno de carencias. Muestra este ramillete de obras un microuniverso desde el que abordar los choques generacionales, la inmersión cultural o las lacras afectivas como factores de un código ético en peligro constante.
El milagro se produce cuando se rechaza el maquillaje emocional, ese arsenal de recursos para encarrilar lágrimas por caminos trillados. Cuando se huye del lugar común y se exploran los matices, el mordisco a lo real reluce por sí mismo, desnudo, más efectivo que nunca el vapuleo intelectual. LA CLASE saca cabeza entre las muestras de un género masticado hasta el cansancio, que no parecía poder aportar flancos nuevos de análisis del entorno escolar. Alguna perspectiva insólita habrá asumido el francés Laurent Cantet para ver laureada su película por la crítica exigente. Al menos un pellizco de honestidad podrá rebañarse en su radiografía de la adolescencia, sus conflictos, su paso trémulo desde la niñez a una edad adulta apenas definida.
Gotea poco cine que intente describir sin juzgar un abanico temático de índole tan coyuntural, muy propenso al prisma sensacionalista. La cámara de Cantet ausculta a profesores y alumnos, calladamente, evitando entrar en la condena moral o ese traicionero didactismo que suele pringar las visiones yanquis del paisaje: marginalidad, desestructuración familiar, exaltación idealista del profesional de la enseñanza, equipado de carisma, catalizador de un cambio de actitud en sus pupilos hormonantes, incluso sorteando la rigidez de las normas del centro. Reside el logro de la película en la ausencia de moralina, del rotulado chillón sobre la sensible conciencia de una galería complacida al ver cómo pintan las cosas de mal en colegios e institutos, los recintos donde forjar a los triunfadores y los frustrados del futuro. 
Se cumple el objetivo de testimoniar una realidad tan poliédrica como desconcertante, un complejo inventario de exigencias, estrategias, soluciones moldeadas en función de un marco social en perpetuo cambio. La industria francesa nos ha entregado un ejemplo magistral de cine, sabio y respetable, llamado a ocupar una esquina en la memoria de los grandes espejos de nuestro tiempo. Lo que equivale a registrar nuestro propio depósito de contradicciones y temores desde una estatura artística incontestable.
Cada vez sorprende más el abismo entre la lluvia de galardones de algunos títulos y los cuestionables méritos por los que se otorgan. Sobre terreno tan desigual como es el de los festivales pueden brotar cardos de autor o piezas de metralla emocional. Puede darse lo grotesco y lo portentoso, aunque el palmarés no haga justicia objetiva, irrefutable, sin apelaciones, a las obras descartadas. Si se arañan un poco las imágenes mustias de esta cetrina CUSCÚS se verá que hay poca carne cinematográfica, pero sí la grasa que atiborra de prestigio, el regusto a cine parco en medios pero en teoría impregnado de honesta mirada a la realidad.












Y también estimulante, diríase que obligatorio en la cartelera si se aspira -tarea honrosa- a repasar las cojeras de la Historia y dar cuenta de la gran mentira aferrada por algunos locos para dominar el mundo a su antojo. El cine de ínfulas políticas se mantiene aquí en el nivel de una sólido producto de entretenimiento. Del que deja poso, que ya es algo.




