

El mexicano Julián Fernández parece sentirse inspirado en el poder de la fábula y nos vuelve a hablar del amor en su segunda película, tras aquella arriesgada y estimulante MIL NUBES DE PAZ CERCAN EL CIELO, AMOR, JAMÁS ACABARÁS DE SER AMOR (2003). Este título supuso la revelación de nuevos cauces estéticos en la industria nacional para albergar temáticas alejadas de los patrones más exportados hasta entonces. En un hermoso blanco y negro asistíamos a un lacerante sentimiento amoroso como fuerza aniquiladora, cuya expresión audiovisual era tributaria de ilustres maestros europeos. Con EL CIELO DIVIDIDO (2006), ignorada por nuestros distribuidores durante dos años, apela
de nuevo a los más nobles instintos para contarnos la tortura que un amor idealizado ejerce sobre los amantes. Una propuesta fascinante aunque difícil, que pide a gritos la mayor de las complicidades para no convertirse en puro vacío.
Porque el dibujo de emociones entre Jonás y Gerardo, estudiantes en el México actual, nace y crece con una intensidad estampada a fuego, caminando en el ínfimo alambre que podría tornar en pretencioso ejercicio esteticista un cuento tan antiguo como el mundo. Más que ningún otro, este experimento audiovisual acusa su lenguaje hipnótico y envolvente para ir alumbrando los inquietantes perfiles de la pasión vivida por los jóvenes. Apuesta el 

Hernández se lanza sin red en esta película a contracorriente, casi suicida, más conceptual que
descriptiva, un auténtico remanso de belleza que encuentra en su cadencia su mayor virtud, pero también el lastre capaz de exasperar a quien espere encontrar una infección de convenciones. Si entramos en el juego, cabrá reconocer el aliento trágico de la experiencia amorosa, el poderoso alcance de un relato alegórico que respira la homosexualidad sin panfletos reivindicativos ni folclorismo de saldo. Muy en la línea de cierto Visconti, sombreado del poeta Passolini y algún Fassbinder que otro, con su mismo empeño idealista, con su doliente teatralidad.

Pero no es EL CIELO DIVIDIDO una película gay para un público gay, ya que explora rincones de fragilidad y aflicción ante los que cualquiera podrá verse reflejado.
Nadie podrá negar su honesta, heterodoxa, asfixiante escenificación de la desnudez, de los besos y las miradas, de los encuentros furtivos, de la entrega sin peajes, de la obcecación y el recelo, del desamor, de la culpa y el perdón. La película supera la carnalidad gratuita y se adentra en la pureza espiritual, terreno que no entiende de géneros y que el director puntúa con planos enfáticos e insertos explicativos de voz en off -¿quizá el implacable Zeus contemplando el naufragio de los deseos humanos?-. No sabemos si proseguirá sendas tan desconcertantes, de momento testifica Julián Hernández su talento con una obra preñada de humanidad, a la par espesa y edificante, afectada y sugerente, ceñida en sus propios riesgos expresivos pero libre.
Un título valiente, capaz de suscitar el sopor y el arrebato, que logra dignificar las flaquezas de los amantes y revestirlas de filosofía vital. Y sí, con un cierto aroma a utopía que se agradece en estos tiempos desinflados de compromiso. Quizá sean sus imperfecciones las que la acerquen al montón de grandes piezas del mejor cine, uno que dez vez en cuando asoma y reclama con humildad su olvidado trono artístico.


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