
A partir de ahí, se puede esperar de todo. Y no defrauda. El relato hace acopio de todo el arsenal. Banda de ladrones de altos vuelos, de los de corbata y buenas maneras. No tan carismáticos como reza la publicidad de la película, pero cumplen. Todos los estereotipos en versión hijos de la chingada. El astuto líder -Jordi Mollà-, el rudo y apuesto -Tony Dalton, a su vez culpable del guión-,el pringado -Silverio Palacios- y la chica recauchutada -Ana de la Reguera-. Gran sucursal bancaria, 12 millones de dólares, toma de rehenes, huidas, intercambio de dinero fallido, tiroteos, persecuciones,
siniestros capos locales, chantajes, venganzas, víscera pura. No hace falta acumular más clichés, con los que se han usado andamos sobrados para saber a qué corriente se amolda, al menos en teoría. Recubre todo el metraje un embalaje de quiero y no puedo, un tufo a cosas ya revistas pero peor hechas, un aroma a obra de manual del cine de acción aunque tan aparatoso que cansa, tan lleno de vacío que acaba explotando antes de llenarse. Apología de la nada.
Pero el problema de Lozano y su voluntarioso equipo no es la historia, que de plana y adolescente se derrumba enseguida. Tampoco es este catálogo de delincuentes de diseño con la profundidad de un sello.
Eso podríamos hasta superarlo, aunque con esfuerzo. Lo más molesto es el ruido. No hay nada peor que no tener algo interesante que contar y contarlo como si se tuviera algo interesante que contar. Perdón por el embrollo semántico. Eso de mucho ruido y poca chicha -¿o era nueces?- se cumple a rajatabla. SULTANES opta por la grandilocuencia sin relleno, es una agotadora exposición de recursos audiovisuales que encubren las debilidades narrativas y de cualquier otro tipo. Su sacrílego inicio podría hacernos caer en la ilusión de un tributo con acento guey, incluso una parodia. Pero es sólo una ilusión, pronto se revela como el producto fácil, complaciente - rozando el plagio empobrecedor-, que su febril desarrollo argumental confirmará. Un despropósito.
Queda la sensación de asistir a otra obra más del rebaño de nuevos modernos nacidos tras la ola tarantiniana, entre los que adivino quiere integrarse el director.
Son piezas de relojería, más pretenciosas que sorprendentes, más frenéticas que intensas, de estética televisiva a veces cansina, cine de plástico que invita al palomiteo voraz. SULTANES olvida en su camino darle coherencia a lo que sólo es fachada espectacular, incluidos sus diálogos de chiste. También queda una duda. ¿Qué habrían hecho Guy Ritchie, o Danny Boyle, o el mismo Robert Rodríguez con este material? Quizá no una obra maestra, pero al menos harían que tomáramos en serio su gamberrada. Por si acaso, yo sigo soñando. Sueño con una secuencia magistral. Un atraco. La mejor escena de acción de los 90, y sin cámara epiléptica. Un clásico moderno -éste de verdad-. Michael Mann resucitando el policíaco con sobriedad y elegancia. Con el pulso firme de los maestros. El mejor modelo a seguir para saber a qué sabe la grandeza.
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