3/2/09

DIETA MEDITERRÁNEA: trío entre fogones

Según Joaquín Oristrell, corren buenos tiempos para el arte culinario made in Spain, lo que permite adivinar una suculenta carta de ofertas cinematográficas de aquí en adelante. Parece ser la comedia un medio versátil para abordar las más díscolas tramas entre fogones y especias, tal vez por su descarada falta de pretensiones. Aunque llegue a exprimirse el manojo de tópicos de claros visos patrios -el último hervor fue la histriónica FUERA DE CARTA (Nacho García Velilla, 2008)-, surten mayor efecto de cara a la taquilla los mecanismos del vodevil fresco, ágil, adaptable a los nuevos bríos en un oficio elevado al rango creativo por sus más emblemáticos figurines -algunos tan mediáticos que llevan lustros animando los mediodías televisivos-.

Si se empieza a exportar tanto nivel es lógico que guionistas y directores lo usen como fondo jugoso de enredos muy nuestros, y Oristrell, doctorado en asuntos del humor, inyecta la nueva dosis de género pegado a las brasas que mejor doran el plato: ritmo, picaresca y buenos actores. Lo que cuece bajo su última pieza no es más que la clásica búsqueda de la felicidad, ahora con aderezo gastronómico y un peculiar acople sentimental a tres bandas. Será que los tiempos cambian, los ajustes legales regulan modos del amor antes impensables y no chirría la simbólica fusión de sabores, los del paladar y otros menos confesables.

Sirve el guión su ración de humor mezclado con el caos amoroso y casi siempre funciona. Las bisagras de comicidad por las que recorrer la madurez -creativa, afectiva, familiar- de la protagonista no alcanzan la cuota de esperpento zafio que podría preverse, bien de cubre Oristrell las espaldas con el oficio que lleva a cuestas. No debe olvidarse que integra el director uno de los equipos de asalto a terrenos de farsa y exabrupto más rentables del show business nacional (Gómez Pereira al frente), y es en términos de escritura donde encuentra la película sus mejores cimas. La gracieta del trío está bien acomodada, los diálogos aliñados, no se percibe salida de tono, todo es amable y digestivo, sin provocar acidez gástrica ni atascos en el esófago. Habla su película del amor y la cocina, del sexo y la cocina, del deseo, de la familia y sus nuevos códigos de estar en el mundo.Y quiere abordar la propia identidad creativa de la mujer en un entorno tradicionalmente masculino, al menos en lo profesional, ya se sabe que no tanto en la intimidad de los peroles caseros.

Una apetitosa aunque no exquisita carta de gusto popular que prefiere escudarse en los resortes agridulces para trazar su enredo, sin molestar, recubriendo del justo almíbar un menú simpático, políticamente correcto, que no llega a transgredir ni por su ingenuo ménage à trois. Oristrell dirige a sus actores (deliciosa Olivia Molina) desnudo de brillos, roza incluso lo acartonado en un prólogo virado a sepia al estilo Cuéntame. Pero no es el suyo un cine de autor de trazos memorables, sino una muestra hábil, ingeniosa, desacomplejada, de cómo relatar los ingredientes que nutren los guisos sentimentales de última generación.

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