27/2/08

EN EL VALLE DE ELAH: demoledora y necesaria

Hay pocas historias que te hagan salir del cine con el cerebro y el espíritu atenazado, presionado por la grandeza de lo que acabas de ver, escuchar, tocar con tu fibra más a flor de piel. Me sucedió con MYSTIC RIVER, me sucedió con TE DOY MIS OJOS, con MILLION DOLLAR BABY, con EL JARDINERO FIEL, con IN THIS WORLD, con CARTAS DESDE IWO JIMA (qué casualidad, tres títulos del maestro Eastwood en esta corta lista). Cuando una obra cinematográfica traspasa los estrictos márgenes de su rígido corsé de proyección y se estrella contra ti exprimiéndote con el poder de su propuesta, es cuando me reafirmo en mi teoría de que sólo por esto vale bien la pena seguir alimentando el acto de curiosidad que es la vida.

EN EL VALLE DE ELAH no ha sido, ni mucho menos, una decepción. Más bien ha confirmado y elevado a niveles imprevistos mi absoluta certeza de que me iba a introducir en una de las historias más poderosas, arriesgadas, complejas y emotivas no sólo del reciente bautizado 2008, sino de lo que llevamos de década. La fuerza narrativa, el vigor ideológico, la nada complaciente exposición de la anécdota, la recia pintura emocional de unos personajes en carne viva, el absolutamente nada maniqueo discurso sociopolítico subyacente, el sabio empleo de los recursos del oficio por parte de Haggis y unos actores que acarician la perfección encarnando cada una de las líneas de este guión maestro son los elementos que vaticinan la vigencia de esta cinta más allá de su improbable periplo recaudador por las salas comerciales.

Tratándose de Paul Haggis cuesta aceptar que esta descarnada, acerada, rotunda película haya sido firmada con su nombre y apellido, el mismo nombre y el mismo apellido que rubricaba otra cinta con inspiraciones críticas, pero en las antípodas de la sutileza y el buen gusto, aquel producto acomodaticio, maniqueo, simplista y edulcorado llamado CRASH (COLISIÓN). Viendo esta última obra después de aquélla se observan los dos extremos desde los que la industria yanki del cine puede poner sobre la mesa ciertos temas de calado social, ético y profundamente humano. Un extremo es el de lo grotesco por burdo, ramplón e inverosímil. El otro extremo es el de la inteligencia por transgresión, por absoluto dominio de los resortes de la emoción y la honestidad a la hora de hacernos transitar sus meandros.

Nos ofrece esta nueva muestra de buen cine americano una nada manipuladora crítica contra una de las estructuras más siniestras de la sociedad yanqui: el ejército. Y ataca con destreza y convicción, sin excesos ni apologías, sin demagogias compradas a bajo precio, con sosiego y una aguda dosificación del misterio. El poder simbólico de la bandera americana, que aquí ondea colgada del revés, sintentiza el espíritu que alenta la historia. Una hermosa y dolorida historia de mentiras -o verdades enterradas, que viene a ser lo mismo-, de cómo se disfraza la realidad cuando ésta puede derrumbar las convicciones más oscuras. Un fascinante relato de desesperanza y búsqueda de la verdad, del amor de un padre por su hijo, de una investigación minuciosa y apasionante donde relucen los secretos que una nación mantiene para no hacer peligrar sus cimientos. Tiene este metafórico VALLE DE ELAH mucho de cine clásico, brillan retazos del mejor Eastwood en sus imágenes; la sobriedad de su factura, su ritmo pausado y la consistencia de los personajes la emparentan con los mejores, con la nómina de auténticos creadores americanos que dan testimonio doliente y comprensivo de su tiempo.

Una vez aceptado el hecho de que el señor Haggis ha sido capaz de enriquecer su discurso, de hacerlo libre, de no encorsetarlo con las fajas dinerarias de las productoras, de apostar desde el principio por una historia de pérdida y desarraigo que vierte sobre nuestra ánima su esencia, obligándonos a reformular inmediatamente nuestros propios códigos de actitud frente a la vida... Una vez deslumbrados con la solidez de esta irreprochable película, podemos confirmar que el cine sigue permitiendo que aprendamos más sobre nosotros mismos.

La perfección de ese andamiaje narrativo se hace más vibrante, si cabe, con la densidad, la versatilidad, el permeable abanico de recursos interpretativos de uno de los más grandes intérpretes del último cine mundial: Tommy Lee Jones. Es uno de los grandes. Está en el Olimpo junto a Ed Harris, junto a Harvey Keitel, junto a Morgan Freeman, junto a Daniel Day-Lewis. Y su interpretación del tenaz padre-militar jubilado- en su febril pesquisa por los laberintos del estamento militar y policíaco para desentrañar la desaparición de su hijo militar es una de las más intensas, dúctiles, tiernas, esperanzadoras, sutiles y brillantes que yo he podido ver en muchos años. Su carga de sufrimiento, de angustia, de desconcierto, de ilusión se refleja en cada arruga de su rostro y en la caída irrenunciable de sus ojos. Nos arranca el actor un pedazo de piel en cada plano, nos hace sangrar y, por si fuera poco, nos arrebata lo único estable con lo que entramos en la sala: la cordura. Sólo por su papel estelar en este dolorido y atormentado VALLE DE ELAH ratifica su majestad dentro de los pocos elegidos, los escasos actores que dignifican su oficio con un talonario de talento y sabiduría.

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