6/2/09

LA BODA DE RACHEL: la familia mata

El nido de afectos y rencores familiares ha nutrido grandes obras cinematográficas, algunas cargadas de una lucidez indiscutible. Desde visiones irónicas de los reencuentros hasta el dibujo de improvisados campos de batalla montados entre cuatro paredes, airear suciedades siempre da juego. Pueden servir dichos careos para enunciar verdades templarias sobre una institución lejos del arquetipo modélico difundido por el cine norteamericano en casi toda su historia. Si el talento acompaña, hacer diagnóstico de traumas varios como impulsores de un seísmo anunciado resulta hasta estimulante. Pero Jonathan Demme, de carrera algo desnortada tras aquel espejismo que silenció algo más que a los corderos, no logra enriquecer la nómina de grandes cirujanos de tensiones domésticas -tampoco Noah Baumbach con la reciente y prescindible MARGOT Y LA BODA (2008)-. El prisma con el que derribar máscaras de placidez adopta formas de un drama afilado, aunque también previsible dentro de la ciénaga que pretende explorar.
Vértices del conflicto son dos hermanas, la casadera del título y la pequeña de la familia, en libertad condicional de un centro para toxicómanos. Huelga decir que los cruces dialécticos entre ellas y el resto del clan encauzan el análisis de esos pilares corroídos por los secretos, la sombra turbia de un pasado doloroso marcando los días. Anne Hathaway -mejor que nunca, que tampoco es decir mucho- se reinserta a la vida por el camino erróneo. Da a parar nada menos que a una madriguera de cinismo y pólvora verbal, a un banquete de farsa y libre pensamiento que la volverá a situar en el alambre y le hará cuestionar los resortes de una felicidad postiza. Nada nuevo bajo el techo de un relato que se adorna con lo propio: diálogos crispados, canapés de reflexiones, y mucho de amor interracial, de segundas oportunidades, de supuesta catarsis a base de despellejarse unos a otros.

Demme se deja seducir por la atmósfera interiorista de Bergman, incluso la de un Allen verborreico y neurótico: tarea estéril. La apuesta se pierde en el artificio estético, claramente inspirado en las reglas del aquel dogma europeo que no tardó en diluirse tan bruscamente como surgió. La rígida obediencia al modo de rodar propia de von Trier, Vinterberg y pocas celebridades más busca hacer visible las tensiones íntimas de los personajes, la ebullición emocional, la sarta de reproches airados, de secretos soterrados bajo la estampa teatral del enlace. El uso del efecto se convierte en abuso, y acaba revelándose pretencioso, a ratos tedioso, en otros tramos innecesario si atendemos a un esquema de disfunciones acomodado en la ortodoxia. Ciertos genios de la disección lo hubieran moldeado a chorros de ácido sulfúrico. Lo natural discurriría ante nosotros por la fuerza misma del guión, no como fruto de ombliguistas acrobacias visuales.

No hay comentarios: