Nadie podrá evitar los paralelismos con su antecesora, sobre todo en lo relativo a la línea narrativa y al trazado de algunos personajes. Pero es clara la brecha que entre ambos títulos se abre, dictada por la lógica alteración del espacio y el tiempo que pretenden plasmar. Mikhalkov aporta su bagaje artístico para construir una larga -más de dos horas y media- y algo histriónica lección de amor a su tierra a través de la deliberación de los doce ciudadanos. Su nueva obra es concienzuda, incluso un punto espesa, y aporta los picos de reflexión política que podrían esperarse en el director, tal vez no tan explícitos en la versión de Lumet. Por eso puede afirmarse que, más que un inexplicable remake del clásico, esta película succiona el espíritu de la función para enhebrar un voluntarioso ejercicio de estilo hecho a medida, la triste y desoladora metáfora que el artista hace de un país desmembrado, abocado a perder su identidad.
Por eso parece lógico que el propio Mikhlakov se erija en presidente de la mesa de confrontaciones, reservándose la humilde -o ególatra- función moderadora.Sus últimos planos con lágrimas cercando su mirada condensan la carga emocional de un texto rodado con la pasión del viejo militante por una causa perdida. 12 se concibe como historia coral donde otros tantos individuos desgranan soliloquios y debates ante el caso de asesinato que se juzga. Un choque dialéctico inflado, excesivo, ampuloso, pero tremendamente sincero, cruce de esperanzas, de contradicciones y fracasos que usa la excusa del crimen para enunciar un dolor común ante la degradada Unión Soviética. Pequeñas miserias como reflejo de una enorme traición. Qué nobleza la de Mikhalkov, qué catadura la suya.Se entiende así la simbología a veces enfática propia del autor -el pajarillo atrapado en el gimnasio que alberga la acción- o la ansiedad del montaje, siempre atento a la crispada contienda. Se habla, y mucho, en este film puntuado con los flashbacks que dan entidad al soldado checheno acusado de matar a su padrastro, oficial ruso. El autor de EL BARBERO DE SIBERIA (1999) deja claro el aliento humano de la historia, la profunda jugada ética que orquesta, y se deja llevar por el lamento nostálgico al adoptar al joven en un último gesto de expiación. Un final acelerado y confuso que cristaliza una utopía, el reencuentro del viejo con el luchador que fue, con su pasado de ideales que la realidad sofocó.
El director moscovita firma un puntilloso alegato que cuestiona la rigidez legal e ilustra los matices morales que impregnan las decisiones. Pero además, 12 obtiene peso específico como relato intenso de un tiempo y un país, caleidoscopio lúcido de las verdades, los secretos, los odios y rencores, las mentiras que engendra un sistema comunista desmoronado, una cultura hecha de retales, sin apenas rostro, invadida por los códigos del voraz capitalismo. Una libérrima y muy rusa parábola sobre el naufragio de todo un sistema de valores, tan rabiosa, tan honesta, que permitirá perdonar sus debilidades cinematográficas y retener su mensaje. Que de esto anda sobrada.
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