3/8/08

MAMMA MIA: desbocados en Grecia (o el frenesí definitivo de la Streep)

En ACROSS THE UNIVERSE (2007) Julie Taymor nos arrastraba al universo musical de los Beatles hilando un clásico tras otro como tapiz sobre el que articulaba una historia de amor tan previsible como eficaz. Fue la suya otra adhesión más a lo que se antoja epidemia creativa que juega con ventajosas cartas para ganar acólitos a un género en errática búsqueda de una identidad posmoderna que lo salve de la extinción. Alejado del mero traslado al cine de grandes piezas de Broadway -CHICAGO (Rob Marshall, 2002)-, del modelo plastificado y fastuoso de MOULIN ROUGE (Baz Luhrmann, 2001) o de la oda a la sencillez y la humildad visual que supuso ONCE (John Carney, 2006), el homenaje a los cuatro de Liverpool
cubría con frescura y entusiasmo las carencias de su argumento, activando la emoción de un público reconocido en sus canciones, dispuesto al inmediato gozo de las melodías.

Animada a la pirueta disciplinar, la también escenógrafa Phyllida Lloyd ha querido hacer lo propio con otro mito de la canción popular, el cuarteto sueco que acampa en nuestra memoria con imbatibles estribillos, contagiosos ritmos, pura vitalidad. MAMMA MIA pasa de las tablas al set de rodaje, y es precisamente esta génesis teatral la que hace mella en una obra que supura muy poco cine. No puede obviarse la fuerza de las canciones con las que se monta la raquítica trama, pero me temo que es mérito absoluto de Abba, no de la directora debutante, muy perdida en la blandura de una ristra de números coreografiados en débil cohesión dramática. Como hiciera Taymor -aunque sin su riesgo formal, sin ninguno de sus despuntes de transgresión-, Lloyd aprovecha el tirón de unas letras para enhebrar un relato naif y algo pueril, pero el empalme de los pegotes se hace de manera apresurada, falta de lustre visual y una querencia por la ampulosidad, por el chirriante abordaje del plano, por el torpe desliz de la cámara.

Aromas nórdicos, atrevidos, sin complejos los que nutren la banda sonora de la vida de muchos espectadores, aquí recurso simplón y sin dobleces con que narrar el encuentro de la rubicunda novia con tres posibles padres -los maduros Pierce Brosnan, Stellan Skarsgard y Colin Firth-, sendos orgasmos de su otrora hippy y lujuriosa madre prestos a acompañarla al altar. Epidérmica fábula moderna que huele a sal mediterránea, que se llena de efebos bronceados con tal de disimular su flaqueza narrativa, la escasa pericia para edificar el conflicto si no es acudiendo al diálogo pobre -cuando se habla- y al lamentable (a veces grotesco) humor visual -cuando se canta y baila-. Los escasos destellos de auténtica risotada los produce la cabeza del correcto reparto, una Meryl Streep pletórica, desmelenada y acróbata, sobrada de talento en el papel más libre de su carrera. La tosca dirección de Lloyd, sumada al cartón de la puesta en escena, impide a veces disfrutarla aún más, empaparnos de su travieso escarceo cantarín, engordar nuestro ánimo con su presencia enérgica, tan opuesta a su imagen de llorona oficial de Hollywood.

Es la Streep lo más digno en un conjunto lindante con lo hortera, discreto y -cómo no- amable dispositivo veraniego que hará saltar las chispas de los nostálgicos redomados, sobra decir que aliviará los sofocos románticos de la pubertad menos exigente. Queda el consuelo de que viejas glorias musicales siguen teniendo su hueco en la pantalla grande, aunque sea con formas tan mediocres, rancio festival de caspas e histriones en memoria de esplendores pretéritos.

1 comentario:

Federico Casado Reina dijo...

A pesar de todo, yo he disfrutado de lo lindo. Ellos son encantadores y ellas unas petardas pero ¿por qué no soñar?