12/4/08

IRINA PALM: trabajos manuales

Hace tiempo que Marianne Faithfull confesó haber sobrevivido como homeless en el Soho londinense en un mal trago de la vida. Otro más, si recordamos su caída en el abismo del alcohol, algo que terminó de construir el mito que hoy le rodea. Su figura de artista maldita y poliédrica sigue contando con admiradores por todo el mundo, quienes ahora la recuperan como actriz dramática. Lo cierto es que hay que ser valiente para reirse de una misma con tanta soltura como ella demuestra. Este personaje -¿entrañable?- la devuelve a paisajes conocidos, al otro lado de la ciudad, tan sórdido y hostil como siempre fue.

Todo es triste en esta película. El tema elegido es triste. La luz que la envuelve es triste. La puesta en escena no puede ser más triste. Y la protagonista es, por encima de todo, una persona triste. Por eso me extraña que haya quien considere IRINA PALM una comedia, por muchos -que no hay tantos- golpes de efecto que esconda la tragedia. Supongo que la intención del director, el bávaro Sam Garbarski, intenta ser original y dar un nuevo enfoque a lo que llaman cine social inglés, que viene a ser como un contenedor donde los muchos y variopintos despojos del sistema encuentran su forma de expresarse. Es lógico que recordemos otros títulos del género, porque también en este paisaje tan desolador asoma una crítica hacia eso tan abstracto como "orden moral". Recuerda en sus pretensiones - aunque sin llegar a su altura- a obras como FULL MONTY (Peter Cattaneo) o BILLY ELLIOT (Stephen Daldry), que barrieron en taquilla desnudando las miserias nacionales con personajes fuera de lo común. Sólo hay un problema, y es que Garbarski no tiene tanto talento para lograr emociones parecidas. Y eso que la historia daba juego.

Convertir a la rockera en una viuda pajillera tiene mérito, eso sí. Desconcertante, absurdo, patético, tierno, escandaloso... Cualquier cosa menos convencional. Ahí está precisamente el mayor acierto de la cinta, su arranque. Abuela de clase humilde y mediana edad se ve incapaz de ayudar a financiar la operación que su nieto necesita para salvarse. Rechazada en oficinas de empleo y sin ahorros, la desesperación le hace recorrer los bajos fondos de Londres para encontrar trabajo. Pero es tan ingenua que atenderá el anuncio en un club erótico sin imaginar -ni por asomo- que lo que se busca no son camareras, sino unas trabajadoras del sexo algo especiales. Maggie -nombre real- acabará convertida en Irina Palm -nombre artístico-, la masturbadora más delicada y solicitada del Soho. Esto le hará conocer los límites que una es capaz de rebasar con tal de proteger a los que ama. Para empezar, hay que reconocer que tiene gracia.

Pero, más allá de la anécdota simpática, la historia no alcanza un nivel adecuado para abordar ni la denuncia de nada en concreto ni la fábula moralista, siendo tan sólo un repaso a lo mal que están las cosas en la sociedad británica con un matiz poco ortodoxo -lo de divertido lo dejaremos a la libre elección del espectador-. En su segundo largo, Garbarski decide entristecer todavía más un estado de cosas ya de por sí deprimente. Y no hay nada más apagado que el entorno de suburbios que tanto gusta a la industria británica. No hay nada más eficaz que hablar de gente luchadora, con sus deudas y trapicheos, con sus propios métodos de supervivencia, con problemas que nos identifiquen, que valoremos como cercanos. Sin embargo, el argumento va navegando sin la fuerza que otro director le imprimiría. La estructura narrativa es de una simpleza alarmante, tanta que el desarrollo se hace bastante previsible. Los personajes que circulan alrededor de Maggie no tienen ningún asomo de complejidad, aunque ciertas escenas intentan dar dimensión al gerente del club o la compañera de "manualidades" o a los padres del niño enfermo, apagándose antes de alcanzar ningún peso dramático. Son simples apuntes en un conjunto apenas esbozado.

Pero existe un lastre todavía más grave para que IRINA PALM termine emocionándonos. Aunque la Faithfull se esmera, se hace difícil involucrarse con la angustia del personaje, el director la dibuja parca en palabras, enigmática, en un guión que no lo define con precisión. No conocemos las motivaciones auténticas de Maggie, sus sueños o esperanzas. No sabemos si compadecernos de ella, si llorar o reirnos con ella. En cuanto a risas, pocos son los instantes de comicidad en un conjunto frío y distante. La secuencia en casa de las amigas es el único soplo de humor entre tanta pesadumbre, y es un sonrisa tibia, no más. Al final, la película se transforma en la prolongación de esa idea de partida hasta el punto de poder agotarse por momentos. Afortunadamente, la cosa acaba pronto y Garbarski se salva del naufragio. Pero su escaso oficio le hace cometer el más grave de los errorespara obtener nuestro aplauso, que es ceder a la tentación fácil de la excusa romántica. Final algo postizo que resuelve con atropello un enamoramiento entre dos perdedores, tan vulgar como sus protagonistas.

Para ensombrecerlo todo aún más, opta el director por una escenificación lúgubre del material que maneja. Su estética es feísta, tosca en ocasiones, tan artesanal que ayuda a captar la aspereza de un entorno mediocre. Todos los efectos propios del arte del cine ofrecen su lado más desnudo, abrupto, gris. Incluso la banda sonora es fúnebre, tanto como las imágenes que vemos. Cuando acaba la función, queda la sensación incómoda de no saber qué terreno se ha pisado, y si podría haberse perfilado más. Sólo sabemos con certeza una cosa. Hay que tener sentido del humor para hacer de viuda pajillera con la cara, el cuerpo y el prestigio de una luchadora como Marianne Faithfull. Su papel le da un tímido tirón de orejas a las buenas costumbres, y eso ya se agradece. Su presencia es lo único que aporta dignidad al asunto. Es lo que tienen las viejas glorias.

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