22/1/09

EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON: el milagro de la vida

En el fondo de esta fábula subyace el mismo anhelo por relatar la vida que impulsaba las historias de BIG FISH (2003), aquel ajuste de cuentas de Tim Burton con su propio sentido de las relaciones paternofiliales. El siniestro barroquismo estético del autor dejó paso a un festín colorista y diáfano en idóneo ensamblaje con la fantasía narrada a golpes de flashback. Pero lo realmente memorable en un conjunto algo desequilibrado fue el tributo que el iconoclasta director rendía al cuento tradicional en tanto filtro por el que observar el mundo, devorarlo casi. La imaginación quedaba reivindicada en su papel esencial de coraza contra el olvido. El armazón por el que ir dando forma a los sueños, algunos materializados, la gran mayoría edificados mediante el placer de la palabra.

De idéntica forma brota bajo este CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON una mirada clásica a la narrativa cinematográfica que logra impregnar una obra compacta, serena, de irresistible belleza. Parecía improbable que David Fincher, uno de los puntales del thriller posmoderno, curtido en el videoclip, astuto creador de atmósferas sombrías, revalidase una autoría definitivamente alumbrada con su meticulosa crónica criminal ZODIAC (2007), un ejercicio de estilo a la vez que retrato contundente del rostro oscuro de esa Norteamérica carne de mitología. Quienes recelaban de sus dotes para alejar la impostura, rechazar el virtuosismo gratuito o rellenar sus malabarismos visuales con sólidos esqueletos dramáticos volverán a enmudecer. No es sólo una nueva brazada talentosa en su bagaje como cineasta, sino una genuina muestra de amor a la vida, y, por extensión, al cine como motor expresivo de toda su grandeza.

Para demostrar que el crédito otorgado no fue fruto de un espejismo, moldea Fincher los códigos fantásticos de una alegoría individualista y se sirve de su personaje, de su azaroso viaje por el mundo, para desembocar en ese ámbito de significados tan propio de la épica. Su película, como hiciera Burton, recupera el espíritu aleccionador del relato heroico y, lo que tal vez sea más estimulante, permite rendirse ante una escenificación pulcra, sin fisuras, profundamente romántica de lo mágico. Resulta paradójico el uso de la muerte en un periplo vital como el de Benjamín, que, si algo transmite, es el deseo perpetuo de seguir vivo, no importa el orden del ciclo si hay empeño en seguir explorando. La muerte es el elemento medular de un canto a la vida cimentado de melancolía, lo va salpicando de ironía y logra articular un discurso irreprochable sobre el paso del tiempo y las oportunidades de ser feliz, incluso para alguien tan poco convencional, tan fuera de la línea asumida como la ortodoxa. Destreza y vigor fabulador los del director, quien nos hace discurrir por los cauces magnéticos de una riada de tintes legendarios que va esparciéndose, dotando de humanidad cada recodo del sendero, ennobleciendo una de las funciones vertebrales de esa traslación oral del pasado: avivar nuestra ilusión. De nuevo –por extraño que parezca en los mediocres tiempos que corren- ostenta el cine su hueco de honor a la hora de rescatar grandes valores y perfumarlos con aires auténticamente creativos, en homenaje a las viejas historias y los viejos modos artísticos para contarlas.

La que se presenta como una de las apuestas recias del año endulza el ánimo sin deslizarse por la pendiente ternurista, ese lodazal de postiza nostalgia siempre amenazante. Como corresponde a un cuento de envergadura, se presenta el fardo dramático cosido a dosis de justa grandilocuencia, que no es usada para enmascarar otras debilidades de fondo -caso de títulos mimados por la madre taquilla como FORREST GUMP (Robert Zemeckis, 1994), parida por el mismo guionista-. El film declara intenciones desde el comienzo y en ningún momento deja de brindar la carga simbólica que un excéntrico argumento promete -el colibrí revolotea, el signo del instinto vital, imbatible-. Esa dialéctica entre lo vívido y lo sombrío, entre el presente y la memoria de los muertos sirve al maestro para vehicular un ideario que tal vez nos revele íntimas formas de estar en el mundo. Un universo temático empastado en capas de ligereza a modo de balada al mismo decurso de vida, a ese tren de ocasiones perdidas para encontrarse, reconocerse, amarse por encima de los prejuicios de toda una comunidad. El cuerpo progresivamente joven de Brad Pitt encarna los caprichosos designios de la naturaleza, aunque no le arrebata el digno propósito para el que nacemos: descubrir un camino propio. Es la senda donde ir forjando la identidad de uno mismo pese a ser un trayecto invertido, la aguja del reloj limando el rostro arrugado, rebosante el caudal de la experiencia. Y algo más definido el perfil de la felicidad.

La óptica que organiza una película de este tallaje es, por todo ello, revolucionaria, si se admite como una luminosa reformulación del individuo que exprime la realidad en una dirección contraria a la de los demás. Materia de rango universal la que se encierra en los límites de la fábula. No cuesta, una vez habitados sus pliegues –algo naif en su clasicismo-, dejar arrastrar la sensibilidad, hacer navegar la reflexión en torno a las vías cruzadas del destino y la caducidad de ciertas cosas. Y, de vuelta en las calles de nuestra infancia, caer bajo el hechizo de una melodía visual impecable, sin parangón en la cartelera, con que arropar a la deliciosa criatura de este trovador contemporáneo de nombre Fincher.

3 comentarios:

Redrum dijo...

Madre, madre, qué ganas de verla... En cuanto le hinque el diente, vuelvo por tus dominios a contarte!

Anónimo dijo...

Maravillosa película!!!

Cat Cabot dijo...

SAbes? Cuando me dispuse a escribir la critica de este film (maravilloso film), comence al igual que tu: relacionandolo con la magia de Big Fish y lo que ese film me provocó. Se asemeja mucho a la maravilla de sensaciones que me inundaron con este film.