7/4/08

SHINE A LIGHT: baterías de larga duración

Es una pena no ser un confeso fan de la banda británica para disfrutar a tope de este pedazo de concierto. La última y vibrante fusión de dos lenguajes tan fértiles como el cine y la música al servicio de los más legendarios, los mastodontes del rock aún sin atisbo de extinción, los cuatro pilares que convulsionaron un tiempo ávido de cambios. La unión de talentos Scorsese/Rolling Stones ha parido estas dos horas de entretenimiento puro, quintaesencia del show en directo con la fuerza bruta de los músicos y un director de escena que recoge esos chorros de energía y los embotella con oficio. Pero, lamentablemente, no mucho más.

Nadie mejor que el pequeño -sólo en estatura- Marty podía captar lo mejor de los Stones en su esperada SHINE A LIGHT. Ya en los 70 flirteó con el género en una pieza de coleccionista, AN AMERICAN BOY, y una joya titulada THE LAST WALTZ, mítico documental que registró el último suspiro de The Band. Y no olvidemos NEW YORK, NEW YORK, su melodrama con ínfulas, tan autocomplaciente como masacrado por crítica y público. Fue su época de claroscuros donde se fraguó una inquieta melomanía que llega hasta hoy. Ahora se materializa en esta grabación en el Beacon Theatre dentro de la gira A Bigger Bang del 2006.
Los Stones confían al director la tarea de registrar cada segundo de su puesta en escena, y éste les obedece con respeto. Ya en la falsa improvisación del making of inicial asoma el genio de ambos mitos -con aparente desencuentro entre Jagger y Scorsese-, la mutua declaración de intenciones, el preámbulo revelador de mucho ego concentrado. El resto, adrenalina pura. El terreno para que los dinosaurios desplieguen su célebre torbellino creativo.

Parece una broma que estos señores pasen de 70 decibelios de vida y se empeñen en mover articulaciones como los jóvenes que fueron. Patéticos para algunos. Incombustibles para otros. Más allá de gustos personales, nadie podrá rechazar el magnetismo de sus majestades, bastante pagadas de sí mismas, eso sí, pero sin caretas ni imposturas. Los Stones siguen encarnando una suerte de complejo de Peter Pan que sus detractores usan como arma afilada. Sigue intacta su entrega, su generosidad, su complicidad instrumental, el regusto intenso de quienes bajan del pedestal y se dedican a divertirse. ¿Alguien se resiste al juego?

Scorsese filma el espectáculo sin hacerse notar, con más de veinte cámaras, varios directores de fotografía de prestigio -Emmanuel Lubezki, John Toll, Andrew Lesnie y Robert Elswitt-, y David Tedeschi en el montaje. Y todos saben que son los británicos los encargados de lucirse. Los planos captan a un elástico Mick Jagger, que parece estar enchufado a la corriente. Keith Richards aporta magia en los dedos y algún psicotrópico ramalazo. Charlie Watts y Ron Wood cumplen engrasando la máquina y no defraudan a sus legionarios. Por cierto, la platea parece una colección de pijos de la quinta avenida neoyorkina, descafeinada y postiza. Es lo único falso de la función, concebida como tributo honesto a una banda fiel a su imagen, fagocitada por su propia leyenda. Parece un concierto más, pero es el único que engrosará el imaginario cinéfilo con la firma -algo impersonal, hay que decirlo- de un idólatra Scorsese. Buen tándem para contagiar este vitalismo primitivo al menos entusiasta. Como yo.
Porque en cuestiones de perlas musicales, todas las concesiones son pocas. Están todas. Aunque me quedo con mi favorita, Sympathy For The Devil, no sé si es porque renació versionada cerrando ENTREVISTA CON EL VAMPIRO o por la performance de un pletórico, histriónico Jagger emergiendo de la cortina de humo como Ave Fénix más plumífera y pirotécnica que nunca. La imagen no sólo divierte, también encuentro un malvado simbolismo faraónico tras la figura incorrupta del cantante que me encanta. Uno de los muchos golpes de efecto que minan esta coreografía rotunda, descarnada, geriátrica. Y para abrillantar más el paquete, varios invitados que pasan por allí y se marcan algunos duetos brillantes. Dos para el recuerdo: Christina Aguilera -vaya derroche vocal- y el gran Buddy Guy, con un estimulante orgasmo guitarrero en la parte rythm & blues del show. ¿Se puede pedir más?

Puede que los fanáticos de los Stones queden satisfechos, pero a los que adoramos el universo enfermizo del inmenso Marty se nos queda corto. Tiene pulso, transmite la pasión artística del grupo, es ágil y sabe atrapar los detalles, pero no deja de ser una obra más musical que cinematográfica. Y, además, demasiado aséptica, más preocupada por seguir endiosando a los canallas que por inyectar la dosis de gamberreo sucio que estos espectáculos transpiran. Pocas marcas del que hace unos años abordara la vida y milagros de Bob Dylan en otro documento histórico -NO DIRECTION HOME, rendido culto a su figura emblemática-. El concierto está salpicado con imágenes de archivo donde unos jóvenes artistas dejan clara su intención de perdurar en la historia de la música -y tanto-. Son breves apuntes intercalados que ayudan a entender el valor del tiempo para sus majestades, su absoluta certeza de que están destinados a aguantar en la carretera per secula seculorum. Todo parece apuntar en esa dirección. Su fachada acartonada sigue venciendo los rigores de los años en un ególatra pacto diabólico -en su caso la expresión es más que acertada- que crispará o exaltará, hará saltar chispazos o improperios, pero nunca dejará impasible.
Lo mejor de SHINE A LIGHT, el único y más gozoso sello del director, es el travelling final con el que una de las cámaras sale del escenario pegada al perfil sudoroso de Richards y pasa a meternos entre bastidores. Rápidamente recorre el pasillo de salida, cruzándonos con el mismo Scorsese, quien ordena con ímpetu al operador que abra plano y se dispare hacia arriba en vigoroso movimiento de grúa, casi epiléptico. La cámara muestra así el neón rutilante que anuncia el show y se aleja del recinto, dejándolo inmerso en una ciudad que rebosa nocturnidad cómplice, casi irreal, pero consciente del hechizo que acaba. Y, vigilándolo todo, una urbana luna se transforma en una lengua roja, el carismático icono de la banda, el símbolo del espíritu rebelde y transgresor que aún cultivan.

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