
HONEYDRIPPER le permite explorar el territorio sentimental




HONEYDRIPPER aborda un intenso relato sobre la identidad de un pueblo y el valor de la música como motor expresivo de su vida en común. La película transmite la calidez de un tiempo mítico, contagia con agudeza el colorido de este trozo del sur estadounidense. Sayles hace uso de una puesta en escena algo teatral para destapar la intrahistoria de unos
lugareños ávidos de ritmo y novedades, el pequeño enclave que refleja la grandeza de un tiempo convulso y apasionante. Y lo hace desde la sinceridad, echando un enérgico y sólido vistazo hacia un pasado cuyos moldes revisten de melancolía un guión simple pero efectivo, articulado con auténtico cariño hacia sus protagonistas. Danny Glover encarna de forma contenida al entrañable empresario, que acabará por claudicar ante el futuro que el cableado impone a su modus vivendi, y que el tímido joven recién llegado cristaliza a golpes de guitarra. No se aleja este personaje del que el excelente actor interpretaba en REBOBINE, POR FAVOR, la última ocurrencia del iconoclasta Michel Gondry que también alegaba en pro de lo tradicional -el cine casero- frente a la invasión de la gran industria.

En perfecta comunión con la materia del drama, el apartado técnico resalta esplendores pretéritos y logra la plena movilización de nuestro ánimo. HONEYDRIPPER -nombre del mortecino antro, foco de congregación de todos los sectores sociales del entorno-
destaca por un ensamblaje melódico y, por momentos, surrealista de todas sus piezas. Las escenas del profeta ciego iluminan con comicidad sobre la personalidad de Tyrone, revelando mínimos detalles de su mundo anterior que justifican reacciones del presente. Un presente precario que el pianista intenta conservar pese a los abusos de la ley imperante, las puntuales camorras en el local o su naufragio matrimonial, estimulado por la vulnerabilidad religiosa de su esposa.

Con un equilibrado uso de la tensión, este cuento de negritud jubilosa consigue el propósito -quizá ingenuo, siempre honorable- de transmitir su discreta oda al triunfo de los sueños -individuales y comunitarios- pasada por el tamiz del conflicto racial promovido por una clase blanca explotadora que imponía al arbitrio las relaciones laborales con los jornaleros del algodón. Es el trasfondo crítico que late bajo el vivificante dibujo de una idiosincrasia recurrente en nuestra cinefilia, asimilada como cercana desde hace años. 

Es de agradecer que un superviviente como Sayles siga parapetado en su cine de trincheras, abogando por el lenguaje más genuino, carente del agente contaminante que lo aleja de su genética función. Esta nueva película impone su vindicación de la fabulación más enriquecedora, y elige un discurso limpio, perfectamente lacrado bajo el sello de un cineasta de oficio, para mostrar este punto neurálgico y seminal de una manera de entender el mundo, la vida en toda su magnitud a través de una buena conjunción de instrumentos. Y, en el camino, deja que nos arrastre su torbellino apasionado y -aún más- fascinante.


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