La contundencia que sella esta película es todo un marcaje de intenciones, la brillante carta de presentación de José Padilha en la nómina de novísimos cineastas brasileiros encargados de alumbrar las miserias nacionales. Puede afirmarse la necesidad de TROPA DE ÉLITE en la estela estremecedora de un cine que se despoja de complejos y se autoproclama como objeto quirúrgico sobre una realidad podrida hasta el tuétano. Lo que equivale a calificar la apuesta como el último eslabón en la imprescindible cadena denunciante del cine hecho en el mayor país sudamericano, que no es poco decir.Por eso tal vez no sorprendan los modos con que el equipo técnico emite su poderosa radiografía de la corrupción que asola la nación como el peor de los virus. Ya en CIUDAD DE DIOS (2002), su compatriota
Fernando Meirelles -junto a Katia Lund- asumía el reto de conferir nivel autorial a un virtuoso retrato del sistema de poder mafioso que articula el día a día en las favelas de Rio de Janeiro. Lo hacía también desde el vigor narrativo, el soberbio empaque formal y -lo más importante- la honestidad, la firmeza de ideas que se ganó a público y crítica sin contemplaciones. Como en aquélla, el debut de Padilha araña en una cotidianeidad desoladora cuyos siniestros trazos exigen visiones sin empañar, ajenas a otros intereses que no sean el puro testimonio de la bajeza ética, de los insondables abismos que se abren en el orden institucional y, en consecuencia, bajo los pies de los más desfavorecidos. Cine social, a mucha honra, disparo certero en las barricadas de una industria casi siempre empeñada en distraernos a golpes de estupidez más o menos amortiguada, para que el rebaño no se subleve.
Fernando Meirelles -junto a Katia Lund- asumía el reto de conferir nivel autorial a un virtuoso retrato del sistema de poder mafioso que articula el día a día en las favelas de Rio de Janeiro. Lo hacía también desde el vigor narrativo, el soberbio empaque formal y -lo más importante- la honestidad, la firmeza de ideas que se ganó a público y crítica sin contemplaciones. Como en aquélla, el debut de Padilha araña en una cotidianeidad desoladora cuyos siniestros trazos exigen visiones sin empañar, ajenas a otros intereses que no sean el puro testimonio de la bajeza ética, de los insondables abismos que se abren en el orden institucional y, en consecuencia, bajo los pies de los más desfavorecidos. Cine social, a mucha honra, disparo certero en las barricadas de una industria casi siempre empeñada en distraernos a golpes de estupidez más o menos amortiguada, para que el rebaño no se subleve. El film, valiente como pocos, no se arredra en su
Una charla entre los estudiantes burgueses de pulido espíritu social destapa la tesis que sostiene la película, la que el joven policía envenenado de sentido del deber rebate convencido. La falta de honestidad, la degradación ética, la inutilidad del cuerpo policial en su defensa del ciudadano acaban infectando todo lo demás. El director radiografía la ciudad -por extensión el país- y perfila con intensidad la pesadilla infame, la espiral del caos y el lenguaje de la violencia como único

El último plano revela el hilo de esperanza filtrado entre tan devastador panorama, el respeto al propio esquema de valores como liberación frente a las tinieblas. No todo está perdido, nos dice Padilha chorreando talento, acertando en nuestro entrecejo hasta desplomarnos.
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