7/7/08

ALIENTO: la brasa bajo el témpano de hielo

Empujado por la prometedora hermosura de un título como ALIENTO, el espectador incauto podrá sentirse defraudado cuando los créditos sobre blanco den carpetazo a este relato extraño, visceral, bello a la vez que hermético. Digo que notará el agridulce de la decepción por el obvio desajuste entre el sentimiento descarnado que dibuja y un rechazo radical a todo lo que huela a ortodoxia a la hora de activar la emoción. A decir verdad, y esto ya lo saben los adeptos o arrimados al universo del coreano, nada en su nueva propuesta desarma las previsiones de complejidad -de acuerdo, se admite rareza como adjetivo- que brotaron ante obras anteriores, siendo HIERRO 3 (2004) su inmediato y mejor referente, por varias razones.

También puede apreciarse la película desde la barrera del espectador curtido en una simbología que, de puro críptica, hace peligrar la empatía que todo drama persigue. Kim Ki-duk, adalid de un cine asiático que hincha de lirismo sus pequeñas fábulas modernas, se mantiene terco frente a mediocres soluciones y vuelve a calibrar nuestra inteligencia. Con la coraza de una gélida puesta en escena -no exenta de hermosos encuadres-, el andamio sentimental que se pretende tormentoso termina acusando la excesiva reverencia a su propio lenguaje cerrado, trufado de metáforas visuales como hilazones sueltos que reclaman nuestra atención -más aún, nuestro juicio- para cobrar sentido. Reside aquí el magnetismo de un film inclasificable como ALIENTO, que es historia de amor, que es ímpetu y despecho, que es soledades encontradas, que es pasión, muerte, poesía. Esencial Ki-duk, otro artefacto reventado de sugerencias, en las antípodas de las convenciones que podrían dirigir nuestra mirada adocenada. Cine difícil, inaprensible, capaz del desconcierto y la fascinación en equilibrio magistral.

Juega el autor de LA ISLA (2000), SAMARITAN GIRL (2004) o EL ARCO (2005) con las reglas que domina y nos complica en la tarea de descifrar el acróstico sentimental. Volvemos al mutismo del protagonista como metáfora forzada de la incomunicación en la era posmoderna, recurso que en HIERRO 3 articulaba el romance de dos extraños hasta elevarlo a poema visual. El silencio como vehículo de una relación desquiciada entre dos náufragos, dos desequilibrados, los parias de una sociedad que tiene sus propio código frente a prisioneros con ansias suicidas -abundan las escenas de vigilancia a base de cámaras, el control institucional de los espacios, de los tiempos privados-. Pero también la actitud silente en la celda, rodeado de estúpidos y con el hálito de la muerte amenazando el poco resto de cordura. Los últimos días en claustro físico que hace confundir afectos -el esbozado amor homosexual-, recurrir a la propia mutilación para frenar la agonía -los despuntes sangrientos del film-.

Ki-duk traza los encuentros desde el lenguaje del dolor y el impulso violento, perfilando reacciones desaforadas que -gran paradoja la del título- a(duras)penas logran abrasarnos. Por su riesgo seductor, en su apuesta por el concepto, este cuento de abismos compartidos, de textura cercana al melodrama, elude las causas, anima las hipótesis, nos invita a repensarlo. Un presente de frustración conyugal, una infancia humillante aliviada con el refugio del colorido, lo naif, las canciones para escapar de las sombras. Contundente descarga del caudal de sensaciones sólo traicionadas en un epílogo de fácil digestión, ajeno al turbulento camino recorrido. Hasta entonces, el trayecto ha ofrecido las suficientes pistas para enhebrar más inquietud que arrebato, más plasticidad que calor humano, un ejercicio de mutua liberación tan destilado que ahoga el latente deseo de emocionar.

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