21/10/08

EL JUEGO DEL MATRIMONIO: desconfiados esposos

Me reitero en la creencia de que los viejos moldes nunca defraudan, si bien merecen nuevos lustres para ser realmente creativos. Acomodarse en el patrón de la comedia clásica del Hollywood dorado no deja de ser postura facilona, más por la aceptación popular que por la sencillez de ejecución, ya sabemos del buen arte de la risa. Pienso en uno de mis dioses -sí, acepto mi politeísmo idólatra y absurdo-, el señor Wilder, a quien no le sobraban ni puntos ni comas de acidez, nunca de más un gesto mordaz, jamás sobrante la mirada cáustica, la sapiencia literaria. Eso se cultiva si en verdad se nace con el genio dentro, de ahí que sean pocos los que ocupen el podio de deidades.

No creo que el neoyorquino Ira Sachs se haya planteado reinventar ese gran género cinematográfico. Dudo también de que pueda considerarse EL JUEGO DEL MATRIMONIO como comedia ortodoxa, limpia, dechado de precisiones que antaño fascinaba sin remedio. Más bien se aferra el relato a un esquema híbrido entre el suspense de época y la irónica -poco, eso sí- visión del noble sentimiento que sigue emparejando al ser humano per secula seculorum. Más o menos en la estela de un Preston Sturges, un soterrado Ernst Lubitsch, o tal vez Mitchell Leisen, incluso Howard Hawks revisitado con el barniz elegante de una caligrafía correcta y una puesta en escena bien segura de las cartas en juego. Porque no es otra cosa esta obra más que un divertimento, un edificio calculado en esos márgenes de clasicismo, con arcenes de los que no se desvía, lo que acaba aprisionando el relato hasta convertirlo en mera fórmula muy válida para despertar nostalgias en el respetable, aunque poco valiente para enhebrar un producto cinematográfico.

Agrada el tono general, se hace cómodo, amable en el trazado del artificio narrativo, con sus personajes estereotipados y todo eso. Cuenta con todos los recursos que esa simbiosis dramática admite, tiene incluso una voz en off para meternos de cabeza en el embrollo. Sin embargo el dibujo de las piezas del entramado -los cuatro personajes centrales- revela su flaqueza, es borroso el mar de intenciones ocultas, reacciones y psicologías manejadas por Sachs. Los hilos del misterio eclipsan el intento, si es que lo hubiera, por conmovernos a través del apego emocional, de la hondura por debajo del epidérmico, también eficaz, andamiaje intrigante. No quiero repensar esta historia con los rostros impagables de Cary Grant o Katharine Hepburn, y no cito más ejemplos ilustres para no hacerme pesado. Me conformo con el excelente poker de intérpretes que confabulan para dignificar la pieza voldevilesca, brillantes todos, aunque destaco a una pequeña actriz, grande en talento, casi prodigiosa en el mar de matices, mi admirada Patricia Clarkson. Desde el cine indie a la producción convencional, su talle menudo y el toque sereno de su mirada se ha paseado para mi regusto -siento el egoísmo-, es desde ya un de mis favoritas al trono. También aquí impregna de humanidad a su rol de esposa engañada capaz de ocultar sus propias armas de revancha, su personales artimañas de seducción.

El juego del título no sobrepasa los bordes estilísticos de una pieza de qualité, pretendidamente desfasada, melancólica por el gran cine que -se quiera o no- murió. A veces respira bajo los pellejos propios de un telefilme de lujo, revelando su parquedad presupuestaria, su caprichoso arrinconamiento en modos de rodar cosas que ya no se ruedan en la feroz industria palomitera. En la línea de la maravillosa LEJOS DEL CIELO (Todd Haynes, 2002), aunque carente de su propósito revisionista. En ésta el aroma retro invade sin relumbrones, nada fascina pero cumple. Ése es su encanto principal, tal vez el punto fuerte de Sachs y los actores para levantar un trabajo poco memorable que, pese al divertido esfuerzo común, nunca se define. El caso es que no sabemos si se quiere diseccionar la institución matrimonial -faltaría acento irónico- o desentrañar el siempre alimenticio crimen pasional -eso sí, por compasión, nada de celos-. En agua de borrajas se perfila una trama en exceso lineal cuyo empaque visual es incapaz de encandilarnos como sí hicieron aquéllas glorias del texto libre y la gracia actoral.

Ya digo que no engrosará anaqueles legendarios ni resucitará antiguos esplendores. Conformémonos con una apreciable radiografía física del momento -años 40 de mis amores-, muy justa y afinada, como interesante es el tímido estudio de parejas, su cruce de flagrantes cornamentas (a la postre consentidas), alguna reflexión perdida sobre el sentimiento amoroso como motor de la vida, a cuyo influjo termina sometido hasta el más redomado soltero -aquí con las facciones de un Pierce Brosnan muy cómodo-. Más allá de la espléndida textura no se observan grandes dotes para combinar los ingredientes del veneno hasta inocularnos su magia por vena. Dejemos eso para los maestros. Y ya me callo.

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