26/10/08

RETORNO A BRIDESHEAD: amistades confusas

Una de las exquisiteces para guionistas y directores es agarrar el maletín de piezas literarias de postín, época victoriana como plato fuerte, y adaptarlas. Barrunto la comodidad ante textos fragantes de prestigio, no en vano el material adaptado suele tener carne que roer, sólo se requiere la corrección ortográfica y un plantel de intérpretes que aporten solidez al asunto. El lustre queda asegurado. El británico Julian Jarrold, fogueado en recreaciones nobles, reaparece con cartuchos que prometen puntería, como demostrara aquella serie de los 80 por la que Evelyn Waugh pudo asomar su prosa refinada.

Escojo para hablar de la película el título original, BRIDESHEAD REVISITED, por encontrarlo más explícito en sus dos dimensiones semánticas. Vuelta al texto literario, emblemático como pocos, y reencuentro del protagonista con la casa -perfilada como un personaje más-, varios reencuentros de hecho. Jarrold circuló hace poco por senderos de época al contarnos la juventud de Jane Austen. O sea que no le viene grande el proyecto, aunque no logre desplegar más que pulcritud, buenas maneras y un discreto sentido de radiografía social y moral del momento. Qué menos. Sin llegar a deslumbrar, su nueva entrega nos adentra en ese subgénero dramático cuya parroquia de fieles aún mantendrá el interés por productos aterrizados en taquilla con relativa asiduidad. Insisto en la rentabilidad a la hora de arrimarse a ascuas dibujadas bajo elegantes costuras. La película se amolda sin riesgo a la tradición asumida por otros autores, también seducidos por líneas precisas y eternos sentimientos. Pienso en James Ivory y su excelente MAURICE (1987), por nombrar la obra con mayores hilos de conexión, argumentales y estilísticas. No alcanza sus niveles de parsimonia narrativa, pero iguala su ahínco en reflejar usos y costumbres de esmerada ambientación.

Apunta Jarrold un diagnóstico conciso de la Inglaterra de entreguerras, pero supongo que el bisturí no se clava del todo por ajustarse a las exigencias de productores, y -no olvidemos- porque una serie para televisión deja campo libre al detalle, a la introspección psicológica, al regusto emocional. Aquí cuenta la narración convencional con vistas a la taquilla, y no hay hueco donde se pueda refugiar la densidad en el trazo. Tuve la sensación de que ya había visto la película antes, no ya en línea comparativa con la historia que Jeremy Irons cubrió de porte distinguido. También por no desviarse un ápice del recto cauce por donde fluyen los elementos propios de estas adaptaciones. Nada excede el esquema previsto, dirección amable, amable tono, gentileza en las mínimas aristas que enturbian la fachada inmaculada. Tal vez sea esto último lo más obvio, la preciosista reconstrucción histórica. Pero sólo califico de notable -nunca portentosa- la revisitación de unos parajes físicos que rezuman esplendores pretéritos y ahogan con el peso de la tradición a las jóvenes promesas de una modernidad ya pujante en las grandes ciudades europeas -Londres para ser concretos-.
Flotan sobre superficies de cine ortodoxo y sin sobresaltos los grandes conceptos que Waugh describiría en parrafadas deliciosas. Aristocracia rancia y católica (¿no son lo mismo?), conservadurismo bestia frente a amoralidad y libertinaje. Y, por encima de todo, una vuelta nada innovadora a la ancestral lucha de clases, más hombre rico-hombre pobre, más vaivenes sentimentales ahora enriquecidos por la homosexualidad del joven adinerado. Todo tan tibio y aséptico que el final reflexivo, con el tormento interior incluido, apenas nos roza.

Resumiré los encantos de la función en un rostro -éste sí- portentoso, el de Emma Thompson. Una de mis damas del cine que de nuevo deambula senderos de alta cuna. Fue Ivory quien le propuso un REGRESO A HOWARDS END (1992) y conformarse con LO QUE QUEDA DEL DÍA (1993), ambas piezas de cofre. Y ella misma se calzó pompa y conciencia de clase firmando un guión justamente premiado, SENTIDO Y SENSIBILIDAD (Ang Lee, 1995), de la novela de Jane Austen. No sólo está curtida en asuntos de folletín decimonónico, sino que vuelve a relumbrar en una creación contenida, reina de los matices. También me gusta Matthew Goode. Tiene talla, estilo, presencia, encuentro lógico el hormigueo de Thomas Morrison al conocerle. Lo que más me aburre es que se haya evitado una auténtica perversión de la novela, veo demasiado recato en ese tímido beso entre los dos amigos borrachos. Puestos a reelaborar pasados éxitos, ¿por qué no entrar en materia carnal y aparcar escarceos sugeridos? Pregunto.

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