23/10/08

TRANSSIBERIAN: misterio en la nieve

EL MAQUINISTA resultó ser la obra más perturbadora y extraña producida en nuestro país hace cuatro años. Sin bordear la maestría lograba adentrarse en materia narrativa y lenguaje visual insólitos, creando una atmósfera onírica asentada de lleno en los márgenes de las pesadillas. Recuerdo que no me fascinó. Lo que sí consiguió fue que el cuerpo se me inundara de mal rollo, el vello erizado ante la visión de un Christian Bale reducido a pellejo sobre hueso, acorralado en una odisea de pliegues casi kafkianos. Provocador, desquiciado, asfixiante experimento, ése sí que rompió moldes.

Lo nuevo de Brad Anderson cambia factorías, olores industriales y tintes psicofantásticos por la amplitud de la estepa soviética. Y, para instalarse cómodamente en terrenos de homenaje al género clásico de suspense, sitúa la acción en el tren del título y nos mina el ánimo de recursos previsibles, personajes tipo, fragancias y sabores que recuerdan al mejor Hitchcock, a esa novela de misterios esquemáticos y, por qué no, encantadores. He esperado mucho -los caprichos de los distribuidores me sacan de quicio- para ver el resultado. Confieso que no me aturde como lo hizo su anterior pieza de intriga, pero se me antoja resultona, cabalgando entre los pasajes realmente absorbentes y tramos más morosos en los que definir personajes, sentar las bases para el festín criminal. Para empezar a removernos, vaya. No creo que el conjunto despida brillos ni reelabore los patrones del subgénero ferroviario, aunque aceptemos los destellos puntuales en un relato con pocas florituras, tan directo como una poción venenosa que se toma su tiempo en hacerse efectiva.

Hay que decir que el clima se consigue, se mastican los códigos del thriller pasado por nieve y eso agrada. Aconsejo dejarse arrastrar hacia territorios reconocibles, impulsados con el motor de viejas fórmulas, maquillado de un clasicismo narrativo donde caben la frescura y los nuevos bríos de Anderson y su productor, Julio Fernández. Quizá salga ganado la apuesta si la consideramos como un juego, todo un equipaje de reglas para que la ortodoxia entre en escena, cristalina, atravesada por la mecánica en acciones, espacios y turbadoras presencias. Antes que un defecto, se convierte esta obediencia a las normas en puro gozo. Insisto. Mejor subirse al vagón mejor provisto para emocionar al personal, es conveniente rendir culto a esta canónica bandeja de ingredientes, casi como un sólido tributo a un espacio ya inmortalizado en el cine desde sus orígenes. Así podremos valorar el resultado por encima de algunos detalles de montaje, torpes en la afinación del producto. Hablo de los molestos -por explícitos, y no me considero tan tonto- insertos a modo de flashes explicativos en las escenas de mayor tensión dramática. Sobran, redundan en lo que ya preveíamos, añaden poco al marco de desasosiego y claustrofobia. También en aquella historia del solitario maquinista se cometían tropiezos de diseño, ciertas piezas también chirriaban.
Y luego está el placer de ver al maestro Ben Kingsley seduciendo con su impecable figura, su porte sobrio y oscuro, su incómoda y a la vez cautivadora presencia. Es uno de los excelentes rostros que componen el artefacto. Le acompañan Emiliy Mortimer, tierna y avispada -esta chica empieza a engrosar mis altares- y Eduardo Noriega, malo de la función, puro estereotipo, graciosas sus coletillas en castellano. Lo demás se somete a la corrección ortográfica. Los renglones de la aventura se escriben a sobresalto medido, astutos resortes lejos del entusiasmo pero eficaces. No sorprenden las claves de este viaje transiberiano, todos los sobresaltos agazapados en pasillos y compartimentos, toda la sangre que empapa las blancas mesetas. Tampoco veo originalidad en la crónica de una catarsis en la pareja americana en crisis -de intereses, como todas las crisis-. Pero tiene su gracia que sea la nueva Rusia, ese siniestro terreno abonado con la simiente de un pasado en sombras, el escenario que acoja huidas y recelos, narcotráfico y turismo, en unión desoladora. Los clásicos -su dibujo del miedo, de los más primarios instintos- quedan honrados a pellizcos de buen oficio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Unos días sin venir por aquí y se me acumula el trabajo de lectura, je, je. A mí también me gustó bastante la película. Sobre todo el trabajo de Kingsler, qué gran actor es este hombre... Y la protagonista femenina, porque la otra muchacha no cambia de cara en toda la película, y los dos caballeretes pues... pasables nada más.
Un director a tener muy en cuenta.

Un saludo.