29/4/08

DUEÑOS DE LA CALLE: en la cuerda floja

El norteamericano David Ayer -firmante de HARSH TIMES (VIDAS AL LÍMITE) (2007) y autor del libreto de otras tantas muestras del cine de acción más complaciente- no podrá presumir de haber reinventado ni un ápice el lenguaje del género al que se adscribe DUEÑOS DE LA CALLE. Más ligada a la digna relectura de esquemas pisoteados que a una nueva formulación de los códigos que definen al policíaco, su nueva obra no es más -tampoco menos- que un correcto thriller temática y estilísticamente emparentado a universos reconocidos por todos. Es más, se percibe en el relato el préstamo asumido de elementos que el director no se esfuerza en ocultar -incluso lanza alusiones concretas-, y que levantan un metraje con evidente enfoque comercial, tan lícito como respetable.

Con la idea original del enorme James Ellroy, quien rubrica un guión tenso y eficaz, Ayer tiene gran parte del camino recorrido. L.A. CONFIDENTIAL (1997) supuso que el gran público accediese al mundo sombrío y complejo de Ellroy, al trazado virtuoso de un mosaico humano en una época donde las luces ocultaban rincones de lo más siniestros. De paso, Curtis Hanson se marcó una pieza de culto que -esta vez sí- plantó los esquejes de un noir postmoderno, brutal y desesperanzado como los clásicos, una intensa recuperación de ambientes y personajes que Brian de Palma fue incapaz de apuntalar con su insípida LA DALIA NEGRA (2006), también engendrada por el autor californiano.

Hay que aclarar que el argumento de estos Street Kings no puede subirse al mismo pedestal que su más brillante antecesora al no alcanzar su grado de maestría, ni en el plano narrativo ni en su potencia visual. La sensación final que perdura es la de haber asistido a una historia contada con firmeza, con absoluto dominio del trabajo de campo y un montaje astuto del material. Pero no puede esquivar -sin duda responsabilidad del guionista- el cúmulo de clichés que van tejiendo un relato sobre la lucha entre lealtad y traición, un áspero y vibrante paseo por el lado más peligroso de la corrupción, siendo el cuerpo policial su principal transeúnte. Tratándose de Ellroy, se podría exigir un entramado más denso sobre asunto tan estimulante -siempre es un placer comprobar que los buenos destinados a acabar con los malos no son tan buenos como se dejan ver-, un edificio dramático más elaborado, un tanto alejado de sus pretensiones taquilleras y aún más descarnado.

Al contrario, sin ser desdeñable, su última muestra de género se establece en atmósferas tributarias de obras-emblema y no se arriesga a exceder cánones que éstas marcaron hace décadas. La referencia más obvia la incluye Ellroy en una frase del protagonista, quien se revela como reencarnación de aquel policía honesto y algo expeditivo, con su propio y noble catálogo de principios, llamado SERPICO (1973), que el maestro Sidney Lumet revistió de sobriedad y agudeza. A partir de ésta, la herencia se multiplica y se evidencia en el fondo y en la forma. DUEÑOS DE LA CALLE contrarresta su falta de originalidad con buen pulso narrativo y un ritmo in crescendo al que van ajustándose los giros en la acción -o viceversa-. La figura del policía atormentado y algo alcohólico cuya honestidad queda cuestionada por su implicación involuntaria en las mismas sórdidas redes que su unidad pretende desactivar nos hace retroceder a esos viejos modelos sin dudarlo. Lo malo es que el hierático -sospechosamente traicionado por su cirujano plástico- Keanu Reeves es incapaz -no es una novedad- de transmitir una sola de las capas emocionales que se adivinan bajo el caparazón de violencia con el que actúa, que Pacino sí lograba dimensionar. El resto del reparto cumple con tipos estandarizados, modelos sin otro trasfondo que su mero servicio al discurrir de los hechos. Sólo la figura de Forest Whitaker enaltece un personaje que acaba revelándonos la tonalidad oscura y pesimista de la historia -"todos somos malos" confiesa con aire concluyente-.

Una historia que vuelve a refrescar la rivalidad entre legalidad y delincuencia, entre ambición e integridad, cuya línea separatoria es tan leve que puede traspasarse sin que en realidad calibremos los riesgos. David Ayer se esfuerza en ofrecer alguna lectura secundaria a un convencional frenesí por el que asoman los conflictos interraciales, la dudosa catadura moral de los protectores de la ley y, al fin, la victoria de un cierto orden ético en una sociedad podrida desde el momento en que sus máximos adalides se pliegan ante razones más materialistas. Todo esto regado con las consabidas sorpresas y retruécanos en una narración irrevocable, que no deja tomar aliento y conduce a su explosivo desenlace sin que nos cuestionemos el alcance de su propuesta.
Para incidir en lo abyecto de este submundo de extorsiones e hipocresías, nada mejor que un regusto televisivo en la planificación y el uso de la luz -también al recurrir al célebre Hugh Laurie-. Con la impresión de estar frente a un capítulo prolongado de cierta serie norteamericana, la cámara ampulosa de Ayer nos deja solos frente a tan hediondo panorama, pegándonos a los personajes, al cara a cara del héroe con la muerte, testimoniando con agilidad y desasosiego cuál es el precio que cada uno pone a su propia honradez. Por alto que sea.

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