


El director desentraña la tormentosa empresa delictiva de Andy y Hank sin mostrarse compasivo ni urdiendo victimismos ante lo que se nos cuenta. Ambos pretenden sablear el negocio paterno para ahuyentar un negro futuro de
deudas y penosas cargas familiares que quizá ellos mismos atraigan. Una realidad absorbente digerida a base de sendos flirteos con el alcohol y las drogas, y que empieza a pesarles como una losa. Dos personificaciones del derrumbe de esquemas vitales -laborales, conyugales, sentimentales-, que cada cual intenta sortear aún a costa de su integridad física y moral -uno busca refugio semanal en casa de un dealer de heroína, el otro se sirve del sexo frecuente con su cuñada para resarcir un matrimonio naufragado-. Lejos pues de ser patrones de conducta, ni por asomo.

Con el proverbial título de ANTES QUE EL DIABLO SEPA QUE HAS MUERTO, el maestro Lumet se marca un tenso y afilado trayecto por los recovecos del alma humana, u
n trazado sórdido y negrísimo, azabache, en torno a la progresiva degradación de estos aficionados delincuentes. Los dos dan cuerpo a los designios del fatum que, otra vez aquí, se cebará sin clemencia anunciándose a nosotros desde el primer segmento de la película. El tono y el timbre de la misma no inducen a engaño. Todo preanuncia la desgracia, el irrefrenable descenso sin paracaídas al que se lanzan los protagonistas, hermanados más que nunca en su común desastre.

El relato va adquiriendo proporciones mitológicas de claro matiz bíblico, asistimos pasmados al detalle de una traición al padre -excelente Albert Finney, el célebre Poirot de la adaptación que Lumet hizo de ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (1974)-. Imbuido de aire bíblico, parece querer dejar constancia de las funestas consecuencias de un hecho tan vil, el más vil de todos. Padre creador, progenitor que defraudó esperanzas, padre justiciero que vengará la avaricia de los vástagos.
Hay dos escenas clave para entender el alcance simbólico de la historia. Una conversación entre el anciano y su primogénito, núcleo de afectos que se adivinan quebrados por mutuas frustraciones. Y un broche estremecedor, uno de las conclusiones menos piadosas que podrían finiquitar la tortura, y que no revelaré en beneficio de quien se adentre en estos fangosos terrenos.

En un acertado juego temporal, esta obra se mueve adelante y atrás, despedazando las convenciones narrativas para descamar sus pasiones hasta el clímax final.
Nadie mejor que el veterano Lumet -atiborrada maleta de oficio desde la extraordinaria DOCE HOMBRES SIN PIEDAD (1957)- podría captar con tan irónica agudeza el vaivén emocional de estos personajes, el aroma filosófico de una propuesta que dignifica los viejos patrones sin que apesten a naftalina.
Lujo actoral que ayuda a enhebrar el tejido de sensaciones en juego. El ubicuo -gracias al Dios que sea- Philip Seymour Hoffman, tan versátil, tan equilibrista como siempre, tan magnético, capaz de enterrar bajo rostro afable lo más mezquino de las personas. Ethan Hawke -uno de los sosos de la industria- borda su acomplejado padre, hundido en la miseria existencial e incapaz de reconducirse, siempre a la sombra de un hermano mayor junto al que levanta sueños de felicidad.

Thriller sobrio y desesperanzado, escrito a la antigua usanza aunque desempolvado con los bríos del nuevo lenguaje de género. Obra angustiosa y brutal que, a modo de puzzle milimétrico, ensarta sus piezas para obtener uno de los policíacos más oscuros de la década. Obra maestra -nunca mejor dicho- que vehicula con serenidad,
con el temple que le otorga su herencia iconográfica una poderosa metáfora sobre lo más enfermizo que todos escondemos, un espejo de depravaciones y ruindades varias para las que no hay redención. Lógico que lleve la firma del gran artesano Lumet. Sólo alguien de su categoría puede despellejar a sus criaturas y, además, hacerlo con estilo. Ventajas de la edad.

No hay comentarios:
Publicar un comentario