15/1/09

AUSTRALIA: lo que Lurhmann se creyó

Le contaría algún duende del sueño a este tramposo de Luhrmann que todo es válido en el cine para plasmar ilusiones. Alguna voz interior le doraría la oreja con tentadora sarta de posibles efectos para crear espectáculo, para filtrar -confesos o no tanto- tributos burdos al arte séptimo. Tal vez su talento, que es el de los engañabobos, pudiera brillar en política. Incluso en el mundo empresarial. Pero de momento el cine no le merece respeto. Si se echa una ojeada a su pequeño trote tras una cámara se comprobará que el postizo ha sido la materia prima de una obra obcecada en la reinvención genérica, de la falsa y la arbitraria. No una reformulación del código que soportaba el drama histórico con sustento literario. Tampoco los nuevos bríos al lenguaje iconográfico del musical, en clara bancarrota pese a contadas excepciones. La revisión que lleva proponiendo no rebasa los apretados márgenes de un artificio hueco, tejido con material de mercadillo, a parchetones coloristas que revelan su inconsistencia una vez su destello permite a los sentidos tomar conciencia de lo que le han endosado. AUSTRALIA es el último paso en falso en la caminata de este señor petulante, arropado por no sé qué brazo de la fortuna, insistente torpedero del gusto, cansino explorador de un vanguardismo grueso, sin visos de auténtica experimentación. Los supuestos aires de modernez le sirven, alabanzas del rebaño crítico aparte, para embadurnar moldes pasados de una sustancia pegajosa, casi adictiva para la audiencia joven, usualmente la menos dotada en tareas de desarticulación. Hace falta un mínimo bagaje, una inyección de pasado cinematográfico si se quiere arañar algún resquicio de buena maña en Luhrmann. Caprichoso él, como niñato con consola nueva, los altos presupuestos no le han cohibido, podría decirse que siente erecto el ego ante una empresa de claros síntomas propagandísticos de un territorio -el del título-, al parecer tan legendario como exportable.
Pretende ser su nueva criatura un híbrido de influencias de sombras míticas del cine. Se quiere como pastiche obeso de tópicos, de soluciones dramáticas, de personajes monolíticos. Ese mismo ángel de la (mala) guarda le susurraría al director que se olvidara de ser creativo y se limitara al copieteo de fórmulas. Haciendo honor a estos tiempos de mezcolanzas difusas pero eficaces. La aventura colonial entre una perruna -cosas del bótox- Nicole Kidman y el hipertrofiado Hugh Jackman destila malas artes por meterle mano a los clásicos evitando el boceto de una personalidad propia e irrefutable. No se percibe el deseo de acomodar una mirada genuina sobre estos espacios abiertos en tanto símbolos de un modo de entender la ficción cinematográfica. Nada de eso. Por tórridas praderas musicadas por pezuñas en estampida discurre el amor facturado para la galería, embotellado en frasco que, una vez abierto, dispersa la fragancia y deja que se evapore enseguida: intento fútil de cocinar la receta de la épica sentimental, aventurera, esa mitología de hombres rudos y hembras pudorosas aquí servida en la bandeja dorada del último aparataje técnico.

Pero nada tiene pulsaciones de vida bajo la cámara megalómana de Luhrmann. El embalaje, aparatoso, encorsetado en su diseño de grandiosidad y mimado a golpes de billetera, no arropa más que estereotipos sin carne, desprovistos de armas seductoras que logren dar entidad al relato. Ni el maromo embutido en Armani, pectoral velludo y voz bronca, hipérbole del macho masticando tabaco -¿o la corrección política también escamotea esto?-, barba al viento del ocaso en busca de reses. Ni la damisela inglesa, remilgada, de orgullo fugaz, empecinada en salvar su Tara particular, pero sin los arrestos ni la hondura ni el coraje ni la sonrisa maliciosa ni la soberbia ni la dignidad ni el rostro ardiente de Scarlett O´Hara, una de las féminas más arrebatadoras del orbe legendario. Precisamente es su odisea sureña la que -entre otras- se cuela en lamentable homenaje. Los retales visuales, gestuales, puede que tal vez literarios, pudren la que el marketing navideño nos ha metido en vena como la película ineludible. Ejemplo mastodóntico de comercialidad bien entendida, esa cuestionable -algunos dirían respetable- ansia voraz de taquillaje tras cuyos visos se agazapa el mayor de los vacíos.

El oficio de cineasta, si se despega la pátina empalagosa, desvela un esqueleto ruinoso, apenas tocado por la varita de la emoción. Los excesos de luz, la impostura de la belleza, el fardo de dulzura desactivan la carga trágica que salpica esta crónica interminable. Tres horas de pildorazo pseudoromántico y pseudoheroico erigido con ínfulas de gran obra. Producto plastificado, epidérmico, torpemente hilado desde el cliché y la arrogancia. Y, por si fuera poco, lastrado por irritantes giros en un guión enfangado entre varias aguas sin definirse del todo, a la búsqueda tozuda de brillos con que cegarnos. Pero hay aún mayor pecado en la devota fidelidad al fenómeno mediático, y es lograr aburrir cuando los elementos de aventura, del riesgo, del conflicto sexual y el condimento de misticismo buscan rellenar los huecos del proyecto. Se produce una enorme paradoja: hay una proporción inversa entre las dimensiones del collage -todo afectado, lineal, previsible- y su diminuta capacidad de habitar algún rincón de la memoria una vez concluido. A decir verdad, es habitual en artefactos concebidos como motor del entretenimiento que no requiere neuronas activas. Bastante habituados deberíamos estar ya. Más sangrante, si cabe, es que el embaucador Luhrmann se complazca en su concepto privado de la evasión, teóricamente ennoblecido con un perfil del mito y sus circunstancias que ninguna de estas pastosas imágenes es capaz de sugerir. Su dibujo de la epopeya no es más que un regusto por lo ortopédico, un cántico banal, de bajo rango, que a algún incauto logrará hechizar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es la quintaesencia del atropello visual, estético, todo bien relleno, todo conducido con pasmosa indiferencia al estilo, aunque bien arrimado a la presencia, al saber-hacer, al academicismo de colorínes y de planos bigger than life. Un amigo me dijo que era le peli que veía gente que nunca iba al cine. También tengo yo esa idea. Saludos, Tomás.

Anónimo dijo...

Lo de la varita de la emoción... Eso me gustado mucho...
Crítica formidable, my friend.

Anónimo dijo...

Es verdad, es la peli que los cinéfilos no irían a ver...sí los palomiteros.

Un saludo, don Emilio!

Y muchas gracias por pasarte.