19/2/08

INTO THE WILD: el salvaje peregrino

Confirma el díscolo y rebelde vocacional Sean Penn su talento para, si no hallar, al menos indagar su nombre propio dentro de la nómina de autores tras la cámara, su sello intransferible como creador de sueños en movimiento, de retazos de vida y muerte encarnados en personajes muy matizados -al menos en la escritura del guión- y en un uso libre, astuto, poético de los elementos que conforman la puesta en escena de esas ideas.

Y lo hace mediante este sentido y profundo homenaje a la libertad innata del ser humano para encontrarse a sí mismo, para afirmarse como entidad física y proyectar su más arraigada dimensión espiritual hacia la naturaleza que lo rodea, hacia el medio salvaje en el que desarrollarse y del que se ha visto privado en aras de una vida falsa, hipócrita, postiza, estéril, materialista y, en definitiva, carente de sentido y plenitud.

La visión de esta espeluznante, extraña y magnética INTO THE WILD apela a la zona más noble de nuestra sensibilidad y eleva la mera y rutinaria experiencia como espectador a la esfera de la emoción más pura, al territorio donde descubrimos nuestra propia integridad individual, al paisaje anímico en el que tomamos conciencia de lo que somos y en el que nos liberamos. Es una propuesta más lírica y sugerente que narrativa, no importa tanto la progresión dramática como el efecto cautivador y reflexivo que nos produce. Penn ha querido -y logra- que cada espectador construya su apasionado viaje interior, superando así el tono elegíaco de sus anteriores obras.

INTO THE WILD nos seduce con su hipnótico recorrido humano, nos sumerge en la inmensidad del espacio natural que vemos, nos conduce con su música, con su sonoridad, con sus caminos, con sus personajes, con sus amaneceres, con el agua limpia, con la blancura de sus cumbres y la frialdad de sus estaciones, con el viento que corta rostros y vegetaciones, con todo lo que reafirma y anula a la vez el concepto que de nuestra existencia teníamos en principio.

Es una de las experiencias más arrebatadoras, subyugantes y emotivas que he podido vivir en un cine. Por todo lo que la historia plantea, por ese preciso empleo del montaje, por esa imperfecta pero perfecta planificación a base de encuadres cortos, por esa sorprendente facilidad para destilar quietud y dinamizar el ritmo, por esa sabia fórmula para extraer pasión de las miradas, para pintar con el rostro de los actores la tristeza, el desamparo, el miedo y el gozo más absolutos...Y son excelentes actores los que traducen todo esta riqueza emocional, tanto el protagonista, un soberbio y prometedor Emile Hirsch -tierno, ingenuo, apasionado y aterrorizado-, como el anciano Hal Holbrook, a quien sólo le hacen falta 5 minutos para removernos por las arrugas de su voz y la elocuencia de sus gestos.

Sean Penn sigue investigando su pequeño hueco en el cielo de los creadores genuinos, y lo hace con una poderosa parábola sobre la pequeñez de nuestra vida frente al entorno, sobre el poder que escondemos para cambiar nuestro destino, para hacer temblar los pilares sobre los que se organizaban nuestros días. La historia del joven graduado de familia adinerada pero absolutamente disfuncional que abandona los oropeles de su vida de éxito para viajar al corazón de Alaska y reformular los códigos de su existencia es nuestra historia, la de cualquiera de nosotros, la de todos nosotros. Con ella recorremos todas y cada una de las emociones que nos alimentan. Hace falta mucha dosis de inteligencia e intuición para lograrlo.

Lo mejor que puede pasar es llevarte la película puesta en tu cabeza y no poder quitártela durante un tiempo. Tengo la sensación de que esta pequeña joya, modesta y ambiciosa, íntima y espectacular, vivificante y dolorosa, pertenece a esa especie.

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