23/5/08

HONEYDRIPPER: la magia del enchufe

Puede presumir John Sayles de ostentar un título -el de autor- que pocos revalidarían en el panorama cinematográfico actual. Quizá sea el mejor representante de la independencia frente a los grandes estudios, pese a la desvirtuación del concepto que hemos vivido en los últimos tiempos. Aunque se encubran con la adecuada pátina de excentricidad o pequeñez presupuestaria, ciertos títulos no dejan de revelar la artimaña comercial que ha permitido su estreno, y que acaba enfilándolos en la misma saca recaudatoria. El director de LIANNA (1983), CIUDAD DE ESPERANZA (1991), LIMBO (1999) o CASA DE LOS BABYS (2003), impermeable al virus pecuniario, se desmarca de esta tendencia y regala con periodicidad obras marcadas por el fuego de la autonomía más radical, temática y estilísticamente ajenas a las modas.

HONEYDRIPPER le permite explorar el territorio sentimental que abona con mirada respetuosa y nostálgica hacia la profunda Norteamérica de los años 50. En esa época se gestaba la eclosión de un nuevo modo de hacer música, el rock eléctrico que pujaba por ensombrecer las formas populares de expresión musical, blues, soul, gospel... Y ninguna tierra más emblemática que la de la tórrida Alabama para mostrar este proceso de mutación progresiva, tierra con olor a algodón y a whisky y a noches húmedas que tantas ficciones ha inspirado. La película nos presenta a Tyrone, ex-pianista y propietario de un ruinoso garito acuciado por los impagos, que decide contratar al célebre cantante de blues Guitar Sam para salvar el negocio. Sobre él pivota un relato coral en torno a los sueños de toda una comunidad, un variopinto abanico de personajes que enhebran el homenaje de Sayles a este microuniverso nutrido de un espíritu vitalista desde el primer fotograma.

No es nuevo para el director hacer un retrato humano desde la honestidad y el buen tacto en las formas. Su nueva película engrosa una trayectoria curtida sobre el rechazo a la estridencia, mirándose en el clasicismo narrativo para construir sus hermosas fábulas no exentas de fino sentido analítico. Experto en esbozar con sobria caligrafía visual las intensas relaciones entre miembros de una pequeña comunidad -PASSION FISH (1992), EL SECRETO DE LA ISLA DE LAS FOCAS (1994), HOMBRES ARMADOS (1996) o SILVER CITY (2003)-, Sayles logra filtrar en firmes cuerpos dramáticos sus ideas en torno a los más diversos matices de la compleja especie humana. Personajes cercanos y tridimensionales puestos al servicio de tramas alejadas del estereotipo y la óptica epidérmica, sensibles cantos de amor a un entorno natural que integra el mosaico emocional
expuesto con mesura, interesantes conflictos -raciales, sentimentales, familiares, políticos- cuyas pieles de lectura nos sitúan en la encrucijada ética, ese punto que permite relativizar las cosas y crecer como espectadores. En mi opinión, es en su obra maestra LONE STAR (1995) donde la riqueza argumental y el vigor psicológico obtienen rango de genialidad, la lucidez bañando una pieza de excelente cine negro.

HONEYDRIPPER aborda un intenso relato sobre la identidad de un pueblo y el valor de la música como motor expresivo de su vida en común. La película transmite la calidez de un tiempo mítico, contagia con agudeza el colorido de este trozo del sur estadounidense. Sayles hace uso de una puesta en escena algo teatral para destapar la intrahistoria de unos lugareños ávidos de ritmo y novedades, el pequeño enclave que refleja la grandeza de un tiempo convulso y apasionante. Y lo hace desde la sinceridad, echando un enérgico y sólido vistazo hacia un pasado cuyos moldes revisten de melancolía un guión simple pero efectivo, articulado con auténtico cariño hacia sus protagonistas. Danny Glover encarna de forma contenida al entrañable empresario, que acabará por claudicar ante el futuro que el cableado impone a su modus vivendi, y que el tímido joven recién llegado cristaliza a golpes de guitarra. No se aleja este personaje del que el excelente actor interpretaba en REBOBINE, POR FAVOR, la última ocurrencia del iconoclasta Michel Gondry que también alegaba en pro de lo tradicional -el cine casero- frente a la invasión de la gran industria.

En perfecta comunión con la materia del drama, el apartado técnico resalta esplendores pretéritos y logra la plena movilización de nuestro ánimo. HONEYDRIPPER -nombre del mortecino antro, foco de congregación de todos los sectores sociales del entorno- destaca por un ensamblaje melódico y, por momentos, surrealista de todas sus piezas. Las escenas del profeta ciego iluminan con comicidad sobre la personalidad de Tyrone, revelando mínimos detalles de su mundo anterior que justifican reacciones del presente. Un presente precario que el pianista intenta conservar pese a los abusos de la ley imperante, las puntuales camorras en el local o su naufragio matrimonial, estimulado por la vulnerabilidad religiosa de su esposa.

Con un equilibrado uso de la tensión, este cuento de negritud jubilosa consigue el propósito -quizá ingenuo, siempre honorable- de transmitir su discreta oda al triunfo de los sueños -individuales y comunitarios- pasada por el tamiz del conflicto racial promovido por una clase blanca explotadora que imponía al arbitrio las relaciones laborales con los jornaleros del algodón. Es el trasfondo crítico que late bajo el vivificante dibujo de una idiosincrasia recurrente en nuestra cinefilia, asimilada como cercana desde hace años.
Es de agradecer que un superviviente como Sayles siga parapetado en su cine de trincheras, abogando por el lenguaje más genuino, carente del agente contaminante que lo aleja de su genética función. Esta nueva película impone su vindicación de la fabulación más enriquecedora, y elige un discurso limpio, perfectamente lacrado bajo el sello de un cineasta de oficio, para mostrar este punto neurálgico y seminal de una manera de entender el mundo, la vida en toda su magnitud a través de una buena conjunción de instrumentos. Y, en el camino, deja que nos arrastre su torbellino apasionado y -aún más- fascinante.

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