Que la rueda del mundo sigue girando, que el sistema continúa exprimiendo su falacia del consumismo, las falsas libertades que dan pie a nuestras elecciones. Que la sociedad, abstracción sin color ni forma, se ha hecho más inhumana, de un apetito voraz que termina por absorber a sus criaturas. Al final va a ser verdad todo lo que Stuart Townsend pone en una bandeja semidocumental, puro cinema verité en pleno siglo XXI. Eso si, Charlize Theron y Ray Liotta lustrando el panorama, para que el pellizco en las conciencias se rebaje con su carisma, por otro lado desaprovechado en personajes algo epidérmicos.Presumo que no son los brillos y oropeles de las estrellas del firmamento Hollywood el objetivo del director.
Los personajes de BATALLA EN SEATTLE no actúan más que como vehículos transitorios de la idea vertebral del film, uno de los más interesantes títulos de la cartelera. Insisto. No se encuentra aquí el cine rutilante de efectos especiales, no se pretende emocionar con complejas interpretaciones, se evita el artificio a toda costa. Si el adjetivo realista pudiera definir alguna clase de películas (las hay), bien cabría adjudicárselo al bautizo de Townsend, pues el núcleo dramático de la acción se alterna con imágenes de archivo que ilustran los detalles reales del conflicto. De sobra conocemos los hechos objetivos, medibles, impepinables que han inspirado esta obra.
Por eso es tan válido el recurso al género testimonial, puesto que se adivina una intención (lícita) de arrancar cierta adhesión del respetable esquivando el exceso melodramático de la ficción arquetípica. Se cuentan verdades como puños, y se hace de la manera menos manipuladora posible.
Los personajes de BATALLA EN SEATTLE no actúan más que como vehículos transitorios de la idea vertebral del film, uno de los más interesantes títulos de la cartelera. Insisto. No se encuentra aquí el cine rutilante de efectos especiales, no se pretende emocionar con complejas interpretaciones, se evita el artificio a toda costa. Si el adjetivo realista pudiera definir alguna clase de películas (las hay), bien cabría adjudicárselo al bautizo de Townsend, pues el núcleo dramático de la acción se alterna con imágenes de archivo que ilustran los detalles reales del conflicto. De sobra conocemos los hechos objetivos, medibles, impepinables que han inspirado esta obra.
Por eso es tan válido el recurso al género testimonial, puesto que se adivina una intención (lícita) de arrancar cierta adhesión del respetable esquivando el exceso melodramático de la ficción arquetípica. Se cuentan verdades como puños, y se hace de la manera menos manipuladora posible.Estoy seguro de que faltarían explicaciones, de que no nos listan los ingredientes con los que se cocinaron estas jornadas exaltadas en la ciudad yanqui. Aún seccionando la amplitud del fenómeno de la protesta, la película nos lo cuenta noblemente, a la usanza del documento fiel a lo real, sólo enturbiado por alguna licencia de guión que se sale de la línea esencial -el conflicto matrimonial entre Theron y Harrelson está desdibujado, ni siquiera interesa al mismo nivel-. Las cartas que juega son las que hay, sin la trampa del azúcar añadido ni el exceso didáctico, por mucho que en ocasiones se rocen sus peligrosos márgenes.
El conjunto queda, en una narración algo voluntariosa, bastante equilibrado, término cada vez más difuso cuando se trata de radiografiar una realidad con cierto acento crítico. Incluso la emoción brota en un final quizá demasiado optimista para los tiempos que nos absorben sin tregua. Ligera concesión con la que seguir soñando la entelequia de un diálogo entre los gobernantes mundiales para arreglar el embarrado panorama social, ecológico (¿qué más?) objeto de la disputa. Más o menos vendría a ser un preámbulo de lo que la reciente -y soberbia- WALL·E (Andrew Stanton, 2008) se ha encargado de profetizar a golpes de lucidez y elegancia. Luego dicen que se llama pesimismo. No se puede concebir mayor aplomo sobre la razón, mayor sujección a la realidad pura y durísima.
El conjunto queda, en una narración algo voluntariosa, bastante equilibrado, término cada vez más difuso cuando se trata de radiografiar una realidad con cierto acento crítico. Incluso la emoción brota en un final quizá demasiado optimista para los tiempos que nos absorben sin tregua. Ligera concesión con la que seguir soñando la entelequia de un diálogo entre los gobernantes mundiales para arreglar el embarrado panorama social, ecológico (¿qué más?) objeto de la disputa. Más o menos vendría a ser un preámbulo de lo que la reciente -y soberbia- WALL·E (Andrew Stanton, 2008) se ha encargado de profetizar a golpes de lucidez y elegancia. Luego dicen que se llama pesimismo. No se puede concebir mayor aplomo sobre la razón, mayor sujección a la realidad pura y durísima.Todo lo demás se presupone, y convence. Montaje dinámico, firmeza narrativa, acertada dosis de fatalismo dramático en consonancia con el progreso de las protestas callejeras.
