12/12/08

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS: el frío diseño de la tragedia

Huyo como si fuera la peste de la literatura de baratillo que es devorada con avidez en el metro, en los parques, en las estaciones. Me mosquea la súbita popularidad de ciertas novelas, el fenómeno tan moderno del best seller sigue produciéndome sarpullido. No es por vanagloriarme de cultureta irredento, todo lo contrario. Pero creo que las audiencias, el exceso de ventas, la bárbara difusión de objetos culturales o espectaculares casi nunca casan con calidad o prestigio. Considero que hay mucha historia de buenas obras, toda esa maleta de clásicos deliciosos, aquí y más allá de los Pirineos o de Finisterre, como para que estos insólitos fenómenos sean dignos de memoria tras los laureles pasajeros. Resumiré diciendo que pocas -muy pocas- veces se corresponde un éxito masivo con la auténtica valía de la obra en cuestión, dicho ello en términos del aporte sustancial, innegable, ajeno al puro engorde de cifras, de estos títulos.

Poco o casi nada es lo que descubre el bombazo editorial más suculento desde aquel código renacentista plagado de simbología facilona que el cine también se aprestó a adoptar. Pletórico podrá dormir el británico John Boyne por haber parido criatura tan golosa, a cuya blandengue armadura dramática le ha hincado el diente casi todo hijo de vecino. Sospecho una incuestionable habilidad para tantear el mercado y optar a un hueco de oropeles y bolsillos rebosantes, algo que no discutiré. Lo que sí me incomoda, incluso anima mi estupor, es que se pretenda disfrazar ese pequeño, insustancial fardo narrativo como el summum de la originalidad y la intuición. Aludo al tamaño en su doble y objetiva parquedad, la física -se lee en un rato- y la temática -se reduce su núcleo narrativo a una anécdota-. Es deplorable que un derroche de simpleza tan alarmante como el que destilan sus páginas sea acogido en volandas y elevado a los altares. Intuyo -y espero- que sus teóricas bondades acabarán arrinconadas cuando los años verifiquen los pilares de barro que sustentaron su celebridad. Tiempo al tiempo.

No hace la película sino ceñirse a una traslación pulcra y desangelada del texto, bajo el que laten deseos de tornarse imágenes, de pegar el gran salto a toda costa. Uno de los resortes para lograrlo es la excusa argumental que Boyne, astuto él, ha desplegado en fraseología escueta, infantiloide, perfecta plasmación de la mente de un niño en el entorno y condiciones descritos. Arrimarse al fuego siempre benéfico del holocausto alemán vuelve a demostrarse carta segura de la partida. Y es que hay cosas inalterables, gustos que nunca cambian, y el morbo por la tragedia, la iconografía de ese dolor hacinado regresa por las anchas compuertas del cine como carnaza sentimental. La pureza de la adaptación con todas sus limitaciones y ninguna de sus virtudes ofrece aquí la enésima ocasión de acercar universos masticados hasta el cansancio, el territorio silueteado con los perfiles del horror obtiene ahora su rango menos emocionante, por mucha ingenuidad que se haya intentado filtrar en su esquemática trama.

Porque el aroma que impregna la novela original y, por extensión, su espejo fílmico despide los vahos infectos del marketing más calculado para recuperar el nefasto capítulo histórico que ubica la relación de los protagonistas. Sin embargo la fuerza, el dramatismo, el escalofrío que otras veces han revestido los relatos de la infamia apenas logran tocarnos en este dibujo tibio amoldado al lenguaje de un telefilme de escaso nivel. Las imágenes pretenden hacernos transitar por el desconcierto y el pavor ante lo desconocido, lo que escapa a la comprensión de un niño, los lazos de amistad ciega en mitad del torbellino que cambió el orden del mundo. El resultado, lejos de exprimir nuestro ánimo, pasa ante los ojos sin puntos álgidos, con un perfil de personajes tan insípido que poco tiempo después de iniciada la función caemos fulminados de indiferencia. Nada desprende humanidad, gran paradoja. El tejido de fábula ternurista, descafeinado y de mecánica resolución visual, apaga la mínima reflexión sobre el sinsentido de ciertas grandes decisiones. Es por lo que la sensación transmitida se queda a leguas de un leve esbozo de calor, de la estocada mediante la que esta clase de tragedias suelen provocar desgarros y lágrimas, la auténtica visión empática del dolor ajeno -que sí consiguieron Spielberg, Polanski o Benigni en sus diversos enfoques del conflicto-.

Diríase de este producto almidonado a la inglesa que no supera el nivel de peliculita destinada a revendernos las consecuencias de la crueldad nazi. Lo consigue porque se apoya en una novela que, aunque de escasa categoría literaria, ha sabido encauzar el grosor del gusto popular hacia terrenos de pisoteada eficacia. Tal vez en otras manos más diestras podríamos haber hallado una propuesta en verdad lacerante, revulsiva o, todo lo más, triste. Lo que aquí se contempla -ya detectado meses antes del estreno con el triunfo editorial- se arrima al sentimiento obvio, rotulado, todo diseño envuelto en celofanes. No es otra cosa que la hábil, complaciente y un punto indignante manipulación afectiva a través del instrumento más útil: los ojos, y el mundo visto a través de ellos, de dos niños. El conflicto de realidades queda asegurado, no tanto la nobleza de su puesta en escena, definitivamente mediocre, digna de olvido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No puedo estar sino de acuerdo contigo en lo que dices. Podía haber sido sensacionalista y punto, pero el punto de vista que adopta es tan simplón que no resulta creíble en ningún momento.

Saludos!