El último bastión del clasicismo cinematográfico pretende morir con las botas puestas. Se empeña el maestro octogenario en alentarnos con sus brochazos de humanidad, su pulso de cirujano, su nobleza. Como otro coetáneo, uno oculto tras gafa de pasta y figura menuda, ofrece anualmente una ración de sabiduría tras la cámara -a veces también delante- para que no perdamos el norte, a sabiendas de su casi extinta manera de entender el cine, que no es más que un modo de mirar el mundo al viejo estilo. Podría ser indicio esta fecundidad de algo que te granjea la experiencia, el estar de vuelta y el haber tragado desprecios y arrogancia. La libertad. Valor a la baja en un tiempo éste de transacciones sentimentales y lupanares de cultura, tiempos de estupidez a borbotones y cine de orgasmo rápido. Clint Eastwood permanece incólume a pregoneros del mal arte, resistiendo los mediocres embates de la industria desde su óptica serena y terriblemente lúcida del ser humano.
La golosina de esta temporada -a la espera de su inminente GRAN TORINO- insiste en pellizcarnos la buena conciencia, como hicieran obras ilustres años atrás. Lo hace cambiando coordenadas de tiempo, no las físicas de esa Norteamérica sustentada en pilares de doble moralidad y corruptelas, de falsos ídolos, de miedos y manipulaciones, de fantasmas agazapados. Su nuevo regalo para amantes del buen yantar artístico reaviva la grávida y plomiza sensación de desasosiego que viene inspirando su cartografía del héroe anónimo en lance con el destino. Peligrosamente seducida por los dulzores de un producto de sobremesa llorona, EL INTERCAMBIO se eleva al rango de gran tallaje. Obra de fuste y con la suficiente garra narrativa como para lanzarla al saco de convenciones y tropelías sensibleras tan del gusto de las televisones, tan adictivas para los conformistas como inanes para el cinéfilo de cata.
El rostro frágil, la silueta trémula de una Angelina Jolie menos glamourosa que de costumbre abren paso a un retrato veraz, contundente, sinuoso de los recursos a los que una madre se
aferra para recuperar a su hijo desaparecido. Podría, con otro timonel, haber naufragado un esquema propenso al cauce fácil, según promete un rótulo que advierte de que los hechos acaecieron realmente. Pero Eastwood capea la tentación de rotular el drama y prefiere que todo discurra de modo natural, como si lo escabroso, lo sensacionalista del asunto se despojara de malignas connotaciones. Queda el honesto ejercicio de cineasta como transmisor del engranaje siniestro de una sociedad podrida hasta el tuétano, esa ciudad luminosa tras cuyos neones y flashes se ocultaba la silueta de mezquinos, la maquinaria turbia que alimentaba al poder. Es precisamente esa otra intencionalidad crítica la que soporta una anécdota -escalofriante, tremenda- digna de engordar la crónica de sucesos de la época.
aferra para recuperar a su hijo desaparecido. Podría, con otro timonel, haber naufragado un esquema propenso al cauce fácil, según promete un rótulo que advierte de que los hechos acaecieron realmente. Pero Eastwood capea la tentación de rotular el drama y prefiere que todo discurra de modo natural, como si lo escabroso, lo sensacionalista del asunto se despojara de malignas connotaciones. Queda el honesto ejercicio de cineasta como transmisor del engranaje siniestro de una sociedad podrida hasta el tuétano, esa ciudad luminosa tras cuyos neones y flashes se ocultaba la silueta de mezquinos, la maquinaria turbia que alimentaba al poder. Es precisamente esa otra intencionalidad crítica la que soporta una anécdota -escalofriante, tremenda- digna de engordar la crónica de sucesos de la época. Es experto el maestro en perforar la superficie de lo cotidiano para aspirar turbulencias del alma. Lo consigue esquivando la metralla semántica, los oropeles, la fanfarria barata. Cuando adapta textos ajenos, su sentido de la honradez se multiplica en personajes poliédricos que engrandecen sus minúsculas existencias hasta límites épicos, la grandeza del perdedor en su titánico combate para mantener a flote una dignidad masacrada. En EL INTERCAMBIO, la tragedia doméstica deja paso a un soberbio paisaje de la hipocresía y la arrogancia de las fuerzas policiales, empecinadas
en mantener lavada su cara frente a la prensa, cubriendo las espaldas ante una opinión pública maleable, timorata. Sutilmente, ajena al énfasis, se desliza una condena a los métodos denigrantes que las instituciones médicas aplicaban para atar en corto al disperso, el control feroz, inclemente, de esas piezas desencajadas de un sistema hundido en fangos de corrupción. El perfecto marco para que otra de sus heroínas, labios carnales y mirada afectuosa, demuestre el hedor de la justicia desde la única trinchera válida para afrontar sus abusos. La integridad de su amor materno.
No faltará quien juzgue de mecánica emocional un modo de rodar que, en su rechazo de la impostura, apenas innova. Habría que rebatir semejante idiotez recordando que los más insignes nombres de la profesión, ésos que habitan párrafos de enciclopedias, también hallaron su identidad desde una fórmula propia para vehicular ideas y experiencias. Un camino personal por el que pisotear la realidad, exprimirla, hacerla arte. Otros, desde la gamberrada, el supuesto vanguardismo, la ortopedia o el postizo, también se llaman creadores. Incluso se les baña en premios y alabanzas. Sinceramente dudo que el autor de esta disección lúcida de un tiempo y un país pueda acomodarse en categorías. Su oficio, al
modo de una vieja especie a punto de fenecer, es de los que alumbran los recodos éticos del espectador, lo mísero y lo sublime que todos escondemos en una armonía tal vez insospechada.
modo de una vieja especie a punto de fenecer, es de los que alumbran los recodos éticos del espectador, lo mísero y lo sublime que todos escondemos en una armonía tal vez insospechada.
La corriente histórica del cine de qualité europeo engendra de cuando en cuando algún producto de fácil digestión, sazonado al punto de una narrativa férrea, modesto dibujo de psicologías y un justito condimento estético propio del thriller, el género más dúctil para encauzar revisiones de tiempos y batallas. Un pródigo Paul Verhoeven retornaba hace poco hacia las escarpadas sendas del pasado de su Holanda natal y se atrincheraba en la aventura bélica de canónica factura. En EL LIBRO NEGRO (2006) nada deslumbraba, pero el cúmulo de sucesos atropellaba un relato adocenado, consumible sin resaca de terceras lecturas, hecho por y para el disfrute del personal. De paso endosaba un rango autorial a lo que no dejaba de transpirar sudores de telefilme, bien orquestado y exento de vanidad.