Sólo el mencionado boceto de unos personajes relegados a un segundo plano impide redondear un buen intento de Townsend -a la sazón compañero sentimental de Theron- por construir opinión sobre uno de los capítulos más reveladores del buen espíritu ciudadano de la modernidad. Su debut es correcto como obra cinematográfica, pero supera la valla de los productos dignos por su carga de humanidad, no cifrada en las desgracias visibles que infectan el subsuelo de nuestra rutina. En todo caso una desgracia pandémica, la tremenda y desoladora certeza de estar empeñados en destrozar todo lo que siglos de evolución pretendieron instaurar. Sin medir consecuencias.
Sabiendo que es la única forma de mutilar las mismas libertades que el político de paso nos vende desde su tribuna. Los peligrosos, dirá éste -bien flanqueado por sus asesores-, son los cientos de cuerdos que se encadenan a las puertas del huracán para frenar el gran desastre. Cosas de las altas esferas.
Sólo el mencionado boceto de unos personajes relegados a un segundo plano impide redondear un buen intento de Townsend -a la sazón compañero sentimental de Theron- por construir opinión sobre uno de los capítulos más reveladores del buen espíritu ciudadano de la modernidad. Su debut es correcto como obra cinematográfica, pero supera la valla de los productos dignos por su carga de humanidad, no cifrada en las desgracias visibles que infectan el subsuelo de nuestra rutina. En todo caso una desgracia pandémica, la tremenda y desoladora certeza de estar empeñados en destrozar todo lo que siglos de evolución pretendieron instaurar. Sin medir consecuencias.
Sabiendo que es la única forma de mutilar las mismas libertades que el político de paso nos vende desde su tribuna. Los peligrosos, dirá éste -bien flanqueado por sus asesores-, son los cientos de cuerdos que se encadenan a las puertas del huracán para frenar el gran desastre. Cosas de las altas esferas.El debate, y con esto duermo tranquilo, se abre tras esta película más que con ninguna otra. Deduzco que de poco (práctico) servirá.
Cuando el afán fuerza el buen propósito, el efecto se difumina, pierde fuelle. Puede incluso incordiar una sobredosis de melaza, la bondad con calzador y el aroma solidario a borbotones. El cine se refugia a veces en narraciones que rebosan carga de humanidad hasta la frontera de lo intolerable, por exceso se logra el desapego emocional, el escalofrío se ausenta. Ni siquera en la saca del cine social, provechosa punta de lanza de gran parte del cine patrio, podría encuadrar Albert Espinosa su bienintencionado debut. La apuesta desconcierta como pocas. Bien podría aparcarse en un indeterminado arcén temático cuya extrañeza no revierte en fascinación, al menos el que esto escribe sintió sus ojos y boca abiertos, y no para que el placer dejara correr el lagrimeo o el gemido tímido. Fue más bien por incredulidad. Bochorno incluso.
No tiene ningún mérito solidario, y aún menor asomo de comicidad el surrealista punto de partida de esta película inclasificable. Filtrar en la más descafeinada e insulsa maquinaria sentimental un ligero chorro de conciencia humanista requiere algo más que intenciones limpias. Habría que recordar al señor Espinosa, de pésimo talento interpretativo -todo sea por ahorrar costes-, que además existe algo llamado guión necesitado de lustre, de los mínimos retoques para que las bondades no terminen naufragando en charcos. Eso es a lo que queda reducido un intento integrador loable pero cojo, hay quien lo llamaría fallido. Sobrevuela el esfuerzo por congraciarnos con los más desheredados de esta mierda de sistema en que malvivimos -aquí deficientes mentales-, pero la intención, casualmente, y sin parecer exigentes, no es lo que 

Es decir, lo de siempre hecho con bastante menos estilo y sutileza. A la vergonzosa secuencia de la masturbación conjunta con los discapacitados me remito.
La cornamenta, vieja refugiada en la estantería temática del cine, reaparece con zapatos de Prada y bolsos Louis Vuitton. Entra descabellada y escudada en gafas de sol, presta al limado de uñas prohibitivo y un frugal almuerzo tras la sesión en el gym, todo sofisticación. Adquiere el rostro de Meg Ryan, actriz reconvertida a esperpento de aquella fresca belleza que fue en los 80. Suyos, y no del Joker de Heath Ledger, son sus labios en perpetuo rictus sonriente como sello de gratitud a su cirujano plástico, insigne asesino de expresiones faciales. Codo con codo del pijerío, su alter ego y amiga, una Annette Bening a quien sigo adorando por más cosas además de su increíble versatilidad. Por seguir siendo atractiva a esa edad casi otoñal, borrosa. La Bening esgrime su belleza desde la sapiencia de la madurez, llena la pantalla a cada gesto y se queda tan ancha. No le ha hecho falta -si lo ha hecho, jamás podríamos jurarlo- ceder al tentador estropicio quirúrgico.
