19/2/08

THERE WILL BE BLOOD: érase una vez en América

Con la garantía de dos obras maestras -y una inteligente marcianada- en el currículum del
director y la presencia de uno de los tres mejores actores del
cine moderno, era complicado que la decepción empañara la
valoración de esta joya, sin duda una de las más brillantes de la
década. Es más, el brutal, intenso y alegórico retrato del
magnate petrolero que vertebra el film amplificó las
expectativas, barrió últimas sombras de duda y redefinió mi
criterio sobre la clase de historias y ambientes que aquí se
desarrollan.

Cambio drástico de temática y localización espacio-temporal para el niño terrible de la industria, el portentoso, excéntrico, caprichoso y genéticamente genial Paul Thomas Anderson, quien vuelve a tocar el cielo con su quinta obra. El autor de una maravilla vanguardista y desaforada como MAGNOLIA -una de mis cinco películas de los 90- vuelve a demostrar que su mirada excesiva, trágica, de adscripción épica, a un ser humano y a un entorno que lo define sólo es posible con el rigor, la tensión , el perfeccionismo y la madurez del artista californiano.

Hay sangre, mucha sangre, en THERE WILL BE BLOOD (me niego a repetir el infame título de
telenovela texana con el que se ha distribuído). Pero la sangre que destila la película es negra. El
color del líquido que origina disputas e hiperbola las pasiones, que dibuja manchas de odio y orgullo en la árida meseta americana, que ubica a empresarios y propietarios en el vasto rincón más siniestro del planeta. Se trata de una película de época, una muy decisiva para el florecer económico de la nación, la de los pioneros, y como tal arranca y nos conduce al estilo de las grandes epopeyas líricas del cine yanqui. Hay mucho de cine clásico en esta obra maestra. Pero toda esta herencia temática, ideológica y narrativa late bajo un sello postmoderno, el esqueleto narrativo y estilístico de Anderson bebe de fuentes sólidas a las que se les da un acabado autorial nuevo, vibrante, de latente potencia visual en cada fotograma. Vemos retazos de cine mil veces visto en televisión, pero en esta THERE WILL BE BLOOD se abraza el signo de lo coetáneo; son deseos y arrebatos humanos de siempre vestidos con la fuerza de nuestro tiempo. Parece que Anderson quiere dejar de ser un raro superdotado y encauzar su visionario potencial por sendas más ortodoxas. Por mí perfecto.

Pese a un final que diluye la furiosa solidez argumental en aras de un cierto exceso e histrionismo, THERE WILL BE BLOOD se sitúa en la vanguardia del cine de autor por sus arriesgadas decisiones narrativas –un ejemplo, su desarmante primer cuarto de hora-; por un empaque formal que trasluce la tensión de la historia con una planificación intachable –travellings que siguen a los personajes con nervio o planos generales majestosos que resaltan la aridez del paisaje-, perfilando con sus ángulos la oscuridad de esos seres humanos enfermos de mezquindad; por el expresivo uso fotográfico del gran angular y los tonos oscuros; por esa banda sonora tan audaz como desconcertante; y por la inteligente y matizada postura que el director adopta frente a los personajes -nunca maniquea ni enjuiciadora-, quienes se mueven con el solo peso de su bajeza innata -los débiles de fé ciega y de codicia sin límites nunca son objeto de burla, más bien de cierta piedad-. Una vez más: nada nuevo bajo el sol, pero visto como nunca antes.

Tuve la íntima sensación al ver la película de que no hay otro actor vivo capaz de encarnar, con toda la grandeza requerida, al complejo magnate Plainview. La bestial presencia de Daniel Day-Lewis enriquece las aristas de un personaje incómodo, dota de rabiosa humanidad a un monstruo falto de escrúpulos y enaltece las miserias del arribismo en persona. Cada cambio de gesto en esos primeros planos tan gratos es fruto de una meditada introspección del actor, pero cumple su función: sumergirnos de lleno en los abismos más sucios de una personalidad demoledora. La mirada turbia, las sonrisas, los andares, la voz cavernosa y casi teatral…todo en la creación de Day-Lewis otorga ese rasgo de enormidad que baña la historia. Sólo con su potente físico y su entregada –puntualmente barroca- creación se concibe este desasosegante relato del auge y la caída de un magnate petrolero. Él es, en una interpretación calculada y pletórica, fría y grandilocuente, virtuosa y descarnada, la integral personificación del mal. Él y no otro actor es quien puede implicarnos en este firme y torrencial recorrido por los senderos de la avaricia, los férreos lazos familiares, la corrupción de un naciente capitalismo y los peligros de la fé. Algo en sus ojos anuncia continuamente la violenta explosión bajo la calma. Y los premios le están lloviendo al actor. Con razón.

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