El debutante Alex Holdridge maneja personajes a la deriva sentimental, igualmente marcados por una relación pasada, que se adivina turbulenta y servirá como bagaje para afrontar el encuentro desde su común naufragio. Parece serio, pero prefiere la historia relajar carga reflexiva -que alfombra su entramado naif- y contarnos un cuento de soledad compartida, de azares caprichosos y mutua liberación desde el trazo irónico, la frescura invadiendo cada fotograma, evitando caer en las manías de cierta producción de autor, complacida y complaciente en su transgresión de convenciones.
Nos contagiamos de la mirada melancólica que empapa una aventura entre dos desarraigados del amor, ansiosos por descubrir mutuos asideros, aún sabiendo que el asunto no tiene visos de perdurar, por mucho empeño que se haya invertido. Soterrada, late una modesta radiografía de los recursos urgentes del sentimiento en este nuevo siglo digitalizado y feroz. No hay hueco a intelectualismos ni banalidad. Es el mérito de una pequeña sorpresa cinematográfica que -presiento- apenas meterá el hocico en las voraces fauces taquilleras. Lo paradójico es que se la precinte con lazos de obra minoritaria cuando el subsuelo de la comedia se rellena de algo tan universal, tan grotesco y necesario, tan divertido y tierno, tan reconocible como el afecto entre extraños.