Gozo iluso. Su bautizo en la industria brota desde las entrañas mismas de la estupidez, los lugares comunes como timones de proa en otro cántico a la banalidad. El bueno de Cukor mejor reposará sin intuir la poca enjundia que un remake de su obra ofrece en pleno siglo de liberaciones vaginales y demás. O es que tal vez el propio sector femenino aspira a ser lo que estas historias reflejan. Quién puede saber.
Estelares presencias como Carrie Fisher y Candice Bergen -la Murphy Brown que produjo English- otorgan mayor caché al embrollo sentimental, manipulado con mano astuta por los ágiles contornos de la comedieta generacional exenta de aristas. A quien convenza su postizo homenaje a todo un género -ya sea el mujeril o el cinematográfico- será que la vida le trata muy bien. Tanto que se conforma con el encanto facilón del arquetipo. La seducción de un desayuno con diamantes aún puede aturdir la mirada.






Ella adoptó Francia como patria y nos recompensa con puntuales presencias que engordan el caché artístico de los proyectos que asume. Philippe Claudel, para abrir aún más su abanico multidisciplinar, debuta tras la cámara con Scott Thomas amadrinando una función triste, llena de silencios y miradas, el peso del pasado a lomos de una pequeña gran actriz como ella.
Con ella entona la actriz británica la discreta pieza de cámara pergeñada para dos instrumentos afinadísimos, dos piezas de un reencuentro familiar en un relato denso y muy francés en sus retazos literarios. Deja constancia Claudel de su maleta de escritor, conjuga bien el verbo reconciliar, salir a flote, y lo hace con el talento de sus dos actrices, a las que mima y confía un texto irregular, bastante escorado hacia el género intimista que un día algún iluminado llamaría de autor, poniendo una carne en el asador de las emociones que sólo a trozos se absorbe hasta el tuétano.
Una historia -sin destripar el secreto de la trama- a vueltas con la maternidad y sus actos de amor, pero también con la familia, ese nido de felicidad construida, frágil y envidiable para quien se vio privado de ella. El director escarba aún más y esboza un encuentro entre seres maduros, víctimas de un idéntico sentimiento de ahogo y desarraigo, el escarceo de la protagonista con el personaje masculino mejor definido, al menos el de mayor peso dramático. Algún otro secundario, sin embargo, caerá por la pendiente del tópico generacional o la más rotunda fatalidad en lo que se antoja un subrayado excesivo, por muy preparados que andemos para afrontar las tinieblas ocultas tras la luz. Aún así, el proceso se embarra en escenas alargadas, algunas de escaso valor en la busca de intensidad, desequilibrando el ritmo general. No dudo del honesto esfuerzo de Claudel por arroparse con el manto de un cine serio, de etiqueta genuinamente gala.


aunque el aire gélido les agriete el alma. El dueto femenino sirve para corporeizar un idéntico miedo a la soledad vital que las impulsa a una amistad de roce casi lésbico, en lo que parece un cruce de destinos imprevisto -como lo son todos-. Fácil es suponer que todo lo que sigue al encuentro conduce a un -éste sí- previsible proceso de mutuo descubrimiento, la superación de esos íntimos miedos y la lucha común por capear los envites de la vida perra. En el proceso también logran afrontar los fantasmas del pasado, bien sea el recuerdo de una infancia mutilada por la droga y la precoz madurez, bien las cargas familiares de un presente sin escapatoria. El contrapunto lo pone el vértice masculino del relato, tal vez más estereotipado o de perfil más desdibujado, aunque sea evidente su relevancia dramática para el desenlace de la historia.
Da lo mismo el conflicto del que se trate. En cuestiones de belicismo que involucren al ejército americano -que son casi todos los fregados allende el Atlántico- una óptica ajena a su poderosa industria alumbra más esquinas de las imaginadas. No por azar recuerda CALIFORNIA DREAMIN´ a la franco-israelí LA BANDA NOS VISITA (Eran Kolirin, 2007), cuyo relato también se varaba en un limbo físico como metáfora deliciosa del entendimiento entre dos pueblos forzados a convivir. Salvando distancias espaciales y también artísticas, ambas obras esquivan las grandes gestas que engordan las enciclopedias. Su misión, ésta en verdad humanitaria, es enunciarnos la pequeña intrahistoria tal y como nadie la conoce, perfilando la voz y el espíritu, modelando el corazón animoso de seres anónimos dueños de su