unas costuras formales diseñadas para aturdirnos, puede concluirse que Ritchie se mantiene en sus trece de juguetear con la cámara en una eterna gamberrada cuyos trazos gruesos apenas dejan espacio para acentos críticos o soterrado diagnóstico sociológico. En el fondo da igual el matiz de turbiedad con que quiera embadurnar ambientes y personajes, ya que todo termina siendo una gran broma, la apología de lo intrascendente, su reivindicación, su puesta al día. No es cine el suyo amueblado de nobleza, no engrosa el estante de obras hechas para el desgarro y el estirón emocional. Ni siquiera merece un remoto esquinazo en la memoria. Es el suyo un cine incendiario, no tanto por ofrecer visiones arriesgadas del mundo y sus criaturas -tan idiotas, tan irresistibles-, más bien por diluir sus propuestas en una eficaz combustión de recursos de discutible nivel creativo.
ROCKNROLLA, como se pudo ver en LOCK & STOCK (1998), como confirmó SNATCH (2000), reinventa poco, tanto en estructura dramática como en su lenguaje, definitivamente los pilares que sustentan y definen el oficio del cineasta. O al menos no altera las formas del espectáculo aparatoso que lo lanzaron para alborozo de algunos. Lo cierto es que despide este relato criminal un molesto tufo autorial codificado desde el ruido enlatado, la fanfarria y la saturación, el impulso frenético. Casi todas las opciones visuales terminan pareciendo puro postizo, fastuosa maraña de recursos tras la que ocultar uno de los alegatos a la grandilocuencia más mimados por los estrategas del marketing. Venta de humo cincelada a trazo esquemático, próximo a la parodia chusca disfrazada de Armani, con tal de conferir cierto aire elegante a memos casi simiescos, incapaces de transgredir por encima del eructo y el golpe bajo. Aún sabiendo el corto alcance de






por recodificar un paisaje emblemático en la historia del cine se quedará en quimera absurda, simple aplicación de barniz a ensamblajes más discretos que fascinantes, hábil receta con que endosar trayectos de siempre y pretender dotarlos de un halo mítico que pocos obtienen.




Encuentro en la última baraja de estrenos con sello sudamericano la cada vez menos frecuente sensación de gusto por el relato, el puro placer del cine. Esquivo a propósito la fanfarria y el histrionismo, casi todos los blockbusters, todo aquello que deje su fragancia a producto tan vistoso como estéril. Y lo hago desde que me descubrí impasible frente a fenómenos mediáticos de tan rendida feligresía, incapaces en el fondo de suscitar algún interés debajo de su prodigio técnico, del mero espectáculo. Por eso me arrodillo ante pequeñas piezas nutridas a dosis de texto intuitivo y noble. Me dejo llevar encantado por los sencillos cauces de las historias mínimas porque sigo sin entender forma mejor de reconocerme, emocionarme, crecer.
dinerarias, contundentes cronistas de su tiempo que dignifican el oficio y el arte del cine. Desde Brasil nos llega una ligera -sólo en apariencia- reivindicación de los sabores de la vida, una tierna metáfora gastronómica tras la que los pequeños, a veces olvidados placeres del paladar se tornan más vivos. En la memoria perduran otras obras cinematográficas cocinadas al fuego lento de la originalidad, un punto excéntricas, una ramillete de personajes entrañables invitando al festín visual.
canto al deleite del buen yantar, sólo parejo al del -aún mejor- buen fornicar o a ese impulso de liderazgo que todos guardamos. Pocas historias como ésta animarán la babeante actividad de una boca abierta de gozo.

No es el riesgo la condición 




Incluso aceptando la enfática plasmación de una tesis más factible de lo que cabría desear, no puede evitarse la impresión de desinterés hacia la trama, trufada de forzados diálogos y un manejo bastante previsible de los giros narrativos. Es revelador que en una condena tan obvia hacia los desmanes de la llamada telerrealidad, hacia todos las sociopatías catalogadas como posibles fuentes del share más goloso, nada de lo que acontece parezca real. El tono se despeña hacia terrenos de farsa redundante, el olor de lo falso desarticula la efectividad de un mensaje que nos subrayan desde el principio, desnudo de matices, arrimado al estereotipo a la hora de trazar personajes y situaciones. Tal vez los brotes imprevistos de comicidad se produzcan porque las costuras discursivas no dejan de verse en todo momento, por la decisión cuestionable de dejar tan clara -demasiado- la crítica vertebrada bajo una intriga de principiante. Tan 
